La mayor parte del crecimiento de los seres humanos se produce después de nacer, pero la velocidad a que crece el feto es la más alta de entre los primates. Por eso, los bebés humanos nacemos grandes. Y aunque solo representa el 30% del tamaño del encéfalo adulto, el nuestro también es grande. Estos son rasgos en los que no nos parecemos a los demás primates, ni siquiera a nuestros parientes más cercanos, bonobos y chimpancés. Dado que la divergencia entre los linajes humano y chimpancé se produjo hace unos seis millones de años (Ma) atrás, la diferenciación en las características de la gestación de uno y otro linaje hubo de producirse en fechas más recientes. A nadie se le escapa, no obstante, que eso es algo que no podemos observar ni medir como hacemos con los embarazos del presente.
En primates la gestación tiene una duración bastante parecida en las diferentes especies. Por lo tanto, si en una especie el feto crece muy rápidamente, eso significa que nacerá con un tamaño relativamente grande y su encéfalo también lo será. Ambas dimensiones están muy relacionadas. Por otro lado, hay una correspondencia estricta entre tamaño encefálico al nacer y en la edad adulta. Cabe suponer, por tanto, que ha de haber una relación estrecha entre tasa de crecimiento fetal y volumen encefálico adulto. Y, efectivamente, han comprobado que la hay. Por otra parte, las características de la dentición también son una buena fuente de información acerca de ciertos rasgos del ciclo de vida de los primates. La tasa de crecimiento prenatal, por ejemplo, también está relacionada con las dimensiones relativas de los molares en los primates catarrinos (grupo al que pertenecemos). En virtud de esa relación, el tercer molar es, por comparación con el primero, menor en los catarrinos con una tasa de crecimiento prenatal más alta.
Pues bien, la relación entre la tasa de crecimiento fetal y los dos indicadores considerados, volumen craneal interno (para el conjunto de primates) y tamaño relativo del tercer molar (para los catarrinos), se puede expresar de forma matemática. Y han usado las ecuaciones resultantes para estimar las tasas de crecimiento fetal de un buen número de antepasados (homininos) ya desaparecidos.
Así, han inferido que la gestación de nuestros antepasados –pertenecientes a los géneros Ardipithecus y Australopithecus– de hace entre 6 y 3 Ma, aproximadamente, era muy similar a las de chimpancés y bonobos, y a las de la mayoría de los monos. Los primeros representantes del género Homo ya se empezaron a diferenciar de sus antecesores, pero el ritmo de crecimiento prenatal no aumentó de forma clara hasta hace 1,5-2 Ma. Durante ese periodo se produjo una extensión de las praderas en el este y sur de África, con abundancia de herbáceas duras, propias de entornos secos, y una gran expansión y diversificación de herbívoros ungulados. Bajo esas condiciones hubo una fuerte presión selectiva en favor del consumo de esos ungulados por los seres humanos. Nuestros antepasados (género Homo) los consumían quizás como carroña y, cuando tenían ocasión, los cazaban persiguiendo a las presas durante horas.
Ese alimento de alto contenido energético y proteico habría permitido el desarrollo de grandes encéfalos, tanto en los fetos como en los individuos adultos. Y la tendencia a encéfalos progresivamente mayores habría dado finalmente lugar a las especies humanas que poblaron Eurasia y África en los últimos tres o cuatro centenares de miles de años. En ese periodo de nuestra evolución acabaría por alcanzarse una gestación muy similar a la de las mujeres actuales, con sus dificultades obstétricas y bebés de grandes dimensiones.
Para saber más:
Somos simios caros
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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