Antonio Casado da Rocha
Para celebrar el 5º aniversario de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU, en junio de 2016, participé en un vídeo dirigido por José A. Pérez Ledo que recogía diversos testimonios y reflexiones sobre la cultura científica, sus fines y su promoción. Como suele ocurrir, por falta de tiempo el montaje sólo pudo recoger algunas declaraciones, y en las mías yo sostenía que la ciencia es cultura, cultura básica, y que la necesitamos no sólo para comprender el universo, sino también a nosotros mismos, porque la ciencia condiciona el modo en el que comprendemos el mundo, la naturaleza y la sociedad. Por eso veo la ciencia dentro de la cultura, sin buscar el enfrentamiento entre ambas, porque todas las ciencias (incluidas las ciencias humanas, humanidades, artes, letras o comoquiera las llamemos) están implicadas en una búsqueda de la unidad del conocimiento en la que todas y todos tenemos algo que aprender.
A veces para entender mejor algo es útil imaginar cómo sería el mundo si nos faltase. En el vídeo, mientras hablaba yo sostenía en la mano un teléfono móvil, un producto del desarrollo científico-tecnológico; difícil imaginar cómo nos las arreglaríamos ahora sin él. Sin ciencia nuestro mundo sería muy distinto, pero no sólo porque nos faltarían ciertos objetos útiles, sino porque nuestra propia forma de entender el mundo cambiaría de manera sustancial.
Aunque la ciencia moderna tiene su historia, no conozco ninguna época de la humanidad desprovista de alguna clase de avance científico-técnico, ni tampoco de retrocesos: no tenemos ninguna garantía de progreso. Aquello que hace posible la ciencia es algo tan poderoso como frágil, robusto y precario a la vez: comunidades de discusión que comparten ciertas prácticas y van estableciendo maneras de reproducirlas y evaluarlas en una búsqueda siempre falible, tentativa e inacabada de la mejor aproximación a la verdad que tengamos a cada momento. Esta tensión es lo que tenía en mente al hablar, y a menudo vuelvo a ella cuando releo el párrafo inicial de Tras la virtud, un clásico de la ética en el que Alasdair MacIntyre nos propone la siguiente situación, habitual en el género de ciencia-ficción:
“Imaginemos que las ciencias naturales fueran a sufrir los efectos de una catástrofe. La masa del público culpa a los científicos de una serie de desastres ambientales. Por todas partes se producen motines, los laboratorios son incendiados, los físicos son linchados, los libros e instrumentos, destruidos. Por último, el movimiento político «Ningún-Saber» toma el poder y victoriosamente procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades apresando y ejecutando a los científicos que restan. Más tarde se produce una reacción contra este movimiento destructivo y la gente ilustrada intenta resucitar la ciencia, aunque han olvidado en gran parte lo que fue. A pesar de ello poseen fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. Pese a ello todos esos fragmentos son reincorporados en un conjunto de prácticas que se llevan a cabo bajo los títulos renacidos de física, química y biología. Los adultos disputan entre ellos sobre los méritos respectivos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y la teoría del flogisto, aunque poseen solamente un conocimiento muy parcial de cada una. Los niños aprenden de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que están haciendo no es ciencia natural en ningún sentido correcto.” (MacIntyre 1984: 16)
Es un experimento mental, pero conviene recordar que la situación descrita por MacIntyre no es tan improbable como podría parecer. De hecho, realmente existió un movimiento político llamado «Ningún-Saber» (Know-Nothing) en los EEUU a mediados del siglo XIX: ante el colapso del sistema bipartidista propuso un programa de reformas xenófobas. No duraron mucho, pero en 1854 (el año que Thoreau publicaría Walden) los Know-Nothing ganaron las elecciones en Boston, Salem y otras ciudades de Nueva Inglaterra. Y una vez tomado el poder, puede suceder cualquier cosa; es bien sabido que la Biblioteca de Alejandría, la mayor del mundo antiguo, fue destruida en torno al s. III; no sería la última vez que un movimiento de reacción contra el conocimiento científico se dedicase a la destrucción o prohibición de sus prácticas y sus resultados.
