Los cetáceos tienen encéfalos muy grandes, tanto en términos absolutos como relativos. Por eso, se les atribuyen capacidades cognitivas superiores a las de la mayoría de los mamíferos, dado que se asume que ambos rasgos -tamaño encefálico y capacidad cognitiva- están relacionados. Esa atribución tiene un origen curioso: el encéfalo humano. Dado que los seres humanos tenemos una cabeza de grandes proporciones y nos consideramos particularmente bien dotados cognitivamente, tendemos a pensar que la cabeza grande -el encéfalo grande, para hablar con propiedad- es condición necesaria y, quizás, suficiente para atribuir a un animal altas capacidades cognitivas.
Sin embargo, recientemente se ha publicado un estudio que pone en cuestión esa interpretación del gran tamaño encefálico de los cetáceos y lo atribuye a un factor que tiene muy poco que ver con la cognición. Según los autores de la investigación, ese gran tamaño se ha desarrollado en la evolución de los cetáceos porque es condición necesaria para que el calor que producen sus células sea suficiente para permitir que el encéfalo se mantenga a la temperatura óptima de funcionamiento incluso en las aguas gélidas que, a menudo, frecuentan. Hay que tener en cuenta que el agua tiene una gran conductividad térmica, por lo que los mamíferos tendemos a perder mucho calor cuando nos sumergimos. Además, el pelaje no es efectivo como aislamiento dentro del agua; por esa razón, los mamíferos acuáticos tienden a acumular una gruesa capa de grasa subcutánea.
Los autores de la investigación apoyan su tesis en tres observaciones. La primera es que en casi todas las neuronas de la corteza de los cetáceos hay una mayor presencia de la enzima UCP1 que en las de los artiodáctilos, un grupo de mamíferos muy próximos a los cetáceos. La UCP1 es una enzima con efectos termogénicos. Su función es convertir en calor la energía química procedente de los sustratos metabólicos; también recibe el nombre de termogenina y me ocupé de ella aquí, porque es característica de la grasa parda.
Así pues, dado que, a diferencia de los mamíferos artiodáctilos, casi todas las neuronas corticales presentan una densidad alta de UCP1, debe deducirse que la mayoría de esas neuronas funcionan como unidades termogénicas en caso de necesidad.
La segunda observación se refiere a la presencia de otras dos proteínas desacoplantes UCP4 y UCP5, en numerosas células gliales de los encéfalos de cetáceos. Lo cierto es que entre un 30 y un 70% de esas células pueden funcionar como unidades productoras de calor. La importancia de esas unidades queda refrendada por el hecho de que el encéfalo de los cetáceos tiene una alta proporción de células gliales.
Y la tercera y última observación es que, en comparación con la de los artiodáctilos, en la corteza cerebral de los cetáceos hay una densidad muy alta de botones noradrenérgicos. La noradrenalina es un mensajero -que puede actuar como hormona o como neurotransmisor- que participa en la cascada que da lugar a la activación de las UCPs; de hecho, en los mamíferos con grasa parda, el sistema nervioso simpático libera noradrenalina que se une a los receptores de la membrana de esos adipocitos. Por lo tanto, su presencia en altas densidades en el cerebro de los cetáceos refuerza la noción de que sus células ejercen funciones termogénicas.
Un detalle muy interesante del funcionamiento del encéfalo de estos animales es que cuando uno de los hemisferios entra en su característico sueño de ondas lentas, la temperatura de ese hemisferio desciende gradualmente.
El aumento del tamaño del encéfalo de los cetáceos se produjo 20 millones de años después de que los ancestros de los actuales cetáceos, los arqueocetos, ya hubiesen adquirido un modo de vida exclusivamente acuático. El encéfalo aumentó de tamaño, tanto absoluto como relativo hace aproximadamente 32 millones de años, en la transición de los arqueocetos a los neocetos (cetáceos modernos). Resulta muy sugerente que ese aumento se produjese en coincidencia con una reducción en la temperatura oceánica, así como con la desaparición del mar de Tethys, un mar de aguas poco profundas, cálidas y ricas en nutrientes. Según los autores de esta investigación, todo apunta a que el descenso de la temperatura del agua fue la presión selectiva que impulsó el aumento del tamaño encefálico de estos animales.
En ese sentido, deben considerarse tres factores clave. El primero es que, dada la alta conductancia térmica del agua y la pérdida de calor que eso impone a los homeotermos acuáticos, los cetáceos recién nacidos necesitan tener una masa de, al menos, 6 kg para evitar el riesgo de hipotermia, porque cuanto menor es un animal, mayor es, en proporción, su superficie corporal y, por lo tanto, su pérdida de calor. El segundo factor es que, tal y como es norma en los mamíferos euterios, para dar a luz neonatos grandes, también las madres han de serlo. Por lo tanto, la secuencia conduce a que los cetáceos, en general, tengan cuerpos de gran tamaño; y dado que, en proporción, los mamíferos grandes tienden a tener encéfalos más grandes en proporción, la consecuencia es que los encéfalos de estos animales son también de gran tamaño. Y el tercer factor es que el tamaño relativo del encéfalo de los cetáceos actuales está fuertemente correlacionado con el rango de temperatura de las aguas en las que viven. Como el encéfalo de los mamíferos produce su propio calor, los de los cetáceos se encuentran sometidos a una presión constante, los resultados de este estudio indican que el desarrollo de un sistema neurotermogénico en los encéfalos de los cetáceos que han experimentado un aumento de tamaño ha sido, seguramente, un rasgo imprescindible para superar las presiones térmicas ambientales a que han de hacer frente.
El hecho de que el tejido adiposo marrón de la grasa subcutánea de los cetáceos cuente con proteínas desacoplantes (en concreto, UCP1) indica tanto el cuerpo como el encéfalo de los cetáceos actuales han desarrollado mecanismos termogénicos a través de sistemas preexistentes propios de la fisiología básica de los endotermos.
Así pues, los autores de este estudio sostienen que el crecimiento del encéfalo cetáceo ha obedecido a la necesidad de contar con una fuente interna de calor que compense las grandes pérdidas que experimentan estos animales por tener un modo de vida exclusivamente acuático.
De ser correcta esta noción, vendría a reforzar la idea de que puede llegar a desarrollarse un encéfalo de gran tamaño por razones diferentes de la necesidad de altas capacidades cognitivas. Y este razonamiento bien podría aplicarse a otros mamíferos, como seres humanos y elefantes, por ejemplo, aunque en nuestro caso y en el de los proboscídeos, no haya sido la temperatura el factor que ha impulsado el aumento del tamaño encefálico.
Al leer estos argumentos, no obstante, siempre me asalta la misma duda: ¿A qué obedece la necesidad de identificar un factor, una presión selectiva, a la que atribuir este o aquel rasgo? Deberíamos aceptar que determinados rasgos surgen o se desarrollan en respuesta a más de un factor, ya actúen de forma simultánea, ya lo hagan secuencialmente. En el fondo parece buscarse una historia fácil de contar, sencilla, de relaciones causales lineales, pero la evolución es un proceso más complejo, sucio, en el que intervienen ahora unos factores y más adelante otros. Y todos ellos acaban dando lugar a lo que observamos en la actualidad.
Referencia:
Paul R Manger et al (2021): Amplification of potential thermogenetic mechanisms in cetacean brains compared to artiodactyl brains. Scientific Reports. 11, 5486.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU