La evolución no da tregua

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Antes se pensaba que Homo sapiens había evolucionado hasta hace unas decenas de miles de años pero que, durante los últimos milenios, por efecto de la cultura, había podido librarse de las fuerzas de la naturaleza que, en épocas anteriores, habían moldeado sus características biológicas. Y de hecho, la mayoría de la gente cree que la cultura ha puesto a la especie humana a salvo de la influencia del entorno.

Así, la vivienda, los sistemas de calefacción y la confección de gruesas vestimentas nos habrían permitido, por ejemplo, ocupar las zonas templadas y frías del planeta, y por lo tanto, no habríamos necesitado adaptaciones biológicas a la vida en entornos fríos. De modo similar, también hemos desarrollado tecnologías que evitan o mitigan el impacto de otros factores. Miles de millones de personas disponemos de agua potable abundante, también de sal y de alimentos, por lo que no necesitaríamos tampoco adaptaciones específicas para utilizar esos recursos de la forma más eficiente posible. Y algo parecido cabría decir de nuestra actual capacidad para desplazarnos a largas distancias.

Sin embargo, hoy sabemos que las cosas no son así. Las especies evolucionan porque entre sus individuos hay una cierta variabilidad genética: cada uno es diferente de los demás miembros de su especie y hay rasgos genéticos que confieren una mayor capacidad para dejar descendencia. Así, si un rasgo determinado –gran estatura, pongamos por caso- proporciona, por las razones que sea, un mayor potencial reproductor a quien lo porta y es, además, transmisible en herencia a los descendientes, ese rasgo, tras varias generaciones, será cada vez más abundante en la población y también en el conjunto de los individuos de la especie. Ese mecanismo puede dar lugar a que los rasgos que se seleccionan en unos lugares y en otros o en un periodo histórico o en otro, sean diferentes, ya que las condiciones ambientales determinan de forma decisiva el potencial de uno u otro rasgo para proporcionar un mayor número de descendientes. Por esa razón, entre otros factores, surgen especies nuevas.

En realidad, la mecánica evolutiva no ha dejado de funcionar nunca. Pensemos en la capacidad para digerir leche que tienen muchos adultos. Hace veinte mil años virtualmente ningún ser humano adulto consumía leche; no la podía digerir. Hoy, sin embargo, es un rasgo muy frecuente. Esa capacidad se extendió por primera vez en Europa central hace unos siete mil quinientos años; resultó tan beneficiosa que sus poseedores tuvieron más descendientes que quienes carecían de ella, y por esa razón acabó siendo mayoritaria en muchos grupos humanos: la mayoría de europeos, algunas poblaciones africanas, y pueblos del Oriente Medio y del Subcontinente Índico. En esos lugares se domesticaron animales que producen leche. En ese sentido no es extraño que los inuit, que han vivido de la caza durante miles de años, no sean capaces de digerir la leche.

Al igual que la capacidad para digerir leche, otros rasgos anatómicos, fisiológicos o psicológicos pueden estar proporcionando a quienes los poseen una mayor descendencia que quienes carecen de ellos. Y si esos rasgos son heredables, acabarán siendo muy abundantes en las poblaciones humanas, de manera que, tras varias generaciones, la mayoría de los individuos de nuestra especie las poseerán y se habrán diferenciado así de sus antecesores: en otras palabras, habrán evolucionado.

La selección natural, motor principal de la evolución, no se para nunca. Y la cultura, como hemos podido comprobar con el ejemplo de la leche, no es algo que necesariamente nos “proteja”, sino que puede llegar a ser, incluso, un factor evolutivo más. No, la evolución no da tregua.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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