Ignacio Amigo
Estamos en un patio rodeado de edificios altos, en un barrio al norte de Berlín, durante los primeros años del siglo XX. Es mediodía y una multitud se agolpa alrededor de un caballo y un hombre con un sombrero chambergo en la cabeza. El hombre se llama Wilhem Von Osten, al caballo se le conoce en toda la ciudad como Kluge Hans, “Hans el listo”. El apodo no le viene por casualidad. Cuando Von Osten le pregunta cuánto suman dos y tres, Hans levanta su pata derecha y golpea cinco veces en el suelo. Si la pregunta es cuánto es cuatro por dos, Hans no lo duda y golpea ocho veces el suelo. A cada respuesta correcta, Von Osten premia al animal con algunas zanahorias que saca del bolsillo. Pero Hans no solo resuelve operaciones aritméticas. Con ayuda de una pizarra con letras y sílabas, es capaz de deletrear palabras o componerlas para responder a preguntas como “¿qué lleva ese señor en la mano?”. Si se le enseña un reloj, sabe decir qué hora es. Si lo que se le muestra es una moneda, sabe decir su valor. Se sabe el calendario de memoria y puede decir en qué día de la semana cae cualquier fecha del año. En lo que respecta a la música, Hans no solo tiene oído absoluto, sino que identifica correctamente intervalos y notas disonantes en acordes. Sus golpes de pata son tan elocuentes como palabras.
¿Cómo lo hace? Nadie lo sabe seguro. Para muchos, Von Osten es simplemente un farsante, un embustero que mediante algún truco es capaz de transmitir al caballo las respuestas correctas. Sobre cuál sería ese truco hay diversidad de opiniones, pero ninguna de ellas es muy sólida. Otros niegan que Hans tenga capacidad de pensar, pero aceptan que sea capaz de leer la mente. Y por último están los que encuentran en Hans la prueba de que los animales pueden razonar y concebir pensamientos abstractos.
Recordemos que estamos viviendo una época en la que las ideas de Darwin están en boga y el evolucionismo es el nuevo paradigma. Para muchos psicólogos, el ser humano se ha convertido en un animal más y sus diferencias con el resto de especies no son más que cuantitativas, incluso en lo que a la existencia de una conciencia se refiere. Pero otras escuelas de psicología mantienen todavía la noción clásica, la de Aristóteles y los estoicos, y más tarde apadrinada por la Iglesia católica, que acepta que los animales tengan algo parecido a una conciencia, pero muy limitada, y por supuesto desprovista de cualquier capacidad conceptual, estética o moral. Hay, por lo tanto, dos polos de pensamiento: uno formado por los que tienden a alejar la conciencia de animales y humanos, y otro por quienes tienden a acercarlas. Y el caso de Hans aparece en el momento perfecto de esta encrucijada como una posibilidad de inclinar el fiel de la balanza hacia un lado o el otro.
La primera investigación
Situémonos ahora en 1904. A medida que se han ido sucediendo los espectáculos en el patio de Von Osten, la fama de Hans ha ido creciendo por todo el país e incluso se habla de él en el extranjero. The New York Times le dedica un reportaje ese mismo año. Von Osten busca el reconocimiento de la comunidad científica, escribe cartas a distintos ministerios y finalmente acude a la Junta de Educación alemana que, incapaz de formular una opinión, indica a Carl Stumpf, a la sazón director del Instituto de Psicología de Berlín, para que investigue el caso.
En julio Stumpf visita a Von Osten para interesarse por el método de instrucción que ha usado con Hans. Von Osten es un hombre mayor, rondando los setenta años, con el pelo y la barba blancos. No es adiestrador profesional de caballos sino un profesor de matemáticas jubilado, y por ello su técnica tiene más de pedagogía que de adiestramiento. Durante cuatro años, todos los días a la misma hora Von Osten saca a Hans al patio y le pone delante de sus artilugios de escuela: una tabla con los números del uno al cien, un ábaco, una calculadora, una pizarra con letras y sílabas, un órgano de una escala. Ante la mirada socarrona de sus vecinos, Von Osten enseña pacientemente al caballo los rudimentos de las matemáticas, la lengua y la música. Nunca usa el látigo para castigarle, aunque eso quizás se deba a que es un alumno extraordinario: una vez aprendidas las operaciones más sencillas, Hans es capaz de responder correctamente a cálculos más complejos para los que no ha sido instruido, prueba clara de su capacidad de pensamiento abstracto.
Algunas semanas después de la visita de Stumpf a Von Osten, aparece en Berlín Carl Georg Schillings, un famoso zoólogo y explorador de África. Visita el patio de Von Osten y, aunque al principio se muestra escéptico, pronto se convence de que allí no hay truco. Entusiasmado, aparece casi todos los días con amigos y conocidos para enseñarles las virtudes del caballo. Pronto Schillings aprende a formular preguntas a Hans y obtener respuestas correctas, incluso aunque Von Osten no se encuentre presente. Para el público habitual del patio esto supone un cambio importante, ya que significa que o bien Schillings está compinchado con Von Osten (y la mera sospecha de algo así es una afrenta al honor de tan respetado científico) o realmente allí no hay truco y el caballo es realmente capaz de hacer cosas increíbles.
