Una de las principales características que definen la saga de videojuegos de Silent Hill es su atmósfera. Para crear ese ambiente psicológicamente opresor típico de cualquier survival horror que se precie, aquí nos encontramos perdidos en un pueblo cubierto por una espesa niebla que te impide discernir si lo que tienes a escasos metros de distancia es un poste de teléfonos o un ser horrendo que no pretende darte un abrazo, precisamente. Cuando Silent Hill se llevó a la gran pantalla en 2006, el equipo técnico que desarrolló el film cambió ligeramente la historia original, haciendo que la protagonista se perdiera por un pueblo fantasma sobre el que cae, de manera constante, una fina lluvia de ceniza que lo envuelve todo con un manto grisáceo. Y le dan una explicación basada en hechos reales que, aunque no os lo creáis, tiene una base geológica, como no podía ser de otra manera.
Para ello debemos viajar a un pueblecito bucólico de Pensilvania, Estados Unidos, llamado Centralia. Nacido a mediados del siglo XIX gracias al descubrimiento de importantes yacimientos de carbón en toda la zona, la industria minera y extractora de este material se convirtió en su principal impulso económico. Pero, a comienzos de la década de los sesenta del siglo pasado, todo se convirtió en una pesadilla, al más puro estilo de las introducciones de los videojuegos de terror. Se produjo un incendio en una de las antiguas minas que alcanzó una de las vetas superficiales de carbón y el fuego se extendió sin control por todas las minas excavadas por debajo de la ciudad. Se abrieron grietas por el pavimento que se tragaban todo lo que pillaban por su camino, los depósitos subterráneos de combustible de la gasolinera alcanzaron temperaturas que presagiaban tremendas explosiones y surgieron gases tóxicos, humo y una lluvia constante de ceniza que empezó a cubrir toda la ciudad. Se intentó sofocar el incendio en múltiples ocasiones, pero todas infructuosas, porque mientras haya carbón bajo la tierra, el fuego permanecerá incontrolable durante décadas, incluso, siglos. A día de hoy, Centralia es un pueblo fantasma en el que apenas permanecen un puñado de habitantes.
Fuegos fatuos de base geológica
Nos toca ahora cambiar de continente para conocer otra historia muy similar y también bastante tétrica. Para ello, debemos desplazarnos a la ciudad inglesa de Birmingham, la segunda más poblada del Reino Unido y cuna de la Revolución Industrial a mediados del s. XVIII debido a que se asienta en una zona con una abundante acumulación de depósitos de carbón. A las afueras de la ciudad encontramos una pequeña colina en cuya cima construyeron la Iglesia de San Andrew, con un cementerio con las tumbas excavadas en la tierra y las lápidas de piedra. Pues esa colina tiene niveles de carbón muy rico en gases inflamables que afloran casi en superficie, hasta el punto de que la caída de un rayo provoca que se prendan fuego. Y los gases, humo e incluso llamas resultantes de la combustión salen a la superficie… entre las lápidas del cementerio. Obviamente los habitantes de Birmingham de hace un par de siglos debían creer que se encontraban a la entrada del infierno cuando veían esto. Eso, o en la mismísima Racoon City de Resident Evil.
Pero la interrelación entre los depósitos de carbón estadounidenses y británicos no se queda en una mera anécdota terrorífica. El carbón es una roca sedimentaria de origen orgánico, formada por restos vegetales continentales acumulados y enterrados en zonas pantanosas o estuarinas y que han sufrido una descomposición en ausencia de oxígeno. Tras el paso de millones de años y debido a la compactación por enterramiento, esta materia orgánica termina por consolidarse, dando lugar a las rocas sedimentarias. Estas rocas, formadas principalmente por carbono, son capaces de generar energía por combustión, por lo que se emplean como combustible fósil desde hace milenios. Los principales depósitos de carbón se han formado a partir de los restos vegetales que poblaron los pantanos y el litoral de nuestro planeta a finales de la Era Paleozoica, en un Periodo geológico ocurrido hace entre unos 359 y 299 millones de años. Y el nombre de ese Periodo fue acuñado por dos geólogos británicos a comienzos del siglo XIX estudiando las rocas que afloraban en su tierra. Como no podía ser de otra manera, lo llamaron Carbonífero, del latín “portador de carbón”. Pues siguiendo con la tradición geológica de subdividirlo todo, en Estados Unidos partieron en dos mitades al Periodo Carbonífero y, a la parte final del mismo (desde hace unos 323 a 299 millones de años), la denominaron Pensilvaniense en honor al estado de Pensilvania por la enorme abundancia de depósitos de carbón de esa zona. Y si aún queréis unir más a las ciudades de Birmingham y Centralia, a finales del Carbonífero Norteamérica y las Islas Británicas formaban parte de una misma masa continental, Laurrusia, a lo largo de la cual se desarrollaron las enormes masas vegetales que circundaban extensos pantanos bajo un clima subtropical y que, millones de años después, dieron lugar a los depósitos de carbón explotados en ambas localidades.
No siempre es fácil verlo, pero la Geología impregna por completo todo nuestro sesgo cultural, independientemente de la época en la que nos encontremos. Así, una curiosidad geológica puede convertirse tanto en una leyenda demoníaca como en inspiración para la ambientación terrorífica de una película basada en un videojuego. Lo más divertido es buscar el origen científico de todo ello.
Para saber más:
Una extinción de novela policiaca
Sobre la autora: Blanca María Martínez es doctora en geología, investigadora de la Sociedad de Ciencias Aranzadi y colaboradora externa del departamento de Geología de la Facultad de Ciencia y Tecnología de la UPV/EHU
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