«Las tres grandes fronteras de la biología humana» por Francisco J. Ayala

CIC Network

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Este texto de Francisco J. Ayala apareció originalmente en el número 4 de la revista CIC Network (2008) y lo reproducimos en su integridad por su interés.

Existe un acuerdo general de que el siglo xxi será el siglo de la Biología como el siglo xx fue el siglo de la Física. La investigación biológica cuenta al presente con presupuestos mayores y con más investigadores que la física. Uno de los éxitos mas ampliamente conocidos de la biología actual es la secuencia del genoma humano. El Proyecto del Genoma Humano de los Estados Unidos se inició en 1989, con fondos de dos organismos públicos, el National Institutes of Health -nih- y el Department of Energy -DOE- (Una empresa privada, Celera Genomics, comenzó en Estados Unidos algo después, pero se unió al proyecto patrocinado por el gobierno al lograr, en gran parte de manera independiente, resultados similares.) El objetivo propuesto fue obtener la secuencia completa de un genoma humano en quince años a un coste aproximado de tres mil millones de dólares. Un esbozo de la secuencia del genoma se completó antes de lo previsto en 2001. En 2003 el Proyecto del Genoma Humano estaba acabado.

La secuencia se ha llegado a conocer con la precisión deseada. La secuencia del genoma humano tiene numerosas aplicaciones médicas y forenses y sirve como base de datos para investigar cuestiones de gran interés biológico, pero de por sí no las resuelve. La biología humana se enfrenta en el siglo xxi a tres grandes fronteras de investigación: la transición de simio a humano, el paso de cerebro a mente y la descodificación ontogenética. Por transición de simio a humano me refiero al misterio de cómo un particular linaje de simios se convirtió en un linaje de homínidos, del cual surgieron, al cabo de sólo unos pocos millones de años, seres humanos capaces de pensar y amar, que han desarrollado sociedades complejas y mantienen valores éticos, estéticos y religiosos.

El genoma humano difiere poco del genoma del chimpancé. Por el enigma del paso de cerebro a mente me refiero a las cuestiones interdependientes de (1) cómo las señales fisicoquímicas que llegan a nuestros órganos sensoriales se transforman en percepciones, sentimientos, ideas, argumentos críticos, emociones estéticas, y valores éticos; y (2) cómo, a partir de esta diversidad de experiencias, surge una realidad unitaria, la mente o el yo. El libre albedrío y el lenguaje, las instituciones sociales y políticas, la tecnología y el arte son todos epifenómenos de la mente humana.

Por descodificación ontogenética me refiero al problema de cómo la información genética unidimensional codificada en el DNA de una única célula se transforma en un ser humano en cuatro dimensiones, una criatura heterogénea en el tiempo y el espacio, el individuo que crece, madura y muere. El cáncer, la enfermedad y el envejecimiento son epifenómenos de la descodificación ontogenética.

Estas tres fronteras de la biología humana podrían también ser denominadas como la transformación de simio a humano, la transformación de lo físico en lo mental y la transformación de huevo a adulto. La transformación del huevo en adulto es esencialmente similar, y misteriosa en la misma medida, en humanos y en otros mamíferos. La transformación de simio a humano y la transformación de lo físico en lo mental, tal y como las he definido, son distintivamente humanas. En este breve ensayo presentaré algunas reflexiones sobre cada una de estas tres transformaciones fundamentales que, conjuntamente, definen los fundamentos biológicos del humanum, lo que nos hace específicamente humanos. No hay otro tema de mayores consecuencias para comprendernos a nosotros mismos y nuestro lugar en la naturaleza.

De simio a humano

La herencia biológica se basa en la transmisión de información genética de los padres a la progenie, en los seres humanos de forma muy similar a otros animales. El dna de los humanos está envasado en dos series de 23 cromosomas, una serie heredada de cada progenitor. El número total de letras del DNA (los cuatro nucleótidos representados por a, c, g, t) en cada serie de cromosomas es de unos tres mil millones. El Proyecto del Genoma Humano ha descifrado la secuencia de los tres mil millones de letras del genoma humano (esto es, en una serie de cromosomas; la secuencia del genoma humano varía en torno a una letra entre mil genomas).