En septiembre Stumpf establece una heterogénea comisión para investigar el caso. La forman trece personas entre las que se cuentan un director de circo, dos militares del Ejército retirados, un par de nobles aristócratas, el director del zoológico de Berlín y un veterinario.
Las primeras pruebas tienen lugar el 11 de septiembre. Sin que Von Osten lo sepa, la comisión se reparte la tarea de vigilar las diferentes partes de su cuerpo mientras pregunta al caballo para intentar detectar si hay algún tipo de señal. Von Osten hace algunos de los trucos habituales: Hans deletrea varias palabras, acierta el color de los trapos que le presentan y reconoce a un señor mediante una fotografía. Al acabar se retiran y la comisión se reúne. Ninguno de los miembros ha sido capaz de observar nada raro.
Al día siguiente se hacen nuevas pruebas, incluidas algunas en las que las preguntas las formulan personas diferentes a Von Osten. Se escriben los nombres de los miembros de la comisión en papeles y se cuelgan. Hans identifica correctamente en qué papel está escrito el nombre de cada miembro. También cuenta correctamente personas y ventanas de edificios cercanos. Al igual que el día anterior, nadie sabe cómo lo hace.
Esa misma tarde la comisión emite un comunicado en el que concluye que Von Osten no usa ningún tipo de truco para comunicarse con el caballo, destacando el hecho de que Hans es capaz de responder a preguntas formuladas por otras personas. La nota especula con que el método por el cual Von Osten educó al caballo pueda explicar por qué Hans es capaz de responder correctamente a cuestiones tan complejas. El comunicado termina con una recomendación de que el caso se estudie más a fondo.
El secreto de Hans
Al acabar la primera investigación Stumpf se ve obligado a abandonar Berlín y deja a Schillings al mando. Le asigna como ayudante a uno de sus alumnos, Oskar Pfungst, que, aunque nunca llegará a completar su doctorado, se convierte en el héroe de esta historia.
Hay un detalle importante que a Pfungst no se le pasa por alto: hay preguntas que Hans no sabe contestar. Es incapaz, por ejemplo, de responder cuando se le formulan cuestiones en un idioma distinto al alemán, lo que se puede explicar por su falta de instrucción en otras lenguas. Pero también falla estrepitosamente cuando quien le hace la pregunta desconoce la respuesta. Von Osten justifica este comportamiento alegando que Hans es capaz de percibir la ignorancia del interrogador y pierde el respeto por él, negándose a responder o respondiendo cosas absurdas.
Pfungst entiende que las excepciones son puntos interesantes para enfrentar un problema, y por eso uno de sus primeros experimentos consiste en enseñar una carta a Hans de manera que únicamente él pueda verla. Cuando a continuación le pregunta el número de la carta, Hans falla. Repite el experimento mirando la carta antes de enseñársela a Hans, y ahora Hans acierta. Pfungst aplica este procedimiento con otros de los trucos y observa sistemáticamente que Hans solo consigue acertar cuando el que formula la pregunta conoce la respuesta. La explicación parece clara: Hans no sabe ni leer ni deletrear, no conoce los números y, por supuesto, no es capaz de realizar operaciones matemáticas. Su virtud consiste en saber extraer la respuesta correcta de la persona que le pregunta.
Una vez descubierto el qué se procede a investigar el cómo. Hans parece no necesitar el sentido del oído para responder, ya que da la respuesta correcta incluso aunque el interrogador formule la pregunta hacia dentro, sin emitir ningún sonido. Sin embargo, la vista es fundamental. Cuando le tapan los ojos con telas, Hans se revuelve y busca librarse de ellas para poder observar a quien le pregunta. Cuando consiguen evitar que lo haga, Hans responde incorrectamente.
A medida que los test se suceden, Pfungst se vuelve más observador. Von Osten es un personaje muy vivaz, se mueve constantemente y resulta difícil intentar distinguir lo superfluo de lo que puede ser importante. Pero finalmente Pfungst lo consigue: cada vez que Von Osten formula una pregunta hace una pequeña inclinación involuntaria con la cabeza y el tronco. Justo a continuación, el caballo comienza a golpear el suelo con su pata derecha. Al llegar al número correcto, Von Osten hace otro gesto casi imperceptible con la cabeza y Hans para de golpear. Pfungst comprueba que evitando estos movimientos, Hans no sabe responder. Usándolos voluntariamente, se puede hacer que Hans responda cualquier número, incluso sin formular ninguna pregunta. El secreto de Hans ha sido descubierto y de un plumazo los caballos vuelven a convertirse en seres sin capacidad de pensamiento abstracto.
El legado de Hans
Pfungst contó la historia de Hans en 1907 en un libro titulado Das Pferd des Herrn von Osten (El caballo de Von Osten). La introducción es de Stumpf y es divertido leer las excusas con las que justifica su fracaso en la primera investigación y el embarazoso error de deslizar en la conclusión del informe que las virtudes de Hans podrían deberse a la educación atípica con la que Von Osten le había instruido. Sin embargo, en su honor hay que decir que tiene la grandeza de reconocer abiertamente que el mérito es de Pfungst.