Pero, sobre todo, el pasaje me interesa porque una vez planteada la situación MacIntyre hace una distinción importante. No confundamos la ciencia con sus producciones materiales, como el teléfono móvil del que hablaba antes. La ciencia es ante todo una cultura, y de hecho MacIntyre emplea esa palabra, “cultura”, inmediatamente después del pasaje que he citado, asociada a “ciertos cánones de consistencia y coherencia”, así como a “los contextos que serían necesarios para dar sentido” a todas esas actividades y fragmentos que tras la catástrofe los ilustrados están intentando recuperar. No lo consiguen porque la ciencia no consiste meramente en ciertos objetos o instrumentos, separados de las prácticas que los requieren y que surgen de complejos contextos sociales. La ciencia se sostiene en una cultura.
No obstante, tal vez porque “la ciencia, incluso en sus aspectos más elementales, sigue siendo una gran desconocida para la mayoría de la sociedad” (Barral 2008: 10), la imaginación popular tiende a identificarla con sus instrumentos o sus resultados: materiales, productos, textos y diagramas. Que pueden ser estéticamente muy atractivos, que forman parte de la ciencia, pero que no son lo esencial de ella. Es aquí donde creo que el arte contemporáneo puede echarnos una mano. Y de paso reforzar mi hipótesis (esa palabra griega que significa “puedo equivocarme pero”) de la unidad del saber, de que ciencias y humanidades pueden colaborar juntas en la creación de conocimiento.
Resulta que después de la grabación del vídeo, en el mes de julio, asistí a otro evento en la Tabakalera de Donostia, dentro de su programa cultural de verano. Se trataba de “Ciencia ficción”, una performance en la que la artista Cristina Blanco utiliza teorías científicas interpretadas de una manera muy personal. El espectáculo, por llamarlo de alguna forma, ha sido presentado en diferentes versiones a lo largo de los años en museos, universidades y centros de cultura contemporánea como el CCCB, el MACBA, el MUSAC, La Pedrera o el Teatro de la UAB, pero en lo esencial me recordó al experimento mental de MacIntyre, sólo que sin apocalipsis. En las diferentes versiones de “Ciencia ficción” se presenta una situación en la que se mira a la ciencia desde fuera, desde la extrañeza, sin entenderla desde dentro. Pero esa extrañeza la vuelve atractiva, bien como objeto de indagación artística o como mero entretenimiento, explorando mediante vídeos, textos, canciones, blogs u otros recursos de internet algunas de las innumerables posibilidades que ofrece la ciencia, especialmente a aquellas personas que no saben nada de ella, que son muchas. [El video de la actuación en el CCCB de Barcelona dentro del festival LP11 de La Porta puede verse más abajo]
En lugar de fingir un conocimiento que no se tiene, “Ciencia ficción” parte del asombro asumido con naturalidad y ensaya diferentes posibilidades de compartir historias que proceden de la ciencia pero desde una perspectiva experimental que es artística, no científica. Como declaró la artista en un encuentro en MediaLab Prado, “cuando escribí el proyecto mi idea era hacer una pieza escénica basada en teorías científicas. Yo no tengo ni idea de ciencia. Esto pretendía ser un acercamiento a la ciencia, ponerme a estudiar cosas que siempre me han encantado, y que a mí me flipan, pero yo no entiendo nada … mi mente no es nada científica; yo le doy una explicación a todo algo absurda, desde el punto de vista de los niños, porque te falta información”. En otras palabras, tomar elementos de la ciencia y utilizarlos como materia prima para el arte contemporáneo, desde lo más pequeño a lo más grande: “hacer una performance con células” (o con partículas), “intentar meter el universo en un teatro”.
Naturalmente, no es la primera vez que se intenta esta clase de hibridación entre artes y ciencias. La artista islandesa Björk, en su disco Biophilia y los materiales asociados que luego se han difundido por diversos medios, incluyendo aplicaciones para tableta o exposiciones en museos, juega también con las posibilidades musicales y poéticas de la ciencia, en especial de la biología. A mi juicio, el encanto de la pieza de Cristina Blanco reside en cierta actitud naif a la que no le importa reconocer que no sabe de ciencia, y eso le hace ganarse la simpatía de la audiencia; al fin y al cabo, cuánto más sabemos de ciencia también aumenta el círculo de lo que ignoramos (tomo la imagen de mapping ignorance, otra de las iniciativas de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU).
