Hasta mediados del siglo XVIII el nombre de los compuestos y procesos químicos era, siendo generosos, un galimatías ininteligible salvo para los muy iniciados. Esta falta de sistematización y exceso de localismos impedían la comunicación y, con ello, el avance de la química. Una de las mayores aportaciones de Lavoisier a la química fue precisamente organizar a sus colegas para crear una nomenclatura sistemática justo antes del estallido de la Revolución Francesa. La extensión de la Revolución por Europa llevó con ella la adopción de la nueva nomenclatura química, cuyos rudimentos hoy, con las modificaciones y ampliaciones introducidas a lo largo de los siglos XIX y XX, los alumnos de secundaria del XXI se esfuerzan por aprender. Esta es su historia.
La nomenclatura francesa de 1787 fue el trabajo de Louis-Bernard Guyton de Morveau (quien comenzó el proyecto en 1782) junto a Antoine-François de Fourcroy, Claude-Louis Berthollet y Antoine-Laurent de Lavoisier. Si idea básica hoy nos puede parecer muy simple, pero en su momento fue una revolución: identificar un compuesto de forma unívoca usando dos nombres que tuviesen que ver con su composición.
Podemos encontrar precedentes de la idea en un texto de Oswald Croll de 1609, Basilica chymica, y en los esfuerzos en los años setenta del XVIII de Torbern Bergman por sistematizar la mineralogía y la química usando el latín tal y como su compatriota Carl Linnaeus había hecho con la taxonomía de los seres vivos. Por otra parte, en 1746 el Real Colegio de Médicos de Francia publicó un diccionario que influiría mucho en el de química que publicó Pierre-Joseph Macquer en 1766. En este diccionario ya aparece el principio de que el nombre de una sustancia debería reflejar su composición más que su origen geográfico, extractivo o sus características observables.
Lavoisier fue el encargado de proveer una legitimación filosófica al proyecto. La necesidad de una nueva nomenclatura podía justificarse a partir de la filosofía del lenguaje de Étienne B. de Condillac empleando una argumento expresable de forma muy breve: un lenguaje construye una ciencia (“une langue bien faite est une science bien faite”).
La nueva nomenclatura eliminó el flogisto del vocabulario científico y, con ello, de la teoría química. Organizó 33 sustancias simples en 4 categorías y nombró a un compuesto en función de los dos elementos que formaban los “radicales” que se suponía que lo constituían. El sistema subordinaba por tanto los lenguajes seculares de la metalurgia, la farmacia y la elaboración de tejidos a una nueva lógica dualista. El blanco de plomo pasaba a ser “óxido de plomo” y el aire pestilente, “hidrógeno sulfuratado”.
Con todo, el uso de la lógica tuvo sus límites. Así, por ejemplo, el “principio acidificador”, el elemento cuya participación convertía la sustancia en un ácido, y que Lavoisier llamó por ello en su momento “oxígeno”, tendría que haber cambiado de nombre cuando Humphry Davy encontró que existía al menos un ácido, el muriático (HCl), que no contenía oxígeno. Pero el nombre se mantuvo.
Los químicos alemanes aceptaron la idea general, no así algunos nombres demasiado franceses. Para los alemanes el oxígeno siguió siendo, y lo es hoy día, Sauerstoff (la “sustancia” de los ácidos); el hidrógeno, Wasserstoff (la “sustancia” del agua); el carbono Kohlenstoff (la “sustancia” del carbón).
Con el tiempo se retomaron algunas formas de la nomenclatura tradicional. La más significativa era nombrar a los nuevos elementos que se descubrían en función de sus propiedades, su descubridores o su lugar de descubrimiento. Así, por ejemplo, el cloro recibe su nombre del verde (chloros en griego), el bromo de lo mal que huele (bromos, apesta), y los nacionalistas galio (de Francia), germanio (de Alemania), escandio (de Escandinavia) o polonio (de Polonia).
Con el establecimiento de la teoría estructural de la química orgánica en la década de los sesenta del siglo XIX, las cadenas de hidrocarburos sencillas se convirtieron en la base sobre la que nombrar las sustancias orgánicas, con las cadenas de las ramificaciones recibiendo los nombres metil, etil, propil, etc., y prefijos numéricos indicando la posición de los sustituyentes.
En 1865 August Wilhelm von Hofmann sugirió el uso de “eno” como sufijo de los hidrocarburos con un doble enlace, “dieno” si tenía dos, e “ino” si tenía un triple enlace. La presencia de grupos funcionales también se solucionaba con sufijos: “ol” para alcoholes, “al” para aldehidos, “ona” para cetonas”, e “ico” (precedido el nombre por la palabra ácido) para ácidos.
En 1892 se celebró en Ginebra la Conferencia Internacional sobre Nomenclatura Química, presidida por Charles Friedel. En esta conferencia se sistematizaron todas estas convenciones en forma de 62 resoluciones. Las resoluciones admitían el uso de términos no sistemáticos usados internacionalmente, como llamar ácido láctico al ácido alfahidroxipropanoico.
Tras la Primera Guerra Mundial, en 1919, se crea la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada que se encarga desde entonces de supervisar la nomenclatura química. Los químicos alemanes tenían prohibida la pertenencia, el francés era su único idioma oficial y desde el inicio la influencia de los químicos estadounidenses fue cada vez mayor. Se reorganizó tras la Segunda Guerra Mundial, cuando el inglés pasó a ser su único idioma oficial. Un aspecto este que quizás habría llamado la atención de de Condillac.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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