“Mucho antes de que el lector haya llegado a esta parte de mi obra se le habrá ocurrido una multitud de dificultades. Algunas son tan graves, que aun hoy día apenas puedo reflexionar sobre ellas sin vacilar algo; pero, según mi leal saber y entender, la mayor parte son sólo aparentes, y las que son reales no son, creo yo, funestas para mi teoría” [Extracto de la 6ª edición del Origen de las especies en la traducción de Antonio de Zulueta]
Una de las características que más pueden sorprender cuando se lee el Origen de las especies es la honestidad del autor respecto a las posibles fallas de su propia teoría. He elegido este párrafo inicial del Capítulo 6 de la obra pero todo el texto contiene otros muchos similares en los que se muestra claramente que Charles Darwin era consciente de las lagunas que en su tiempo existían sobre la evolución de las especies.
Darwin no llegó a conocer las pioneras investigaciones sobre la herencia genética realizadas por Mendel, por supuesto tampoco conoció los experimentos de Tatum y Beadle sobre genes y enzimas y obviamente nunca llegó a saber de yacimientos tan decisivos para su teoría como Burgess Shale.
Hoy la evolución de las especies mediante selección natural es un pilar básico y consolidado de la ciencia, sin embargo durante la segunda mitad del siglo XIX, y a pesar de esas reconocidas lagunas por parte del propio autor, apenas hubo debate que podamos llamar propiamente científico. En la mayoría de las ocasiones las discusiones se centraron en temas políticos, acusaciones religiosas y ataques personales. La réplica del mismísimo capitán Fitzroy quien, con la biblia en la mano, preguntaba “¿a quién vais a creer a Darwin o a Dios?” nos puede servir como claro ejemplo del escaso tratamiento científico de esta época.
Pocos fueron los detractores que hicieron un sincero esfuerzo para basar sus críticas en los aspectos estrictamente técnicos y científicos de la evolución… pocos, pero los hubo. Incluso en nuestro país, con un ambiente tan dividido, politizado e influenciado por la Iglesia, también contamos con un puñado de pensadores que, aún siendo contrarios a la evolución, realizaron sus críticas de una manera razonada y motivada.
No todo fue blanco o negro, también existieron algunos intelectuales a los que bien podríamos llamar “detractores amables” que atacaron el darwinismo desde un punto de vista científico como Juan Vilanova y Piera o José de Landerer, e incluso algunos de ellos fueron más allá y presentaron sus propias adaptaciones de la teoría de Darwin con los primeros intentos de consenso entre religión y evolución, como la protagonizada por Juan González de Arintero.
Después de los artículos anteriores de esta serie seguro que no es ninguna sorpresa para el lector saber que, a pesar de que la primera traducción del Origen de las especies en nuestro idioma tardó dieciocho años, apenas unos meses después de su publicación ya existían numerosas obras contrarias al darwinismo como la publicada por el Catedrático Luis Pérez en 1880 y titulada “Refutación a los principios fundamentales del Origen de las Especies” (PDF)
No hay que menospreciar la labor y la importancia científica en España de muchos intelectuales y científicos que se opusieron al darwinismo de una manera constructiva, el caso de Juan Vilanova y Piera es un buen ejemplo de ello. Su talante conservador y su fe religiosa le convirtieron en uno de los abanderados frente al darwinismo pero, al contrario de la tendencia general de ridiculizar y perseguir las tesis evolucionistas, Vilanova y Piera buscó siempre una respuesta científica y, a pesar de lo que se pueda pensar a priori, en más de una ocasión sus críticas estaban cargadas de razón.
En la década de 1870 una de las mayores grietas de las ideas darwinianas era la escasez de fósiles que pudieran completar las lagunas entre especies, eso que popularmente se comenzó a conocer como “eslabones perdidos”. Durante esa época hubo una verdadera fiebre paleontológica a la búsqueda de fósiles que conectaran especies actuales con sus parientes y descendientes lo cual desembocó en muchas afirmaciones incorrectas por parte de darwinistas convencidos de haber encontrado la clave de la línea evolutiva de algunas especies.
Viera y Piera argumentó razonadamente en contra de varios de estos “eslabones perdidos” como el Eozoon canadense (PDF) o el Protriton (PDF) que en aquellos años estaban haciendo furor entre los evolucionistas. El valenciano tenía razón pero a pesar de algunas pequeñas victorias como estas, su profunda fe religiosa le hizo mantenerse irreductible frente al imparable avance científico del darwinismo.
Avanzando algo más en el tiempo nos encontramos con la figura de Juan González Arintero, un dominico nacido en 1860 que se siente irremediablemente atraído por el estudio de la Naturaleza. En 1886 finaliza sus estudios en la Facultad de Ciencias Naturales de Salamanca y lo hace siendo un ferviente anti-evolucionista.
Sin embargo el tema le apasiona y comienza a estudiarlo en profundidad. Convencido de que las ironías, insultos y ataques personales no son las armas que se deben usar en un debate científico, Arintero realiza sus críticas al darwinismo desde un punto de vista objetivo y como ejemplo de este esfuerzo constructivo aparece su primera obra: “La evolución y la filosofía cristiana” (PDF) en la que tan solo en el primer volumen cita más de 150 monografías diferentes en sus argumentos.
Esta obra que en principio iba a ser un ambicioso proyecto de hasta ocho volúmenes nunca vería totalmente la luz (tan solo se publicaron la introducción y el primer volumen) puesto que conforme Arintero iba estudiando las tesis evolucionistas sus convicciones se iban mostrando cada vez más y más proclives a ellas.
El dominico no fue un caso aislado. Muchos otros críticos a ultranza del darwinismo experimentaron en ellos mismos una “evolución” hacia posiciones más conciliadoras e incluso algunos de ellos se terminaron convirtiendo en firmes defensores del evolucionismo.
Los argumentos y las pruebas experimentales que iban surgiendo a favor de la evolución llevaron progresivamente a Arintero a aceptar las tesis darwinianas, convencido de que su fe cristiana no se veía disminuida ni atacada por una verdad científica. Manteniendo sus principios religiosos intactos, Arintero se dispuso a crear una “teoría consensuada de la evolución” que también se conoce como “teoría arinteriana de la evolución de las especies” (PDF) en la que el dominico presentaba un conjunto de ideas que hoy encuadraríamos dentro del diseño inteligente.
Si dejamos a un lado los posibles aciertos o errores de la concepción arinteriana de la evolución, debemos valorar positivamente la labor de un dominico que aceptó valientemente las evidencias que aportaba la ciencia y que trabajó para que la religión no se opusiese frontalmente a ellas.
Este post ha sido realizado por Javier Peláez (@irreductible) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
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