Montañas y explicaciones naturalistas

Experientia docet La maldición de Prometeo Artículo 12 de 15

Incluso cuando las sociedades mediterráneas se volvieron más sofisticadas y la mente científica griega despertó del letargo, las montañas seguían siendo distantes, misteriosamente temibles e inaccesibles. Era tal el efecto que producían a quien se aventuraba en ellas que, como a Polibio, que viajó a través de los Alpes y vio el monte Atlas a la distancia, solo las cifras equivalentes al infinito servían para describirlas.

Dolomitas, en el norte de Italia. Foto: Andrew Mayovskyy / Shutterstock

Los pocos ascensos de montañas registrados se produjeron por razones militares. Así, Alejandro de Macedonia en el siglo IV a.e.c. cruzó las montañas Tauro del sureste de Turquía y el Hindú Kush de Afganistán. Aníbal de Cartago atacó Roma en el 218 a.e.c. después de haber cruzado los Pirineos y luego los Alpes. El historiador romano Livio registró el ascenso del monte Hebrus en Tracia a principios del siglo II a.e.c. por parte del rey Filipo de Macedonia, en guerra con Roma. Filipo habría subido a la montaña para espiar los movimientos de las tropas romanas. Los montañeros tardaron tres días en atravesar las estribaciones y ascender a la cima. El descenso posterior duró dos días. El sufrimiento de los hombres fue inmenso, sobre todo por el frío; la tercera noche en la cumbre fue terrible en este sentido. Según Livio, quien obviamente sabía poco sobre montañismo, la espesa niebla que envolvió a Filipo y sus hombres en la cima era un fenómeno inusual.

Los griegos, y después de ellos los romanos, rara vez intentaron explicar los fenómenos montañosos. La ciencia requiere no solo observación, sino análisis basado en la experiencia directa y, cuando es posible, en la experimentación. Y a los griegos les faltó la voluntad de ascender a las altas cumbres. Además, las montañas se consideraban sagradas, asociadas con lo sobrenatural y trascendente.

Lucrecio el epicúreo, que se negaba a creer en todo lo que no pudiera explicarse según la materia en movimiento, el movimiento perpetuo de los átomos invisibles [1], no hizo una excepción con las montañas y los fenómenos asociados a ellas. Las montañas son huecas, creía Lucrecio, y las erupciones volcánicas ocurren cuando los átomos de fuego son expulsados del cono. Más cercana a la realidad fue su observación de que las nubes se forman en los picos de las montañas debido al aire caliente que sube por las laderas hacia el frío de la cumbre.

Monte Vesuvio. Fuente: Wikimedia Commons

El romano más famoso que investigó las montañas fue Cayo Plinio Secundo, Plinio el Viejo. En el 79 e.c. el Monte Vesubio entró en erupción, arrojando cenizas, gases y lava. Plinio, que podía ver el volcán desde su casa en la bahía de Nápoles, se hizo a la mar para investigar la densa columna de humo que se elevaba desde el Vesubio. Tomó notas de sus observaciones y cuando el barco llegó a las costas al sur de Pompeya, continuó observando la caída de ceniza y rocas hasta su muerte por asfixia [2].

Contemporáneamente, en el siglo I e.c., una nueva secta palestina, los cristianos, supusieron una renovación de la fascinación judía con las montañas. Su líder fundador, Jesús de Nazaret, encontró, como Moisés milenios antes en el Sinaí o Zacarías en el Monte de los Olivos, significado y trascendencia en las pequeñas montañas que rodean Jerusalén. Sin embargo un teórico de la ya religión, Agustín de Hipona, varios siglos después, condenó la fascinación humana por las montañas a expensas de la autoconciencia. La influencia de san Agustín explica el desdén de la europea medieval hacia los monumentos físicos al Creador y su concentración en lo incorpóreo y espiritual. Hubo que esperar al Renacimiento para que se despertase de nuevo el interés por las montañas, y fue con una excusa espiritual: el humanista y montañista Francesco Petrarca en el siglo XIV mostró las posibilidades de autodescubrimiento y contemplación en la experiencia de ascender una montaña.

Procession de saint Janvier à Naples pendant une éruption du Vésuve (1822) de Antoine Jean-Baptiste Thomas. Procesión de San Jenaro para implorar la intervención divina ante una erupción del Vesubio.

Nota:

[1] Algunos periodistas televisivos, al informar sobre erupciones volcánicas, siguen a Lucrecio, sin saberlo. Es más, oyéndoles uno pensaría que creen que la lava es algo que está ardiendo, pero uno no lo piensa porque no puede creer que la ignorancia y la incompetencia lleguen a esos niveles.

[2] En vulcanología se llama erupción pliniana a la erupción violenta de un volcán liberando gases en una columna eruptiva que puede alcanzar decenas de kilómetros, como la del Vesubio, en honor a Plinio el Viejo.

Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

1 comentario

  • Avatar de Cristian

    Sobre tu comentario en la nota [1], la información periodística sobre cualquier tema científico da bastante vergüenza, se nota que no saben prácticamente nada y que ni tan solo les interesa informarse debidamente. Yo si que me creo que a ese nivel haya incompetencia e ignorancia.

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