Jaume Navarro y Javier Sierra de la Torre
Siguen existiendo los quioscos: lugares habilitados en medio de plazas, de explanadas y de parques en los que se celebran conciertos populares durante las fiestas del pueblo o del barrio. Existen también (todavía internet no ha acabado con ellos) quioscos en los que comprar chicles, periódicos, y revistas. Revistas de temáticas especializadas en la vida de aristócratas, toreros, futbolistas o “famosos” en general, especializadas en cocina, en fotografía, en automovilismo y en decoración. Revistas satíricas, revistas críticas, revistas y más revistas. Con total seguridad habrá en tu quiosco más cercano revistas de todo tipo, y probablemente habrá revistas de divulgación científica.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Quiero decir, ¿qué pintan unas cuartillas encuadernadas sobre la última expedición a Marte expuestas entre otras que nos explican cómo decorar nuestro salón en primavera y diez recetas fáciles, rápidas y sanas para cocinar espárragos? Esta es una pregunta compleja, y no es posible contestarla satisfactoriamente en una pincelada, pero sí se puede asegurar que lo de comunicar los conocimientos científicos de manera sencilla, resumida y digerible (como los espárragos) tiene su historia. En 1996 se publicó en España un catálogo que recogía las revistas publicadas en el siglo XIX que incorporaban cuestiones científicas y técnicas. La enorme cantidad de títulos catalogados resulta tan sorprendente como la variedad de contenidos que alcanzaron a divulgar –o “vulgarizar”, como llamaban a esta actividad sin ningún sentido despectivo– en sus periódicas cuartillas. Sin embargo, casi todas eran revistas generalistas referidas a “ciencias, artes y cultura”, o cosas parecidas.
Algunos historiadores de la ciencia han designado al periodo comprendido entre 1874 y 1936 como la Edad de Plata de la ciencia española. Durante estos años algunos científicos e ingenieros civiles españoles de toda la península trabajaron para impulsar la educación científica general y construir espacios de enseñanza y debate sobre los progresos de las ciencias. Estos espacios incluyeron revistas especializadas en información científica, pero la mayoría de estas revistas no lograban mantenerse financieramente y desaparecían a los pocos años. El mundo naval ilustrado, por ejemplo,consiguió vivir cuatro años (1897-1901) hasta desaparecer, El museo popular: semanario ilustrado de literatura, ciencias y artes no vivió más de un año, y La España Agrícola no aguantó más de dos. La pluralidad de temas que tocaban las revistas de vulgarización nos enseña que existía una amplia y epistémicamente variada red de científicos e ingenieros profesionales en la España de finales del siglo XIX y principios del siglo XX dedicada a esta tarea. Pero su idea de “ciencia” estaba todavía en fase de definición y ciertamente no coincide necesariamente con lo que se pueda entender como tal en la actualidad.
Sin embargo, desaparecer no fue el destino de todas las publicaciones que vulgarizaban la “ciencia” durante esta época. Las publicaciones oficiales (las que dependían de un cuerpo profesional de la administración o que en general tenían apoyo de alguna institución) vivían más tiempo. Por ejemplo, el Observatorio del Ebro, fundado por miembros de la Compañía de Jesús en 1904, publicó a partir de 1914 Ibérica: el progreso de las ciencias y de sus aplicaciones, que se convirtió en la más longeva de las revistas de información científica en España, pues se publicó hasta el año 2005. Los temas que trataba eran de lo más diverso, con un cierto protagonismo de la observación del universo, del sol (en la que eran verdaderos especialistas) y de los fenómenos atmosféricos.
El Observatorio era (y es) una estación sismológica. En su revista mostraron varias tablas de registros sísmicos de Cataluña y del mundo, y explicaron los pormenores de los temblores de la corteza terrestre, de la vulcanología y de las herramientas que usaban para medir. Al margen de estos dos temas, los eventos científicos nacionales y extranjeros se publicitaban y eran celebrados en sus páginas. Por ejemplo, los congresos anuales de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias (fundada en 1907) recibían toda su atención, e igual visibilidad daban a las reuniones de otras asociaciones científicas y sus diferentes viajes, excursiones y expediciones por la península y por el mundo. Además, la historia natural (botánica, entomología, ictiología, etc.) tenía también una fuerte presencia entre sus páginas.
Varias de las noticias que publicaron no eran producciones propias: en múltiples ocasiones los vulgarizadores se hacían eco de los progresos científicos extranjeros. La pluralidad de los temas que los autores querían mostrar a su público era absoluta. En la portada que mostramos más abajo, por ejemplo, se plasma una imagen de una réplica del fondo marino hecha en Nueva York. Si se pasan las páginas, entonces nos encontramos con varias secciones dedicadas a explicaciones sobre otros temas (economía, el magnetismo en la atmósfera, el Sáhara, etc.), muchos de las cuales se extractan y traducen de revistas en otros idiomas. En la imagen de arriba también se puede ver una publicación característica: una noticia de una erupción procedente de un boletín estadounidense.