Así pues, “Ciencia ficción” libera a los espectadores de la pretensión de saber cómo funciona la ciencia, pero no les prohibe divertirse con ella, a la vez que juega con los paralelos entre arte y ciencia para explorar temas como la incertidumbre, la precariedad o la innovación. Por ejemplo, tras leer una cita de la Brevísima historia del tiempo de Stephen Hawking en el encuentro de Medialab, Cris Blanco reconoce que “a mí esto me alucina, y de ahí la parte de ficción: las teorías que sólo existen en nuestra cabeza […] yo flipo bastante con esto, pensando en la gravedad; los científicos no te pueden asegurar que la siguiente vez que tiren la manzana vaya a caer hacia abajo; no te pueden decir que no: si la estuviéramos tirando todo el rato, no te pueden asegurar que una vez no vaya para arriba; pensé en hacer este tipo de demostraciones en ‘Ciencia ficción’, podría pasarme todo el tiempo tirando la manzana, porque si de repente sube hacia arriba ya tengo el espectáculo hecho [risas]”. Otro ejemplo: “a mí hace gracia porque me suena muy raro, pero cuando Galileo dijo que la tierra era redonda [sic] la peña de su época era como: ‘sí, claro’…”
El espectáculo se construye entonces a partir de la narración informal de experiencias rozando lo friki: vídeos caseros, conversaciones absurdas, especulación a partir de subproductos científicos, cierto aire de parodia del abuso del powerpoint, tan frecuente en la docencia, la navegación no lineal por una serie de nodos sin más conexión que la surgida por los azares de la navegación en la web. Es una experiencia similar a perder el tiempo con tus amigos viendo vídeos de YouTube sin un plan fijo: un vídeo lleva a otro, y conforme vas avanzando se lo vas contando a otros youtubers en potencia, ensayando el monólogo, el humor, la (semi)improvisación o el karaoke sobre esas imágenes en movimiento, sacadas de un microscopio, de un telescopio o de las mil historias bizarras de la exploración espacial. Es un acercamiento sentimental, no intelectual: por ejemplo, desconoce cómo se lleva una misión espacial a Marte pero escribe e interpreta una canción de amor a los robots Spirit y Opportunity, los dos vehículos exploradores que ya están participando en ella. De esa manera, Cris Blanco expone un proceso no terminado ni perfecto, pero que puede derivar en musical, en charla, en clase, en confesión, y en un retrato de la cultura científica mayoritaria que, tal vez sin pretenderlo, a mí me parece muy acertado. Cristina se engancha a los vídeos y blogs que detallan algún aspecto curioso de la actividad científica como otros se enganchan a la serie The Big Bang Theory con sus nerds. Y nos lo cuenta ejemplificando de manera performativa las mil maneras de “estar en escena y de acercarse a la performance contemporánea”, como dice David Rodríguez.
¿Es cultura científica un espectáculo como “Ciencia ficción”? En un sentido restringido, no, ya que no hay transmisión de conocimientos y los espectadores no salen sabiendo más ciencia de lo que entraron. Pero no vayamos tan deprisa. Cuando se habla de comunicación científica, a veces el énfasis se pone en los emisores de conocimiento, la comunidad científica, y no tanto en los receptores. Cris Blanco hace justo lo contrario: prescinde de los científicos y acepta la ciencia desde fuera de esas prácticas que hacen que la ciencia sea ciencia. “Ciencia ficción” no es cultura científica si por esta entendemos sólo la comunicación científica, la transmisión o divulgación de conocimientos al público lego. Pero, en un sentido más amplio, lo que (nos) hace Cris Blanco sí es cultura científica, porque estimula la curiosidad y el asombro por la ciencia en el receptor, ampliando la paleta emocional de reacciones ante la ciencia y sus (sub)productos. Aunque los personajes de The Big Bang Theory sean estereotipos (González y Leal 2010) y la serie como tal tampoco transmita conocimientos científicos, si consiguen hacer de la ingeniería o la física una profesión que se considera atractiva, si retratan la vida más o menos idealizada de una comunidad de jóvenes científicos, entonces son también parte de nuestra cultura científica, ¿o no? Tal vez tengamos que volver a pensar qué entendemos por cultura, incluyendo también a la cultura científica. Para empezar, esta definición me parece lo suficientemente general:
“La cultura es a la sociedad lo que la memoria es a la persona. Especifica maneras de vivir que han demostrado ser históricamente eficaces, maneras de lidiar con situaciones sociales y maneras de pensar acerca de uno mismo y del comportamiento en sociedad que han sido reforzadas con anterioridad. Incluye sistemas simbólicos que facilitan la interacción (Geertz 1973), reglas del juego de la vida que han ‘funcionado’ en el pasado. Cuando una persona se socializa en una determinada cultura, esa persona puede usar las costumbres como sustitutos del pensamiento y así ahorrar tiempo.” (Triandis 1989: 511-12)
Es decir, la cultura científica sería aquello que nos permite no tener que reinventar la ciencia a cada momento, algo crucial para el avance científico y tecnológico. Al igual que con MacIntyre, en la definición el énfasis no se pone tanto en los símbolos o productos (el teléfono móvil, por seguir con el mismo ejemplo) como en la interacción que facilitan, esas prácticas que hacen posible la tradición pero también la innovación. Tener un buen nivel de cultura científica facilita a las personas y a las sociedades la innovación porque no se pierde tiempo en estar probando una y otra vez lo que ya sabemos y así la interacción no tiene que partir de cero. Pero esta innovación no sólo es tecnológica, es también social. En el modelo clásico de comunicación del conocimiento científico a los legos, la cuestión se plantea en términos de cómo “traducir” el lenguaje de la ciencia a un lenguaje comprensible por la ciudadanía, y de cómo “alfabetizar” a esta hasta alcanzar esa comprensión pública de la ciencia. Pero el modelo de la cultura científica es algo más amplio: no se centra sólo en la comunicación de conocimientos, sino que incluye también los valores y las representaciones de la ciencia (Albornoz 2014: 72).
