Arqueólogos y antropólogos no tienen muy claro en qué momento el ser humano desarrolló la tecnología necesaria para cazar ballenas, pero en general está aceptado que en el Ártico esta actividad comenzó en las costas de Canadá entre el año 600 y el 800. Durante miles de años antes los pobladores del Ártico sobrevivieron cazando focas, caribús y morsas en las orillas del mar helado.
Cuenta Krista Langois en este reportaje de la revista Hakai, que uno de esos grupos, conocidos como los Dorset, o los Tunit en la tradición oral Inuit, son legendarios por el gran tamaño y la fuerza de sus miembros, a los que se consideraban gigantes, además de estar perfectamente adaptados a su entorno. Pero a pesar de sus míticas capacidades de supervivencia, los Tunit desaparecieron hace unos mil años.
Una teoría sobre su desaparición es que apareció otro grupo de población, los Inuit (que nosotros llamamos esquimales), proveniente de Alaska, que supo adaptarse mejor que ellos y que creó tecnología conveniente y eficaz, comiéndoles el terreno. Parte de esa tecnología pudieron ser sus barcas hechas con piel de foca, que les permitieron alejarse de la costa mar adentro para cazar ballenas: cada primavera, ballenas boreales de más de 54.000 kilos se adentraban en ese mar de hielo y los nuevos pobladores conseguían cazar alguna con habilidad, talento, y mucha suerte.
Las ballenas articulan la vida social
Cazar ballenas cambió para siempre el modo de vida en el Ártico. Por primera vez, era posible conseguir carne de una sola vez suficiente alimento para dar de comer a un pueblo entero, así que empezaron a surgir asentamientos permanentes aquellos lugares a los que las ballenas volvían con regularidad. Con ello evolucionaron también las organizaciones sociales: los cazadores de éxito hicieron fortuna y se situaron en la cima de las nuevas jerarquías. Muy pronto la caza de ballenas se convirtió en el centro de la vida cotidiana pero también de la vida cultural y espiritual.
Una vida que fascinaba a los europeos. En la literatura medieval se representaba el Ártico como una tierra de peces monstruosos y personas que podían convocarlos en la costa utilizando magia y murmurando hechizos. Incluso cuando siglos después los primeros exploradores volvieron contando en qué consistía realmente la caza, despiece y cocinado de una ballena, nada muy diferente de cazar un esturión excepto por la escala del animal, el misticismo seguía presente. En 1938, la antropóloga Margaret Lantis describió a los Inuit y otros pueblos emparentados, como los Inupiat, como parte de un «culto a las ballenas».
Lantis se basaba en tabús muy extendidos y en rituales diseñados para fortalecer la relación entre los humanos y las ballenas: en muchos sitios, a una ballena recién cazada se le dejaba agua fresca, comida e incluso bolsas de viaje para asegurarle una vuelta segura al hogar de su espíritu. Cada cazador tenía su propia canción para atraer a las ballenas hacia él, los chamanes realizaban ceremonias en el interior de círculos hechos con huesos de ballena y amuletos hechos con reliquias de ballena pasaban de padres a hijos dentro de las familias de cazadores.
Para cualquier observador externo, todo resultaba misterioso y desconocido, especialmente para arqueólogos y biólogos, para los que toda esta actitud chocaba frontalmente con los valores científicos occidentales, que evitaban cualquier aspecto que se acercase al antropomorfismo, es decir, a dar a los animales cualidades y emociones humanas.
Unos valores que, según cuenta Erica Hill, zooaequeóloga de la Universidad del Sudeste de Alaska, en el mencionado reportaje de la revista Hakai, han limitado el conocimiento que los arqueólogos tienen hoy de la prehistoria en el Ártico: los amuletos y esos círculos de huesos se han descrito como parte de un ritual sin explorar o explicar apenas qué querían decir en realidad para las personas que los hicieron. En vez de eso, los científicos que los han estudiado se han centrado en la información tangible que ofrecían: qué comían esas personas, cuántas calorías consumían y cómo sobrevivían.
¿Puede ser útil mirar a las ballenas como las miraban los inuit?
Ahora, un grupo creciente de arqueólogos están utilizando información etnográfica e historias orales para reexaminar esos artefactos bajo una luz nueva y reinterpretarlos de un modo menos occidental para conocer algo más sobre la historia de sus antepasados.
Pero hay otro motivo por el que este enfoque arqueológico puede ser interesante: porque permite acometer desde otro punto de vista, y por tanto completar, las investigaciones que tratan de determinar si algunos animales, entre ellos los cetáceos, tienen sistemas comunicativos que se acercan en complejidad al de los humanos. Algunas de esas investigaciones están ayudando a confirmar algunos de esos rasgos y habilidades que los habitantes del Ártico atribuían a las ballenas hace más de mil años.
