Se llamaba Catherine Susan Genovese, conocida como “Kitty” Genovese, de 28 años, nacida en Nueva York, y murió apuñalada el 13 de marzo de 1964, hacia las 4:25 de la madrugada, cerca de su casa en Kew Gardens, Queens, Nueva York.
Dos semanas después, el 27 de marzo, el New York Times publicó un artículo sobre el crimen, en primera página, firmado por Martin Gangsberg, un periodista experimentado que consiguió un amplio reconocimiento con la noticia del asesinato de Kitty Genovese. Se titulaba “37 who saw murder didn’t call the police”. O sea, “37 que vieron el crimen y ninguno llamó a la policía”. Solo un testigo, el número 38, avisó a la policía. Ya era tarde, Kitty Genovese había muerto.
El relato de los hechos es como sigue, tal como lo cuenta Gangsberg. Kitty era la encargada de un bar en Queens y, después de cerrar, volvía a casa en la madrugada del 13 de marzo. Hacia las tres dejó su coche en el aparcamiento de la estación de tren de Kew Gardens, cerca de su casa. Vio a un hombre que se acercaba, se asustó y corrió hacia una cabina telefónica de la policía. Pero fue alcanzada por el hombre y apuñalada tres veces, en el abdomen y en la espalda, mientras huía hacia su casa a la vuelta de la manzana.
Mientras escapaba, Kitty gritó, pidiendo auxilio, varias veces. Las ventanas se abrían a las peticiones de Kitty y los vecinos gritaban al asaltante que dejara en paz a la chica. Kitty incluso gritó que se estaba muriendo. Otra vez se abrieron las ventanas y el asaltante montó en un coche y huyó. Kitty, caída en el suelo y herida, consiguió ponerse de pie y marchar hacia su casa. Entró en el portal y, entonces, volvió el asaltante, la encontró y, por tercera vez, la atacó y mató a Kitty.
A las 3:50 la policía recibió la primera llamada. Venía de una vecina de Kitty. Hubo quien declaró que tenía intención de avisar pero no lo hizo por no verse envuelto en el asunto. En dos minutos llegó la policía y encontró a la vecina, de 70 años, y a otra mujer en la calle, junto a Kitty. No había nadie más.
Los primeros párrafos del artículo de Gangsberg decían, literalmente, que “Por más de una hora 38 ciudadanos respetables y cumplidores de la ley de Queens vieron a un asesino perseguir y golpear a una mujer en tres ataques separados en Kew Gardens… nadie llamó a la policía durante el asalto; un testigo lo hizo después de que la mujer murió”. Como decía la cita, quizá apócrifa, de Edmund Burke, “Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada.” Es la consecuencia, dirán muchos después del asesinato de Kitty, de vivir en la ciudad, de la falta de cohesión de la comunidad que nos debe arropar, tan importante en el comportamiento de grupo de nuestra especie que evolucionó, por miles de años, en pequeños grupos familiares o, como mucho, tribales.
Días después, la policía detuvo a Winston Moseley, de 29 años, y lo acusó del homicidio. Era de Queens, como Kitty, tenía trabajo, casado con dos hijos y sin antecedentes. En la cárcel confesó el ataque a Kitty. Declaró que, simplemente, quería “matar a una mujer”. Además, confesó el asesinato de otras dos mujeres y otros 30 o 40 asaltos con violencia. Los psiquiatras, después de los análisis correspondientes, declararon que era necrófilo. La muerte de Kitty fue uno de los 630 asesinatos que ocurrieron en Nueva York aquel año de 1964.
Pasaron un par de meses y en junio se celebró el juicio de Winston Moseley. A pesar de los intentos de su abogado de que lo declarasen loco e irresponsable, la sentencia del jurado fue de culpabilidad. Fue condenado a muerte y, en apelación, tres años más tarde, la pena cambió a cadena perpetua. Todavía sigue en la cárcel. A sus 79 años, Winston Moseley es el recluso de más edad del sistema de prisiones de Nueva York.
El crimen fue, en las dos semanas siguientes, uno más de la crónica negra de Nueva York. Pero, una vez que Gangsberg publicó su crónica en primera plana en el New York Times, el público quedó impactado por la narración. Sobre todo se centró en aquel vecino que declaró que no se quería ver envuelto en el asunto. Era, para muchos, un ejemplo de la conducta de los neoyorquinos. Era la indiferencia de la gran ciudad. Como lo eran también, es obvio, todos los testigos, los 37 que se citan y, por extensión, todos los vecinos son censurados por la opinión pública.
Como era de esperar en una sociedad tan entregada a la psicología, comenzaron los análisis del suceso y se llegó a las conclusiones correspondientes. Por ejemplo, cuantos más testigos hay en un suceso, más difícil es que alguien tome la iniciativa y haga algo por la víctima. Es la psicología del grupo: yo no ayudo porque nadie lo hace y no quiero ser el tonto que se haga responsable, o no ayudo porque seguro que entre tanta gente hay alguien que sabe hacerlo mejor que yo y, además, no estoy seguro de qué hacer pues aquí hay muchos mirando, lo que me hace dudar de cómo intervenir. Es lo que se denomina la “teoría del testigo” o, quizá mejor, del “mirón”. Se parece al “efecto vaca”, tan habitual en los accidentes de tráfico.