Calculo que El Quijote, de Miguel Cervantes, contiene alrededor de tres millones de letras, signos de puntuación y espacios. Escribir la secuencia del DNA del genoma humano exigiría mil volúmenes del tamaño de El Quijote. Por supuesto, la secuencia del genoma humano no se imprime en libros, sino que se almacena de forma electrónica, en ordenadores donde la información puede ser recuperada por los investigadores. Pero si se deseara imprimir la información, se necesitarían mil volúmenes sólo para un genoma humano.

Los dos genomas (series de cromosomas) de cada individuo son diferentes entre sí, y respecto de los genomas de cualquier otro ser humano (con la insignificante excepción de los gemelos homólogos, que comparten las mismas dos series de genes, pues los gemelos homólogos se desarrollan a partir de un solo óvulo humano fecundado). Por lo tanto, imprimir toda la información del genoma sólo para un individuo exigiría dos mil volúmenes, mil por cada una de las dos series de cromosomas. Seguramente, de nuevo, hay formas más económicas de presentar la información en la segunda serie que hacer la lista de la secuencia completa de letras; por ejemplo, indicando la posición de cada letra variante en la segunda serie relativa a la primera serie. El número de letras variantes entre dos series de un individuo es de unos tres millones, alrededor de una entre mil.

Conocer la secuencia del DNA humano es un primer paso, pero nada más que un paso, hacia la comprensión de la constitución genética de un ser humano. Pensemos en los mil volúmenes del tamaño del El Quijote. Ahora conocemos la secuencia ordenada de los tres mil millones de letras, pero esta secuencia no proporciona una comprensión de los seres humanos mayor de lo que entenderíamos de los contenidos de mil volúmenes del tamaño del El Quijote escritos en un idioma extraterrestre, del cual sólo supiéramos el alfabeto, sólo porque hubiésemos llegado a descifrar su secuencia de letras.

Los seres humanos no son máquinas de genes. La expresión de los genes en los mamíferos tiene lugar en interacción con el medio ambiente, en pautas que son complejas y casi imposibles de predecir en detalle: y es en los detalles donde reside el yo. En los humanos, el “medio ambiente” adquiere una nueva dimensión, que se convierte en la dominante. Los humanos manipulan el entorno natural para que se ajuste a las necesidades de su constitución biológica; por ejemplo, utilizando ropa y vivienda para vivir en climas fríos. Además, los productos de la tecnología humana, el arte, la ciencia, las instituciones políticas, y cosas por el estilo son rasgos dominantes de los medios ambientes humanos.

Dos características manifiestas de la anatomía humana son la postura erecta y un gran cerebro. En los mamíferos, el tamaño cerebral generalmente es proporcional al tamaño del cuerpo. En relación con la masa corporal, los humanos poseen el mayor (y más complejo) cerebro de todos los mamíferos. El cerebro del chimpancé pesa menos de 450 gramos; el de un gorila ligeramente más. Nuestros antepasados homínidos tenían, desde hace al menos cinco millones de años, un andar bípedo, pero su cerebro era pequeño, de poco más de 450 gramos de peso, hasta hace casi dos millones de años. El tamaño del cerebro comenzó a aumentar de forma notable con nuestros antepasados Homo habilis, quienes poseían un cerebro de algo mas de seiscientos gramos, que se convirtieron en fabricantes de utensilios (de aquí el nombre de habilis), y que vivieron durante unos pocos cientos de miles de años, empezando hace unos dos millones y medio de años. Sus descendientes, los Homo erectus, tenían cerebros adultos que llegaban a algo más de un kilo de peso. Nuestra especie, el Homo sapiens, tiene un cerebro de más de un kilo y trescientos cincuenta gramos de peso, tres veces el tamaño de los primeros homínidos.