Tanto Pfungst como Stumpf rechazaron considerar a Von Osten un impostor: siempre se mostró dispuesto a colaborar, les enseñó todo el inventario de artilugios con los que había educado a Hans y varios vecinos confirmaron que durante años instruyó al caballo en el patio, a la vista de todo el mundo. Además, nunca cobró por enseñar a Hans e incluso llegó a rechazar una jugosa oferta que un vodevil local le hizo poco después de conocerse el informe de la primera investigación. Von Osten nunca aceptó la explicación de los movimientos involuntarios y siguió haciendo shows con Hans hasta su muerte en 1909.
¿Qué podemos aprender de la historia de Hans? La lección más evidente quizás sea la identificación del llamado efecto Clever Hans, un concepto que hoy se usa en psicología para referirse a las señales que inadvertidamente se transmiten desde el interrogador hacia el interrogado, sea este último animal o humano. Los perros usados en la detección de droga, por ejemplo, son susceptibles a él y tienden a seguir las sospechas de sus amos. Pero quizás uno de los casos más graves en los que el efecto Hans ha jugado un papel decisivo sea en el de la “comunicación facilitada”, un sistema que se popularizó en los años 70 para intentar comunicarse con pacientes autistas. Para ello se requería un tablero con letras y la intervención de una persona que actuase de mediadora, ayudando a guiar la mano del paciente para formar palabras. A pesar de cierto entusiasmo inicial, pronto se vio que cuando el mediador desconocía la respuesta, el paciente no era capaz de responder. Pero para entonces el mal ya estaba hecho y la técnica “destapó” cientos de supuestos casos de abusos sexuales que solo existían en la imaginación inconsciente de los mediadores. Aunque se consiguió demostrar que la comunicación no era real, en muchos casos las consecuencias fueron desastrosas.
Y es que Hans no conoce fronteras, es capaz de colarse hasta en los laboratorios, aunque todavía estemos empezando a vislumbrar sus implicaciones. Sirva como ejemplo un estudio reciente en el que se demostró que los ratones de laboratorio son susceptibles al género de los investigadores. Cuando los ratones son manipulados por varones, se estresan y producen sustancias anestésicas que les hacen resistir mejor el dolor. El efecto no se observa cuando las investigadoras son mujeres, pero puede ser inducido simplemente introduciendo en la sala de experimentación una camiseta que haya sido usada por un hombre. Es decir, el propio interrogador modifica inconscientemente la respuesta del interrogado. ¿Cuántos trabajos científicos publicados y replicados esconderán un efecto Hans en sus resultados?
Pero la historia de Hans también es una bonita fábula sobre la naturaleza humana y nuestra forma de enfrentarnos a lo desconocido. Por un lado nos muestra que incluso los fenómenos más bizarros pueden ser explicados lógicamente. En este sentido, Pfungst encarna a la perfección la imagen arquetípica del científico que no se deja derrotar por las apariencias y mediante rigor y paciencia acaba encontrando una solución razonable a un problema aparentemente inexplicable. Pero por otro lado, la historia también ilustra uno de nuestros fallos de razonamiento más habituales, el falso dilema, que consiste en limitar a dos opciones (“o Von Osten miente o Hans piensa”) la solución a un determinado problema. La realidad, por suerte, suele usar una paleta más amplia de colores.
En ese sentido cabe preguntarse qué papel habríamos jugado cada uno de nosotros si hubiéramos sido espectadores del patio de Von Osten. ¿Habríamos caído en el falso dilema? ¿Seríamos parte de la multitud que creía que Hans razonaba? ¿O estaríamos entre los que acusaban a Von Osten de ser un impostor? Como dice Pfungst, entre estos últimos se contaban no solo los “estúpidos”, sino también gente formada pero “que considera que todo lo inusual es contrario a la razón”. Lo cierto es que si Pfungst se hubiera limitado a acusar a Von Osten de ser un fraude, apelando a que es imposible que un caballo razone, la ciencia no hubiera aprendido nada de Hans. Quizás esta sea una buena moraleja para esta historia: reivindicar el lugar de la ciencia entre la incredulidad obtusa y el candor inocente, manteniendo un pensamiento crítico sin perder la mirada ingenua.
Sobre el autor:
Ignacio Amigo es actualmente investigador post-doctoral en la Universidad de Sao Paulo (Brasil). Se licenció en bioquímica en la Universidad Complutense de Madrid y se doctoró en biología molecular por la Universidad Autónoma de Madrid (CBMSO). Investiga sobre patologías encefálicas provocadas por la dieta.
Manuel López Rosas
Excelente artículo y muy procedentes los comentarios para no reducir la interrogación y el diálogo con el mundo a una cuestión de bites y bytes.
Gracias por esta formidable mirada panorámica al interesantísimo caso de Hans, ¿»el caballo pensante»? y los importantes avances que se hacen en los límites del área observada. 🙂