Años más tarde, medio siglo después, comenzó la revisión del asesinato y de las consecuencias que tuvo, y Mark Levine y Alan Collins, de las universidades inglesas de Lancaster y Bristol, se centraron en el comportamiento de los testigos y en la interpretación que hizo Gangsberg de sus conductas.
Repasan el relato del crimen, con las declaraciones de los testigos y de los agentes que acudieron a Kew Gardens, en los expedientes de la policía y del juicio a Winston Moseley. El relato original había sido durante años esencial en los libros de texto de psicología en los temas sobre grupos sociales y en cómo la conducta del grupo modifica la conducta de los individuos y viceversa.
Por ejemplo, los autores examinan 10 textos de psicología publicados entre 1986 y 2005 y en todos aparece el relato del crimen en un lugar prominente. Todos aseguran que 38 testigos, 37 más el que llamó a la policía, oyeron y vieron el asesinato de Kitty y ninguno la ayudó y solo uno avisó a la policía. Medio siglo después, en 2014, de 38 textos examinados, la mayoría relatan una versión revisada y más ajustada a lo que ocurrió en la historia de Kitty y que repasaremos a continuación.
La historia que cuenta Gangsberg no está apoyada por evidencias demostrables. Veamos algunos datos. No todos los 38 testigos vieron el crimen. Como mucho, lo oyeron. Algunos llamaron a la policía con el primer ataque a Kitty. Ninguno de los testigos pudo ver ni, quizá, oír el asalto completo durante los 30 minutos que duró porque ocurrió alrededor de una manzana de casas con fachadas diferentes desde las que era imposible ver todo el suceso a la vez. Tal como parece que se desarrollaron los hechos, cada testigo solo pudo ver unos segundos de cada fase del crimen. Además, fueron dos ataques y no tres y el último dentro del edificio donde vivía Kitty con lo que los testigos potenciales eran muchos menos. Kitty todavía vivía cuando llegó la policía. Para terminar, nunca se hizo pública la lista con los nombres de los 38 o 37 testigos que se citaban en el artículo del New York Times.
En resumen, hay dudas de que los 38 (o 37) testigos vieran todo el ataque y, también, de que permanecieran inactivos y no llamaran a la policía. La historia de Gangsberg creó un mito que no se basaba en los hechos. No era un reportaje periodístico sino más bien una parábola sobre la vida en la gran e inhóspita ciudad. Que, además, acabó en los libros de texto porque estas historias son más fáciles de enseñar. Y se venden bien.
En fin, con la historia de los 38 testigos se justificó el peligro que suponen los grupos urbanos, sean activos, como las bandas o las hinchadas, o inactivos, como los vecinos del asunto que tratamos aquí. Todos suponen un peligro, por activa o por pasiva, porque son un riesgo, o un símbolo, de desintegración social. Aunque, en muchos casos, historias como esta ilustran conductas de grupos capaces de dar ayuda a quien lo necesite. Pero hay que reconocer que se sabe muy poco de los estímulos que consiguen que grupos sociales ayuden durante una emergencia. Por ejemplo, podemos recordar la masiva ayuda de voluntarios en catástrofes como las inundaciones de Bilbao de 1983 o la recogida del chapapote del Prestige en 2002 y 2003. La historia de Kitty Genovese, aún en el tiempo en que fue falsa, ayudó al desarrollo de proyectos sobre las ayudas de los grupos sociales en las emergencias. Y cambió nuestra perspectiva sobre la vida en las grandes ciudades. Que no es tan mala y cruel como se creía.
Referencias:
Gangsberg, M. 1964. 37 who saw murder didn’t call the police. New York Times March 27, p.1.
Griggs, R.A. 2015. The Kitty Genovese story in introductory Psychology textbooks: fifty years later. Teaching Psychology 42: 149-152.
Lurigio, A.J. 2015. Crime narratives, dramatizations, and the legacy of the Kitty Genovese Murder: A half century of half truths. Criminal Justice and Behavior DOI: 10.1177/0093854814562954
Manning, R., M. Levine & A. Collins. 2007. The Kitty Genovese murder and the social psychology of helping. American Psychologist 62: 555-562.
Sobre el autor: Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.
Rosalia Sanchez Ciganda
Lo que cambia la perspectiva de un hecho según la narración del mismo…
Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
Efectivamente, el artículo de Eduardo Angulo muestra eso entre otras cosas. Gracias por tu comentario Rosalia. Un cordial saludo.
Naia Pereda
Qué bueno el artículo. Lo he disfrutado. Gracias!
martha
Vi el documental y es tan subjetivo como acusan que fue la nota de NYT. Se enfocan en la psicología, en un titulo «agrandado» pero olvidan que el acusado pudo haber sido obligado a declararse culpable, la presión mediática fue tan grande que sin pruebas de ADN ni testigos lograron capturar al asesino «negro» y en cinco días…
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