Algunas veces cuando en una sociedad cambian los parámetros de lo que se considera civilizado ese cambio se produce de modo abierto, rápido y trasparente: es lo que está ocurriendo en buena parte de Occidente con el movimiento #metoo y todos sus derivados, que han sacado a la luz los muchos casos de trato desigual, acoso e incluso abuso hacia las mujeres que se producen en casi cualquier ámbito profesional. Los casos más llamativos han afectado a campos como el cine, el periodismo o determinadas estructuras de gobierno, pero la extensión del problema y la avalancha de testimonios dejan claro que no se trata de anécdotas o excepciones, sino de una triste constante en la estructura social humana que ha sido tolerada y ocultada durante demasiado tiempo: allá donde existen situaciones de desequilibrio de poder en estructuras profesionales ha habido hombres que han abusado de su poder en prejuicio de mujeres, llegando hasta el abuso físico. La sociedad está reaccionando, tarde y lentamente, pero de modo drástico, y comportamientos sobre los que antes se hacía la vista gorda han pasado a ser intolerables.
La ciencia, en tanto que estructura académica y de investigación, desgraciadamente no es ajena a estos problemas. Durante décadas en los laboratorios, los pasillos de los departamentos y las cafeterías de los centros de investigación se comentaban situaciones tensas y personas conflictivas, y se susurraban consejos y advertencias: ojo con ese director de tesis demasiado enamoradizo, cuidado con el brillante investigador de manos sueltas, atención a esa invitación a ir a un congreso en el extranjero junto al eminente catedrático. En tanto que sistema de obtención de conocimiento la ciencia no es inherentemente moral ni proporciona a quienes la practican una defensa contra sus propias almas oscuras; las estructuras de poder que se tejen e torno a la academia, la carrera investigadora y el componente editorial de la ciencia han funcionado como eficaces disuasorios a la hora de denunciar comportamientos de abuso de poder. A veces probar el abuso es complicado; a menudo el abusador goza de prestigio profesional y de poder real para acallar las denuncias y para lanzar represalias contra las denunciantes.
Mientras tanto los datos demuestran que el problema es real, y que afecta seriamente a la carrera científica de las mujeres. Números aterradores de estudiantes de doctorado e incluso de grado y máster han recibido como mínimo atenciones no deseadas, si no acciones peores todavía; las universidades e instituciones han sido poco receptivas y la Ley del Silencio ha cubierto muchos, demasiados casos flagrantes. En demasiadas ocasiones el abusador ha recibido, en el peor de los casos, apenas una reprimenda, mientras que las víctimas han quedado marcadas y sus carreras perjudicadas por el acto de denunciar el abuso.
Afortunadamente parece que también en ciencia esto ha pasado a ser intolerable; se están denunciando numerosos casos en muy diversas disciplinas y los acusados están teniendo que enfrentarse a consecuencias reales, mientras las instituciones y las universidades ponen en marcha programas diseñados para reducir la incidencia de esta lacra y para ponerle coto en cuanto se produzca y los propios científicos (de ambos sexos) se movilizan para ayudar. El abuso de hombres con poder sobre mujeres sin poder se ha tolerado durante demasiado tiempo, y ha llegado la hora de eliminarlo o reducirlo al mínimo que sea posible y de que quienes lo llevan a cabo paguen por ello. Aunque sólo fuese por una cuestión práctica sería imperativo acabar con esto: demasiado talento femenino se está desperdiciando en forma de mujeres que abandonan la ciencia o sufren años en sus carreras para evitar ser víctimas o como consecuencia de denunciar serlo.
Pero por supuesto hay un argumento mucho mas importante, que es moral: si los seres humanos somos iguales la sociedad debe hacer todo lo que esté en su mano para que unos no puedan abusar impunemente de otros. Tal vez la ciencia no haga a las personas intrínsecamente morales, pero esto no quiere decir que los científicos no puedan ser también gente decente. El sesgo es algo que los científicos rechazan, porque saben que sólo provoca problemas a la hora de entender el universo, y también a la hora de vivir en una sociedad razonable. La ciencia está empezando a vivir su momento #metoo, y es necesario que así sea. Porque el trato sesgado a los colegas es una forma de mala conducta científica aún mas rechazable que la falsificación de datos, y con consecuencias peores. Demasiado tiempo se ha dejado pasar ya.
Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.