Nuestro cerebro no sólo es mucho más grande que el de los chimpancés o los gorilas, sino también mucho más complejo. El córtex cerebral, donde se procesan las funciones cognitivas, es en los humanos desproporcionadamente mucho mayor que el resto del cerebro cuando se compara con los simios.

El “borrador” de la secuencia del DNA del genoma del chimpancé se publicó el 1 de septiembre de 2005. En las regiones del genoma que comparten los humanos y los chimpancés, las dos especies son un 99% idénticas. Las diferencias pueden parecer muy pequeñas o bastante grandes, dependiendo del modo en que uno elija mirarlas: un 1% del total parece una fracción pequeña, pero equivale a una diferencia de 30 millones de letras de DNA dados los tres mil millones de cada genoma. El 29% de las enzimas y otras proteínas codificadas por los genes son idénticas en ambas especies.

De los cien a varios cientos de aminoácidos que constituyen cada proteína, el 71% de las proteínas no idénticas difieren entre los humanos y los chimpancés en sólo dos aminoácidos, por término medio. Si uno tiene en cuenta segmentos de DNA presentes en una especie pero no en la otra, los dos genomas son en torno a un 96% idénticos, en vez del casi 99% idéntico como en el caso de las secuencias de dna que comparten ambas especies. Esto es, una gran cantidad de material genético, en torno a un 3% o unos 90 millones de letras de DNA, ha sido insertado o eliminado desde que los humanos y los chimpancés iniciaron sus caminos evolutivos separados, hace entre 6 y 8 millones de años. La mayor parte de este DNA no contiene genes que codifiquen proteínas.

La comparación de los dos genomas da idea del ritmo de evolución de los genes particulares en las dos especies. Un hallazgo significativo es que los genes activos en el cerebro han cambiado más en el linaje humano que en el del chimpancé. Asimismo es significativo que los genes humanos que evolucionan más rápidamente sean los que codifican los “factores de transcripción.” Estos son las proteínas “interruptor,” que controlan la expresión de otros genes, es decir, ellas determinan cuándo otros genes se activan o desactivan. En conjunto, se han identificado 585 genes que evolucionan a más velocidad en los humanos que en los chimpancés, entre ellos genes implicados en la resistencia a la malaria y la tuberculosis. (Podría mencionarse que la malaria es una enfermedad grave para los humanos pero no para los chimpancés.)

Los genes localizados en el cromosoma y (el cromosoma que determina la masculinidad; las hembras poseen dos cromosomas x, los machos tienen un cromosoma x y uno y, siendo el y mucho más pequeño que el x) han sido mucho mejor protegidos por selección natural en el linaje humano que en el del chimpancé, en el cual varios genes han incorporado mutaciones incapacitadoras que hacen que los genes no sean funcionales. Hay varias regiones del genoma humano que parecen contener genes beneficiosos que han evolucionado rápidamente en los últimos 250.000 años. Una región contiene el gen foxp₂, implicado en la evolución del habla. Todo este conocimiento (y mucho más de la misma clase que se obtendrá en el futuro) es de enorme interés, pero lo que hasta ahora sabemos avanza muy poco nuestra comprensión acerca de qué cambios genéticos nos hacen distintivamente humanos.

No cabe duda de que comparaciones entre el genoma humano y el del chimpancé y una exploración experimental de las funciones asociadas a los genes significativos harán avanzar de forma considerable nuestro conocimiento, a lo largo de la próxima década o dos, de lo que nos hace distintivamente humanos. Seguramente también, sólo llegaremos a tener una completa comprensión biológica si asimismo resolvemos el segundo enigma, la transformación de cerebro a mente, que mencioné antes. Los rasgos distintivos que nos hacen humanos comienzan al principio de la gestación, mucho antes del nacimiento, al empezar a expresarse de forma gradual la información lineal codificada en el genoma en un individuo cuatridimensional. En un sentido importante, las características humanas más distintivas son las que se expresan en el cerebro, las que explican la mente y la identidad humanas. A medida que la comprensión biológica avance, sin duda habrá muchos elementos para la reflexión filosófica.

