Los cerdos llegaron a Norteamérica hace varios siglos llevados por colonos españoles. Algunos se asilvestraron y, desde entonces, una parte de ellos así se han mantenido, sin que hayan provocado problemas de especial gravedad. Las cosas cambiaron a partir de la década de los noventa del siglo pasado. A alguien debió de parecerle una buena idea sustituir la caza de piezas de especies tradicionales, como ciervos o pavos, por la de cerdos ferales. Y se empezó a promocionar entonces la caza de cerdos como un actividad cinegética más. En 1999 el estado de Tenessee reguló su caza mediante vedas y, a partir de ese momento, algunos terratenientes ofrecieron sus tierras a quienes, pagando por ello, estuviesen interesados en practicar esa nueva modalidad cinegética. Para ello debían garantizar que en los terrenos había suficiente número de presas potenciales, por lo que hicieron acopio de numerosos ejemplares que a continuación liberaron. La densidad porcina aumentó en esas áreas y se dieron entonces las condiciones que permitieron su proliferación. Hay que tener en cuenta que una cerda puede parir al año dos camadas de cinco o seis crías cada una. En 2011 el estado de Tenessee se vio obligado a reclasificar a los cerdos ferales de la categoría de “caza mayor” a la de “plaga destructiva”.
Las manadas porcinas destruyen cosechas, deterioran valiosos parajes naturales, provocan accidentes de tráfico y extienden emfermedades y parásitos. Han llegado, incluso, a hozar en tumbas y desenterrar cadáveres humanos. El departamento de agricultura de los Estados Unidos estima que los cerdos asilvestrados causan daños por valor de 1,5 millones de dólares al año.
Como es lógico, las autoridades han tomado ciertas medidas con el propósito de controlar la plaga y, si es posible, reducir sus efectivos. Pero no es nada fácil. Los modelos matemáticos de dinámica de poblaciones predicen que es necesario retirar el 70% de los cerdos de cada área afectada año tras año y hacerlo durante muchos años para conseguir que una población se extinga. La caza, ni siquiera recurriendo a equipos de francotiradores para abatirlos, ha dado resultado. Y es que, además de muy fecundos, los cerdos son muy rápidos –pueden correr a velocidades de hasta 50 km/h- e inteligentes. Responden a la presión cinegética modificando sus hábitos de diurnos a nocturnos y viceversa. El mejor método ensayado hasta ahora es el de las trampas, pero algunos se las arreglan para escapar trepando la valla y saltando, y a partir de ese momento no vuelven a acercarse a nada que tenga un aspecto similar. Además, si detectan mediante el olfato la presencia de seres humanos en la zona, se alejan inmediatamente.
El problema de los cerdos ferales no se limita a Norteamérica. También en Europa han empezado a causar problemas. En el Reino Unido no los había desde hacía 300 años, pero las fugas de las granjas han dado lugar a la aparición de algunas manadas: en un bosque en la frontera entre Inglaterra y Gales se ha formado una población de 1000 ejemplares. En la Toscana, Italia, el pasado año dieron cuenta de una cantidad de uvas Chianti con las que se habrían producido 130000 botellas de vino. Y en Berlín miles de cerdos salvajes se alimentan de residuos y extienden la basura en los vecindarios. Seguramente, en ninguno de estos países se dan las condiciones que han permitido la gran proliferación ocurrida en Norteamérica, pero lo sucedido allí debiera servir para actuar con cautela porque, como bien ha ilustrado la plaga de conejos en Australia, los equilibrios ambientales son muy delicados y ciertas intervenciones humanas pueden provocar fácilmente verdaderas catástrofes.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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Este artículo fue publicado en la sección #con_ciencia del diario Deia el 28 de agosto de 2016.