Ibérica no es la única revista de estas características (de contenido plural, al tanto de la actualidad científica global, muy enfocada hacia lo útil y esforzada a la hora de visibilizar la ciencia nacional), ni tampoco la primera, como tantas veces se repite. En 1894 (y hasta 1936) un grupo de estudiantes de la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos comenzó a publicar Madrid Científico, una revista editada por ingenieros para ingenieros que abordó prácticamente toda la actualidad científica de su época, y vulgarizaba la ciencia para un público que se esperaba que tuviera un mínimo de formación científica (por así decirlo, era una vulgarización de más alto nivel). Además, no contaban con apoyo institucional como Ibérica, lo cual convierte su supervivencia en algo verdaderamente destacable.
Los autores vulgarizaban todo lo que encontraban interesante sobre el estudio científico de la naturaleza y de la sociedad. La noticia sobre el descubrimiento de nuevos fósiles de ictiosauro, hallazgo que permitía explicar sus mecanismos adaptativos, se colocaba en la misma entrega en la que se hablaba de las novedades eléctricas, de la última expedición al Polo Sur, de los seguros de vida y de una detallada descripción geográfica de Nueva Zelanda. Es difícil encontrar en ambas revistas un campo de conocimiento que no fuera tocado por sus autores. Igual que en Ibérica, la historia natural tenía un papel destacado entre sus páginas: en especial, la botánica relacionada con la agronomía, pero también la zoología en general. Entre sus páginas se pueden encontrar varios estudios sobre hormigas, sobre parásitos, sobre múltiples plantas y sus tiempos de germinación y floración, sobre aves, sus nidos, sus huevos, sus crías y sus rituales, etc. Lo más sorprendente de esta revista es que era una revista de ingenieros. Los ingenieros recibían (y reciben) una rica formación científica; o, lo que es lo mismo, la ciencia formaba (y forma) parte de su núcleo de intereses. En Madrid Científico se percibe muy bien cómo la distinción entre ciencia e ingeniería no estaba bien delimitada. El ingeniero muchas veces hacía de historiador natural, de geógrafo, de geólogo, de matemático, de químico y de empresario. Su profesión era, en algún sentido, un paraguas bajo el cual todo conocimiento científico tenía cabida y utilidad. Sobre todo, tenía una concepción específica de lo que era el conocimiento moderno; concepción que quedó plasmada en sus escritos.
La vulgarización de las matemáticas también tenía su lugar en esta revista, donde Fausto Babel, que era el pseudónimo de Francisco Granadino (1865-1932), fundador de la revista e ingeniero de caminos, dedicó varias secciones a explicar la probabilidad a través de juegos de azar, y además ofrecía a los lectores pasatiempos matemáticos. La observación del cosmos y la nueva física tampoco les eran desconocidas.
Al igual que en Ibérica, los ingenieros de Madrid Científico se ocuparon de mostrar, además, qué instituciones nacionales y extranjeras se dedicaban a la práctica científica y compartieron artículos de otras revistas, a veces traducidos, otras en su lenguaje original. Los laboratorios, museos, observatorios y escuelas fueron descritos en Madrid Científico como eventos a celebrar y ejemplos a seguir. Las noticias que llegaban de la Academia de Ciencias de París, las donaciones a los museos y la inversión de diversas fundaciones se publicitaban doquiera que sucedieran. Además, los esfuerzos por vulgarizar la ciencia tenían un trasfondo muy importante: el llamado “desastre” del año 1898 precipitó un clima de crítica interna y de búsqueda de ejemplos exitosos de modernización a seguir en el exterior.
Ibérica y Madrid Científico se parecen mucho en las características que hemos dicho, y esto nos ayuda a los historiadores de la ciencia a entender cómo era la vulgarización científica en esa época (muy diferente de lo que llamamos hoy divulgación). Pero por encima de esta especificidad, ambas coinciden en un aspecto muy importante, ya mencionado más arriba: los ingenieros estaban actuando como comunicadores de lo que hoy entendemos como conocimiento científico y técnico, y en el mismo espacio mostraban cuál era su ambición modernizadora concreta. La vastedad de estas publicaciones sobre biología, geología, geografía, matemáticas, física, etc. fueron compartidas junto con noticias sobre ferrocarriles, buques construidos en acero, nuevos globos, aviones e hidroaviones, centrales hidráulicas, ganadería y agricultura científicas y modernas. ¿Cuál era la imagen, entonces, que los ingenieros tenían del conocimiento y de la modernidad? ¿Era meramente experimentación y clasificación de lo natural? Algunos historiadores de la ciencia, al hablar de Edad de Plata, se refieren especialmente a las ciencias experimentales y puras, y también a algunas aplicadas como la química o la medicina. Pero la ciencia del ingeniero y su proyecto de modernidad suelen, injustamente, dejarse al margen en estos estudios. Madrid Científico e Ibérica nos muestran, pues, cómo la vulgarización de los conocimientos científicos estaba intrínsecamente unida a la de sus aplicaciones y a los intereses de los ingenieros.
Sobre los autores: Jaume Navarro es Ikerbasque Research Professor en el grupo Praxis de la Facultad de Filosofía de la UPV/EHU y dirige el doctorado que Javier Sierra de la Torre está realizando sobre la divulgación científica en España a finales del XIX y principios del XX.
libreoyente
Me encantó el artículo. Cuan importante es la divulgación científica!
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