De cerebro a mente

El cerebro es el órgano humano más complejo y más distintivo. Se compone de treinta mil millones de células nerviosas, o neuronas, cada una conectada a muchas otras a través de dos clases de extensiones celulares, conocidas como el axón y las dendritas. Desde el punto de vista evolutivo, el cerebro animal es una poderosa adaptación biológica; permite que un organismo obtenga y procese información sobre las condiciones medioambientales y luego se adapte a ellas. Esta capacidad ha sido llevada al límite en los humanos, en los que la extravagante hipertrofia del cerebro hace posible el pensamiento abstracto, el lenguaje, y la tecnología. Por estos medios, la humanidad ha entrado en un nuevo modo de adaptación mucho más potente que el biológico: adaptación por medio de la cultura (véase más adelante).

La capacidad más rudimentaria para obtener y procesar información sobre el medio ambiente se encuentra en ciertos microorganismos unicelulares. El protozoo Paramecium nada, aparentemente al azar, ingiriendo las bacterias que halla a su paso, pero cuando se encuentra con una acidez o salinidad inapropiadas, detiene su avance y comienza en una nueva dirección. El alga unicelular Euglena no sólo evita los ambientes inadecuados sino que busca los adecuados orientándose según la dirección de la luz, que percibe a través de un punto fotosensible en la célula. Las plantas no han hecho un progreso mucho mayor. Excepto las que tienen zarcillos que se enroscan a cualquier objeto sólido y las pocas plantas carnívoras que reaccionan al tacto, la mayoría de las plantas sólo reaccionan a gradientes de luz, gravedad y humedad.

En los animales la capacidad de obtener y procesar información medioambiental es transmitida por el sistema nervioso. Los sistemas nerviosos más sencillos se encuentran en los corales y las medusas; carecen de coordinación entre las diferentes partes de sus cuerpos, de modo que cualquier parte sólo es capaz de reaccionar cuando es estimulada de forma directa. Los erizos y las estrellas de mar poseen un anillo nervioso y cordones nerviosos radiales que coordinan los estímulos procedentes de diversas partes; por lo tanto, responden con acciones directas y unificadas de todo el cuerpo. Sin embargo, no tienen cerebro, y parecen incapaces de aprender de la experiencia. Los platelmintos planarios poseen el cerebro más rudimentario que se conoce; su cerebro central y su sistema nervioso procesan y coordinan la información que recogen las células sensoriales. Estos animales son capaces de un aprendizaje sencillo y por tanto de respuestas variables a estímulos encontrados de forma repetida. Los insectos y sus parientes tienen cerebros aún más avanzados; obtienen precisas señales químicas, acústicas, visuales y táctiles del entorno y las procesan, haciendo posibles comportamientos complejos, particularmente en busca de alimento, selección de pareja y organización social.

Los vertebrados – animales con columna vertebral – son capaces de obtener y procesar señales mucho más complicadas y responder al entorno de forma más variable que los insectos o cualquier otro invertebrado. El cerebro de los vertebrados contiene un enorme número de neuronas asociativas dispuestas en diseños complejos. En los vertebrados la capacidad de reaccionar a la información medioambiental está relacionada con un aumento en el tamaño relativo de los hemisferios cerebrales y del neopalio, un órgano que se ocupa de asociar y coordinar las señales procedentes de todos los receptores y centros del cerebro. En los mamíferos, el neopalio se ha expandido y se ha convertido en el córtex cerebral. Los humanos tienen un cerebro muy grande en relación con el tamaño de su cuerpo, y un córtex cerebral que es desproporcionadamente grande y complejo incluso para el tamaño de su cerebro. El pensamiento abstracto, el lenguaje simbólico, la organización social compleja, los valores, la ética y la religión son manifestaciones de la maravillosa capacidad del cerebro humano para obtener información sobre el mundo externo e integrar dicha información y reaccionar de manera flexible a lo que percibe.

Con el avanzado desarrollo del cerebro humano, la evolución biológica se ha superado a sí misma, inaugurando un nuevo modo de evolución: la adaptación a través de la manipulación tecnológica del medio ambiente. Los organismos se adaptan al entorno por medio de la selección natural, cambiando su constitución genética a lo largo de generaciones para ajustarse a las exigencias del entorno. Los humanos (y sólo los humanos al menos en un grado importante), han desarrollado la capacidad de adaptarse a entornos hostiles modificando dichos entornos de acuerdo a las necesidades de sus genes. El descubrimiento del fuego y la fabricación de ropa y refugio permitieron a los humanos esparcirse desde las cálidas zonas tropicales y subtropicales del Mundo Antiguo, a las cuales estamos biológicamente adaptados, a casi toda la tierra; no era necesario que los humanos errantes esperasen hasta que los genes evolucionasen para proporcionarles protección anatómica frente a las bajas temperaturas por medio de pelaje o pelo. Tampoco los humanos están aguardando el momento futuro en que pudieran tener alas o branquias; hemos conquistado el aire y los mares con aparatos diseñados para volar y navegar, aviones y barcos. Es el cerebro humano (la mente humana) lo que ha hecho que la humanidad sea la más exitosa, según los parámetros más significativos, de las especies vivas.

No hay suficientes bits de información en la secuencia completa del DNA de un genoma humano para especificar los billones de conexiones existentes entre los treinta mil millones de neuronas del cerebro humano. En consecuencia, las instrucciones genéticas deben organizarse en circuitos de control que operan a distintos niveles jerárquicos, como se describió antes, de modo que una instrucción a un nivel es transportada a través de muchos canales a niveles inferiores en la jerarquía de los circuitos de control.

En las últimas dos décadas, la neurobiología se ha convertido en una de las disciplinas que han avanzado más rápidamente. Una inversión mayor de recursos económicos y humanos ha provocado un índice de descubrimientos sin precedentes. Se ha aprendido mucho sobre cómo la luz, el sonido, la temperatura, la resistencia y las impresiones químicas que reciben nuestros órganos sensitivos ponen en funcionamiento la emulsión de transmisores químicos y las diferencias de potencial eléctrico que transmiten las señales a través de los nervios al cerebro y a otras partes del cuerpo. Asimismo se ha aprendido mucho sobre cómo los canales neuronales encargados de la transmisión de información se refuerzan por el uso o pueden ser sustituidos tras sufrir algún daño; sobre qué neuronas o grupos de neuronas se encargan de procesar la información procedente de un órgano particular o de un lugar medioambiental; y sobre otros muchos asuntos. Pero, a pesar de todo este progreso, la neurobiología sigue siendo una disciplina naciente, en una etapa de desarrollo teórico tal vez comparable a la de la genética a comienzos del siglo XX. Las cosas que más cuentan siguen envueltas en el misterio: de qué modo los fenómenos físicos se convierten en experiencias mentales (los sentimientos y las sensaciones, llamadas qualia por los filósofos, que aportan los elementos de la conciencia), y cómo a partir de la diversidad de estas experiencias aparece la mente, una realidad con propiedades unitarias, como el libre albedrío y la conciencia del yo, que persisten a lo largo de la vida de un individuo.

No creo que estos misterios sean insondables; más bien, son enigmas que la mente humana puede resolver con los métodos de la ciencia e iluminar con análisis filosófico y reflexión. Y apuesto a que, a lo largo del próximo medio siglo más o menos, muchos de estos enigmas serán resueltos. Estaremos entonces bien de camino para responder al imperativo bíblico: “conócete a ti mismo.”