En definitiva, puede que la representación de la ciencia en “Ciencia ficción” sea naif o friki, pero en la medida en que la hace sentimental o estéticamente valiosa a su público, integra la ciencia en la cultura contemporánea y eso es clave para una sociedad que quiera avanzar e innovar. Ahora bien, la apreciación estética no es suficiente, y la cultura científica ha de incluir un componente crítico que también apunta hacia lo ético-político. No basta con una cultura científica meramente apreciativa, que sólo se dedica a ensalzar o a celebrar la ciencia; la paleta de recursos de la divulgación científica no puede reducirse a suscitar sorpresa, curiosidad o asombro, porque quien sabe de ciencia también sabe ver mejor sus problemas y riesgos (como nos recuerda Juan Ignacio Pérez, el reconocimiento de su debilidades es lo que hace poderosa a la ciencia). La cultura científica es algo más que tener unos conocimientos generales. No sólo implica conocer los factores que influyen en la ciencia y las condiciones en que se investiga y se crea; implica también saber más acerca de sus riesgos y consecuencias a partir del conocimiento experto disponible, que a menudo no está exento de controversia (Gómez Ferri 2012: 29). No hasta el punto de querer acabar con la ciencia, como en el ejemplo de MacIntyre, sino para poder integrar mejor sus logros en la cultura general, porque a ninguna sociedad le conviene limitarse a “consumir” ciencia sin socializar las prácticas que la hacen inteligible y, a la larga, perdurable.
Referencias:
Albornoz, Mario (2014) Cultura científica para los ciudadanos y cultura ciudadana para los científicos. Revista Luciérnaga, Universidad Autónoma de San Luis Potosí 6(11): 71-77.
Barral, Miguel (2008) Que la ciencia te acompañe. A Coruña, Le pourquoipas.
Gómez Ferri, Javier (2012) Cultura: sus significados y diferentes modelos de cultura científica y técnica. Revista iberoamericana de educación 58: 15-33
González, I. J. G., & Leal, I. J. G. (2010) Análisis de contenido de los estereotipos presentes en The Big Bang Theory. Razón y palabra 72: 45-17.
MacIntyre, Alasdair (1984) Tras la virtud. Barcelona, Crítica, 1987.
Blogs: Cris Blanco; David Rodríguez .
Sobre el autor:
Antonio Casado da Rocha es investigador titular en el Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social, UPV/EHU. Su trabajo se desarrolla en el campo de la bioética en sentido amplio, comprendiendo tanto la ética asistencial como la ética ambiental y la ética de la investigación científica, con especial atención a sus aspectos narrativos.
Manuel López Rosas
Muy sugestivas las siguientes líneas citadas en esta entrada del blog: «…Cuando una persona se socializa en una determinada cultura, esa persona puede usar las costumbres como sustitutos del pensamiento y así ahorrar tiempo.” Seguramente el ahorro es y no es, en tanto noción económica, por ejemplo, el sentido de lo comentado.
Cómo la ciencia, sus productos, y otros supuestos desconocidos están integrados en la trama de nuestra acción cotidiana resulta de gran alcance par volver a reubicar el lugar de muchos componentes de lo que somos y lo que hacemos.
Me ha llevado por cierto, más tiempo de lo esperado, leer esta entrada con todas sus referencias. Gracias.
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