De entre todas las trampas en las que puede caer la mente humana una de las más extendidas entre los cerebros más poderosos y exitosos es la de la vanidad. Pero no la variedad habitual, la de creerse más guapo o atractivo que el resto, sino el más pernicioso y sutil mal de la vanidad intelectual: la de creerse más listo que los demás. Al fin y al cabo si uno ha triunfado en las ciencias, que son difíciles, e incluso ha realizado fabulosos descubrimientos de enorme importancia será porque su máquina de pensar tiene más potencia que la del resto de los humanos. Y no digamos si además el científico en cuestión ha recibido premios, parabienes y reconocimiento público.
La vanidad es una tendencia humana y los científicos de éxito no están exentos de ella. Lo que ocurre es que en el ámbito intelectual la vanidad se expresa de algunas formas típicas y curiosas que conviene conocer para evitar dejarnos llevar por la vanidad ajena, quizá lo único más triste que dejarse llevar por la propia. Una de ellas es lo que podríamos bautizar como el síndrome del martillo; la segunda la de que todo el monte es orégano y la tercera y más común proporciona un sólido cimiento a la Primera Ley de Clarke. Las tres están muy extendidas entre las mentes más preclaras y a menudo muestran algún solapamiento.
El síndrome del martillo (todo lo que ves son clavos) es la tendencia a utilizar las mismas teorías, herramientas e hipótesis que llevaron a un científico al éxito al resolver un problema de su especialidad al resto de los problemas y al resto de las especialidades. En sus casos más extremos las ideas que dieron el triunfo a un científico se acaban por convertir en una especie de Teoría del Todo que explica el universo entero a partir de una extrapolación de sus hallazgos. Es una consecuencia difícil de evitar de la tendencia que tenemos todos los humanos a enamorarnos de nuestras propias hipótesis, reforzada por el éxito y el reconocimiento. Y, claro está, por el ego; puesto que en el fondo de lo que se trata es de destacar lo listo que es uno en comparación con los demás, y lo buenas que son sus ideas.
Cuando esta querencia se extiende fuera de los límites de la especialidad propia, a campos completamente ajenos o incluso (horror) a la sociedad, la economía o la política podemos hablar de la enfermedad del Todo el Monte es Orégano, en la que el científico afectado considera que su conocimiento puede aplicarse a resolver cualquier problema humano de cualquier ciencia, tecnología o índole sin descartar los religiosos, políticos o económicos. Este síndrome suele aparecer en el estricto orden inverso de ‘pureza científica’ por lo que es habitual escuchar a matemáticos o físicos sus ideas de como curar el cáncer con sus herramientas de cálculo, por ejemplo; es más raro (pero no imposible) oír a biólogos declarar que saben cómo demostrar la Conjetura de Goldbach a partir de sus estudios de taxonomía de escarabajos.
En este caso la arrogancia se combina con un cierto desprecio por la inteligencia ajena, ya que al dar por supuesto que los conocimientos propios pueden resolver problemas que no se conocen en detalle se está implícitamente considerando que los especialistas en esas áreas no tienen la capacidad intelectual del afectado. El personaje de Sheldon en la serie The Big Bang Theory extrae humor a menudo de esta querencia natural, pero cuando estos consejos bienintencionados (y a menudo ignorantes) se extienden a la política o la economía es cuando en vez de risa dan mucho miedo; se han dado casos de premios Nobel apoyando teorías racistas o políticas manifiestamente en contra de las evidencias más elementales, y en estos casos el reconocimiento les proporciona un peligroso plus de credibilidad.
Quizá la más común es la ponzoñosa combinación de éxito científico reconocido con la inevitable mortalidad del individuo que tan bien supo parodiar Arthur C. Clarke con su Primera Ley: “Cuando un científico eminente pero anciano afirma que algo es posible es casi seguro que tiene razón; cuando afirma que algo es imposible muy probablemente está equivocado”. Aquí la arrogancia intelectual se mezcla con el giro oscuro de la personalidad que muchas veces acompaña a la senectud para proporcionar un campo de cultivo perfecto para la negación y lo negativo; lo mismo que suele ocurrir a los intelectuales y columnistas cuando entran en edades provectas y se convierten en cascarrabias irredentos pero en versión cósmica.
Y así es habitual contemplar a científicos que o bien descartan que se puedan producir avances de la ciencia o la tecnología cuando ellos ya no estén (el gran Lord Kelvin es un ejemplo egregio) o bien alertan de los peligros que nos acechan en el futuro, cuando no podremos contar con sus mentes para sortearlos. De ahí los grandes físicos o tecnólogos a los que les preocupa el futuro de la Humanidad cuando cohabite con Inteligencias Artificiales o la posibilidad de que estemos descubriendo nuestra posición a seres extraterrestres que quizá no sean bienintencionados. A veces el pesimismo que acompaña a la decadencia propia o hasta la proximidad de la muerte se acaba por desbordar. Lo cual demuestra que pueden ser mentes preclaras y haber conseguido grandes triunfos del conocimiento, pero los científicos siguen siendo tan humanos como los demás. También para lo malo.
Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.
Manuel López Rosas
Muchas gracias por la nota José Cervera, es un tema apasionante (que incluye, otras muchas variadas consideraciones) que me interesa y agradezco de antemano otras notas, y de ser posible la sugerencia de bibliografía para estimular y orientar nuestras propias consideraciones. ¿Cómo obtener esos textos -o las fuentes que consideres al propósito? 🙂
El ego y las trampas del intelecto – Cuaderno d…
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