De huevo a adulto

Las instrucciones que guían el proceso ontogenético, o la transformación del huevo en adulto, están contenidas en el material hereditario. La teoría de la herencia biológica fue formulada por el monje agustino Gregor Mendel en 1866, pero fue conocida por los biólogos en general en 1900: la información genética está contenida en factores discretos, o genes, que existen en pares, uno que recibimos del padre y otro de la madre. El primer paso hacia la comprensión de la naturaleza de los genes fue completado durante el primer cuarto del siglo XX. Se estableció que los genes forman parte de los cromosomas, los cuerpos filamentosos presentes en el núcleo de la célula, y que se disponían de manera lineal a lo largo de los cromosomas. Hizo falta otro cuarto de siglo para determinar la composición química de los genes: el ácido desoxirribonucleico. El DNA, a su vez, consiste en cuatro grupos químicos (nucleótidos) organizados en largas estructuras en doble hélice. La información genética está contenida en la secuencia lineal de los cuatro nucleótidos, de la misma manera que la información semántica de una frase en español está contenida en la secuencia particular de las letras del alfabeto.

El primer paso importante hacia la comprensión de como se descodifica la información genética se dio en 1941 cuando Geroge W. Beadle y Edward L. Tatum demostraron que los genes determinan la síntesis de enzimas; los enzimas son catalizadores que controlan todas las reacciones químicas de los seres vivos. Más tarde se supo que una serie de tres nucleótidos consecutivos en un gen codifica para un aminóacido, lo cual da cuenta de la correspondencia lineal precisa entre una secuencia codificante de nucleótidos y la secuencia de aminoácidos que configura el enzima codificado.

Pero las reacciones químicas deben ocurrir de una manera ordenada; los organismos deben tener formas de conectar y desconectar genes. El primer sistema de control se descubrió en 1961 por François Jacob y Jacques Monod para un gen que determina la síntesis de un enzima que digiere azúcar en la bacteria Escherichia coli. El gen se conecta y se desconecta mediante un sistema de varios interruptores consistentes en secuencias cortas de DNA adyacentes a la parte codificadora del gen. Los interruptores se activan mediante circuitos de retroalimentación que implican moléculas sintetizadas por otros genes. Desde aquel tiempo, se han descubierto una variedad de mecanismos de control genético en bacterias y en otros organismos y estos dos elementos suelen estar presentes: los circuitos de retroalimentación y las secuencias cortas que actúan como interruptores. Los circuitos de retroalimentación aseguran que la presencia de una sustancia en la célula induce la síntesis del enzima requerido para digerirla y que un exceso del enzima en la célula reprime su propia síntesis. (Por ejemplo, el enzima que digiere azúcar en E. coli se conecta o desconecta como consecuencia de la presencia o ausencia del azúcar a digerir).

La investigación de los mecanismos de control genético en mamíferos (y otros organismos complejos) se hizo posible a mediados de la década de 1970 con el desarrollo de las técnicas de DNA recombinante. Esta tecnología hizo factible el aislamiento de genes individuales (y otras secuencias de DNA) y su multiplicación, o clonación, para obtener las cantidades necesarias para determinar su secuencia de nucleótidos. Un descubrimiento inesperado fue que la mayoría de los genes están fragmentados: la secuencia codificadora de un gen está dividida en varios fragmentos separados unos de otros por segmentos de DNA no codificantes. Además de la sucesión alternante de segmentos codificantes y no codificantes, los genes de mamíferos, como los de las bacterias, contienen secuencias cortas de control que actúan como interruptores y señales de dónde empieza y termina la secuencia codificadora.

Todavía queda mucho por descubrir acerca de los mecanismos de control de los genes de mamíferos. La extremada velocidad a la que avanza la biología molecular hace razonable anticipar que los principales prototipos de los sistemas de control genético serán bien conocidos dentro de una década o dos. Pero la comprensión de los mecanismos de control de los genes individuales no es sino el primer paso principal hacia la resolución del misterio de la descodificación ontogenética. El segundo paso principal será la solución del rompecabezas de la diferenciación.

Un ser humano consta de un trillón de células de unos 200 tipos diferentes, todas derivadas por división secuencial a partir de un óvulo fecundado, una célula única de 0,1 milímetros de diámetro. Las primeras pocas divisiones celulares dan lugar a una masa esférica de células amorfas. Las divisiones sucesivas se acompañan de la aparición de pliegues y hendiduras en la masa de células y, más tarde, de la variedad de tejidos, órganos y extremidades característicos de un individuo humano. El conjunto completo de genes se duplica en cada división celular, de manera que cada célula contiene dos genomas completos. Además, los experimentos con otros animales indican que todos los genes en cualquier célula tienen el potencial de ser activados. Aún así, en células diferentes, los conjuntos de genes activos son diferentes. Esto es así para que las células se diferencien: una neurona, una célula muscular y una de la piel son muy diferentes en tamaño y configuración. Y ha de continuar así después de la diferenciación, porque células diferentes desempeñan funciones diferentes, que son controladas por genes diferentes.

La información que controla la diferenciación celular y de los órganos está, por supuesto, contenida en al secuencia del DNA, pero sólo en fragmentos cortos. ¿Qué clase de secuencias son estos elementos de control, dónde se localizan, y cómo se descodifican? En mamíferos hay circuitos de control que operan a niveles superiores a los mecanismos de control que activan y desactivan los genes individuales. Los circuitos superiores actúan más sobre conjuntos de genes que sobre genes individuales. Lo que se necesita averiguar para elucidar la transformación del huevo en adulto son los detalles de cómo se controlan estos grupos de genes, así como muchas otras cuestiones relacionadas. La secuencia de nucleótidos de los elementos de control cortos debe de ser determinada, como ya lo ha sido en bastantes casos, pero esto supone un esfuerzo menor que apenas beneficiará nuestro recorrido a través de los tres mil millones de pares de nucleótidos que constituyen el genoma humano.

La elucidación de la descodificación ontogenética reportará enormes beneficios a la humanidad. Este conocimiento permitirá comprender los modos de acción de las enfermedades genéticas complejas, incluyendo el cáncer y, por tanto, su cura. También nos puede ofrecer una comprensión del proceso de envejecimiento, la implacable enfermedad que mata a todo aquél que ha vencido al resto de las enfermedades. El cáncer es una anomalía de la descodificación ontogenética: las células proliferan aunque el bienestar del organismo exige otra cosa. Se han identificado genes individuales (oncogenes) implicados en la causa de formas particulares de cáncer. Pero si una célula se tornará cancerosa o no es algo que depende de la interacción del oncogén con otros genes y con el ambiente interno y externo de la célula. El envejecimiento es también un fallo del proceso de descodificación ontogenética: las células son incapaces de realizar las funciones impresas en su perfil genético o ya no son capaces de proliferar y reemplazar las células muertas.

En 2007, el gasto sanitario en los Estados Unidos ascendió a más de un millón de millones de dólares. La mayoría del gasto fue en terapias de apoyo y cuidados tecnológicos para compensar los efectos debilitadores de las enfermedades que no sabemos cómo prevenir o curar de verdad. Por el contrario, aquellas enfermedades de las que se conoce la causa (por ejemplo, la tuberculosis, sífilis, viruela y enfermedades virales infantiles) actualmente se pueden tratar con costes relativamente bajos y con resultados óptimos. Apenas un 3% de los gastos sanitarios estatales se dedica a investigación básica. Duplicar o triplicar este porcentaje supondría un modesto aumento de los gastos totales, pero rendiría grandes ahorros en el futuro próximo en la medida que el cáncer, las enfermedades degenerativas y otras enfermedades debilitadoras se pudiesen prevenir o curar y, por tanto, ya no hiciese falta la actual terapia cara y, a fin de cuentas, ineficaz. España debería invertir mucho más de lo que hace actualmente en la investigación básica relacionada con la medicina.

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Francisco J. Ayala. National Medal of Science de EE.UU. en 2001. Premio Templeton 2010. Catedrático de Ciencias Biológicas, Ecología y Biología de la Evolución; Catedrático de Filosofía y Lógica; y Catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de California en Irvine. Es miembro de la Academia de Ciencias de EE. UU., de la Academia Americana de Artes y Ciencias y de la American Philosophical Society. Fue asesor científico del presidente Bill Clinton y presidente de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia, que edita la revista Science. Es doctor honoris causa por una veintena de universidades de diez países diferentes y miembro de numerosas academias de ciencias.

Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network

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