Uno de esos biólogos es Hal Whitehead, profesor de la Universidad Dalhousie de Nueva Escocia, y él argumenta que los cetáceos tienen su propia cultura, algo que siempre ha quedado reservado para las sociedades humanas.
Según su definición, una cultura es un conocimiento social que va pasando de una generación a la siguiente. Bien, pues algo así ha sido señalado en varios estudios recientes, incluido uno que las ballenas boreales que viven en el Norte del Pacífico, cerca de la costa de Alaska, y las que viven en el Atlántico, cerca de Groenlandia, cantan canciones diferentes igual que los humanos hablamos distintos idiomas o tenemos distintos estilos musicales. Igualmente, manadas de orcas que habitan al sur de la isla de Vancouver, y otras que viven hacia el norte de la misma isla, se saludan entre sí mostrando comportamientos diferentes, a pesar de que genéticamente son grupos casi idénticos y viven en territorios que se solapan.
Además, sabemos que las crías pasan años con sus madres, desarrollando fuertes relaciones materno-filiales que sirven precisamente para la transmisión de esa información cultural, y que las ballenas boreales viven suficiente tiempo como para acumular una información y conocimiento que merece la pena transmitir a las generaciones siguientes.
Por otro lado, otros mitos están demostrando ser menos fantasiosos de lo que una vez parecieron. Durante años, los biólogos pensaron que las ballenas no poseían sentido del olfato, a pesar de que los cazadores Inupiat aseguraban que el olor del humo las ahuyentaba, hasta que en 2010 el científico Hans Thewissen descubrió el sistema olfativo perfectamente funcional al analizar el cráneo y cerebro de varias ballenas. También la vieja creencia de los Yupik de que las beluga una vez caminaron por la tierra ha resultado ser cierta: hace 50 millones de años, un ancestro de las ballenas modernas caminó por la tierra, y por eso los fetos de ballena desarrollan patas durante un breve periodo de tiempo antes de perderlas de nuevo.
Imitar sonidos no es hablar… pero ¿nos acerca un paso?
Nada de todo esto quiere decir que las ballenas conversasen con los cazadores o que se entregasen a ellos cuando eran convocadas. Pero sí que es verdad que una vez que terminemos de descubrir en qué consiste el complejo sistema cultural de las ballenas y cómo lo utilizan, será más fácil entender sus señales y aprender hasta qué punto sería posible una comunicación entre especies.
Estamos aún lejos de esa comunicación, pero algunos estudios recientes permiten vislumbrar de qué estamos hablando. Por ejemplo, el caso de Wikie, una orca que vive en el acuario Marineland en Antibes, Francia, y que demostró cómo estos animales son capaces de imitar el habla humana cuando aprendió a decir con su chirriante voz las palabras «hello», «goodbye», «one», «two», «three» y «Amy», el nombre de su entrenadora. Las grabaciones de audio demuestran que sin un aparato fonador como el nuestro algunos sonidos no son sencillos, pero que sin duda Wikie era capaz de imitar y repetir dichas palabras. Como curiosidad, Wikie no solo aprendió a imitar palabras, también otros sonidos poco familiares para las orcas, como una pedorreta.
Este avance sirve para entender mejor cómo unos grupos de ballenas se comunican con canciones diferentes a las de otros grupos: el origen estaría precisamente en sus habilidades de imitación, que habrían ido causando poco a poco que cada grupo evolucione su habla en direcciones diferentes. Otro ejemplo de esa cultura de los cetáceos que nos fascina a todos, científicos o no, y que quizá podamos entender mejor si tomamos nota de lo que sabían aquellos primeros hombres que susurraban a las ballenas.
Referencias:
When men and whales talk – Krista Langlois. Hakai Magazine.
Cultura Dorset – Wikipedia.
Alaskan Eskimo Ceremonialism – Margaret Lantis. Univerisdad de Michigan.
Cultural lifes of whales and dolphins – Hal Whitehead y Luke Rendell.
Olfaction and brain size in the bowhead whale (Balaena mysticetus) – J. G. M. Thewissen, John George, Cheryl Rosa, Takushi Kishida. Marine Mammal Science.
Imitation of novel conspecific and human speech sounds in the killer whale (Orcinus orca) – José Z. Abramson, Mª Victoria Hernández-Lloreda, Lino García, et al. Proceedings of the Royal Society B: Biological Sciences.
Sobre la autora: Rocío Pérez Benavente (@galatea128) es periodista