En 2008 el Secretario de Estado de Salud del Reino Unido encargó a una comisión liderada por Sir Michael Marmot la elaboración de un informe acerca de las desigualdades de salud en el país. En 2010 se completó y se dio a conocer aquel informe. Los resultados pusieron de manifiesto la existencia de diferencias de salud muy importantes entre los ciudadanos británicos, dependiendo de su nivel socioeconómico.
El informe en cuestión –Fair Society, Healthy Lives (Sociedad Justa, Vidas Sanas)- no descubrió nada desconocido. Que la salud de las personas depende de su nivel socioeconómico es un hecho bien sabido. Aunque la salud se ve afectada por factores diversos, si se comparan, por ejemplo, los datos de esperanza de vida o de mortalidad infantil de diferentes países del mundo se observa que los habitantes de los países ricos viven, por regla general, más años que los de los países pobres y en aquéllos son muchos menos los niños y niñas que mueren a edades tempranas. También se observa que, en general, el crecimiento económico de los países viene acompañado por un aumento de la duración de la vida y una mejora de los indicadores del estado de salud de la población. Esas simples constataciones ponen de manifiesto el fenómeno al que me refiero.
Lo que puso en evidencia el informe Marmot, en realidad, fue que esas grandes diferencias no sólo se producen entre países, sino que dentro de un mismo país, también pueden llegar a ser importantes. Según datos aportados por la comisión, en el Reino Unido mueren un millón de personas por lustro a causa de condiciones de salud susceptibles de ser tratadas médicamente. Expresado de otra forma: si todos los ciudadanos británicos tuviesen la misma probabilidad de fallecer que los que tienen estudios universitarios, durante los años en que se hizo el informe habría habido del orden de 200.000 fallecimientos menos cada año. Hay que decir, no obstante, que si no hubiera diferencias en el estado de salud, esas 200.000 personas también acabarían muriendo, por supuesto, pero lo harían más tarde. Ganarían, por lo tanto, años y también calidad de vida.
El fenómeno no se circunscribe al Reino Unido, sino que tiene carácter general, dependiendo en cada caso, lógicamente, de las diferencias socioeconómicas que hay dentro de cada país. La Academia Nacional de las Ciencias de los Estados Unidos dio a conocer hace unos meses unos datos que van en la misma dirección. A la edad de 50 años, los más pobres (quienes se encuentran en el 20% más pobre de la población) tienen una esperanza de vida de 26,1 años; sin embargo, los que se encuentran en el otro extremo (quienes están en el 20% más rico) tienen a esa misma edad una esperanza de vida de 38,8 años. O sea, hay una diferencia de casi 13 años, y es una diferencia, por cierto, que ha aumentado en las últimas décadas.
La salud depende mucho de hábitos de vida tales como la alimentación, la actividad física o el consumo de drogas –incluidas el alcohol y el tabaco, por supuesto-. Pues bien, esos hábitos dependen en gran medida de la capacidad para adquirir y comprender la información relevante a esos efectos, algo que, por su parte, depende del nivel intelectual y formativo. Y dado que esto último está –ya desde las primeras etapas de la vida- muy condicionado por el nivel socioeconómico, el entorno social y la riqueza de la que dispone una persona acaban ejerciendo un efecto muy importante sobre su estado general de salud y, por ende, sobre la calidad y duración de su vida.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
Este artículo fue publicado en la sección #con_ciencia del diario Deia el 22 de noviembre de 2015.
Alberto Cifuentes
Espero que ese incremento de las diferencias se deba a un aumento de la esperanza de vida del sector más pudiente y no a una disminución del sector menos favorecido.
La educación y la formación son las herramientas que pueden proporcionarnos una vida más larga y con salud.
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