Corre, sin contar, ¿cuántos puntos ves en la siguiente imagen?
Ojo, que he dicho “sin contar”. Apuesto a que, en cuanto has leído la frase y casi sin poder evitarlo, has empezado a recitar ese vieja oración: uno, dos, tres, cuatro…
Los números forman parte de nuestro día a día hasta tal punto que, a menudo, nos cuesta advertir la herramienta maravillosa y enormemente sutil que en realidad son. Pensamos que contar es lo más básico del mundo, algo que hasta un niño de cuatro años puede hacer (“¡que traigan a un niño de cuatro años!” diría Groucho Marx). Pero, en realidad, se trata de símbolos aprendidos, palabras, signos, que no venían “de serie” en nuestra cabeza de simio. Es el lenguaje el que nos asignará representaciones fijas a ciertas cantidades de manera precisa. Sin ellas, sin palabras, los humanos somos bastante malos identificando cantidades “por naturaleza”. Más allá de cifras francamente pequeñas (cuatro o cinco, como mucho), nuestra percepción cuantitativa se vuelve burda y aproximada.
La habilidad de contar sin contar (de cuantificar sin usar números), es algo que compartimos con muchas otras especies animales. Durante las décadas de 1950 y 1960, Francis Mechner, investigador en psicología animal de la universidad de Columbia, quiso investigarla a partir de experimentos realizados en ratas. En su estudio, cada roedor se situaba dentro de una caja equipada con dos palancas (pongamos, A y B). Si la rata quería una recompensa, debía accionar la palanca A un número determinado de veces (el número definido para ese experimento) y después cambiar a la palanca B. Solo entonces se le daba una pequeña porción de comida.
Mechner demostró que las ratas eran capaces de realizar esta tarea con éxito al cabo de solo unos pocos intentos. Con el suficiente entrenamiento, los animales conseguían aprender cantidades relativamente altas incluso, como doce o dieciséis. Pero llegado cierto punto y por mucho que se repitiese el experimento, su habilidad no mejoraba. Las ratas nunca conseguían dar con la cantidad “exacta” de manera sistemática. Si su caja estaba diseñada para que pulsaran la palanca ocho veces, por ejemplo, ellas terminaban acertando bastante a menudo, sí. Pero con frecuencia también se equivocaban un poco. Quizás se quedaban en siete pulsaciones, o se pasaban de largo y llegaban hasta nueve o diez. Pero en la mente de las ratas, parece que el ocho era un objetivo más bien borroso, una niebla a mitad de camino entre el “muchos” y “unos pocos”, tan variable y difícil de precisar como la saturación de un color o el volumen de un sonido. Nada que ver con nuestros perfectos y bien perfilados números.
Este tipo de errores parece ser común a todas las especies animales estudiadas hasta la fecha. Si se le pide a un chimpancé, por ejemplo, que elija entre dos bandejas con trocitos de chocolate, él optará siempre por aquella que más trocitos tenga. Yo haría lo mismo. Pero, según un experimento llevado a cabo en 1987 por los primatólogos Duane M. Rumbaugh, Sue Savage-Rumbaugh y Mark T. Hegel, los chimpancés se equivocan más a menudo cuanto mayores son las cantidades de chocolate y más próximas se vuelven entre sí. No es que el azúcar les nuble la vista. Lo más probable es que a los chimpancés les cueste más percibir la diferencia entre 8 y 9 trocitos de chocolate, que la existente entre 2 y 3.
Todos estos experimentos parecen apuntar a un mismo fenómeno. Los animales no poseen una representación definida, discreta de todos los números. Solo pueden distinguir unos pocos con bastante precisión. Pero pasado cierto umbral y este suele ser bastante bajo (a partir del 4 o el 5, más o menos), la confusión aumenta, comienza el reino de los montones. Y esos montones solo se pueden estimar por comparación, midiendo sus proporciones: pocos, muchos, decenas, miles, millones…
Con nuestra propia percepción numérica sucede lo mismo. Volviendo al ejemplo del inicio. A ojo, podemos percibir cuatro o cinco puntos con precisión. Pero a partir de ahí, solo vemos montones. Si queremos cuantificarlos, nos vemos forzados a agruparlos visualmente (en no más de cuatro o cinco grupos) o a usar signos que nos permitan, ejem, “contarlos” (nombrarlos).
Podríamos resumirlo con aquel chiste del salvaje oeste:
—Capitán, ¡se acercan 1001 indios!
—¿Y cómo sabes que son 1001?
—Pues porque allí a lo lejos vienen unos mil. Y delante de ellos, ¡va uno solo!
Referencias:
Dehaene, Stanislas. El cerebro matemático. Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A., 2016.
Sobre la autora: Almudena M. Castro es pianista, licenciada en bellas artes, graduada en física y divulgadora científica
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