Una de las cosas que es inherente al ser humano es la creación, o más bien la búsqueda del placer poderoso que implica ser el creador de algo. Desde sus inicios, el ser humano se ha caracterizado por la creación, guiada por distintas motivaciones, desde la invención de cualquier artilugio que facilite la caza y con ello la alimentación, hasta la creación de cualquier tecnología con altas dosis de sofisticación y eficiencia. Por otro lado, la creación no siempre ha estado motivada por una utilidad evidente, a veces la sutileza, la necesidad de expresar o el simple placer de sentirse capacitado para crear algo ha sido más que suficiente. Una de estas creaciones es la música, así en general, como concepto.
Mucho se ha discutido sobre su origen a lo largo de la historia, dando resultados como aquel interdisciplinar libro The Origins of Music1 publicado por el MIT, relacionado con la comunicación, la cohesión y la expresión de nuestra especie, aunque haya otras especies que también usen la música. Sin embargo, independientemente de su origen, la música, y el arte en general, es un hecho cultural, que tiene una gran capacidad para resolver esa necesidad de creación que nos ha acompañado a lo largo de los siglos. Es por esto que uno de los mayores retos pueda ser crear algo capaz de crear, como es la inteligencia artificial.
La creación parte del conocimiento, es por esto que se hace esencial estudiar bien nuestro cerebro y adentrarse en teorías de la inteligencia humana. Algo de esto ya sospechaba el prominente informático John McCarthy, quien en el verano de 1956 se le ocurrió organizar en el Darmouth College (Hanover, New Hampshire, EE.UU.) un encuentro para poner en común estudios sobre máquinas pensantes, la famosa Conferencia de Darmouth, donde se dieron cita nombres tan significativos para el mundo de la ciencia como Claude Shannon, Marvin Minsky o John Holland. La consecuencia de este encuentro fue la diferenciación de dos vías de desarrollo de estas máquinas pensantes. Una de ellas era la vía enfocada en la ingeniería tecnológica, es decir, la resolución de problemas concretos mediante tecnología, algo que hoy podemos ver de manera cotidiana y que tiene que ver más con obtener un resultado inteligente que con el comportamiento del cerebro. Bien por los desarrolladores de esta vía, nuestro tiempo presente es una gran prueba de lo que han conseguido desde aquel lejano verano de 1956. La otra vía es la que concierne a la creatividad y, por lo tanto, a la música. La imitación de la estructura del cerebro, las redes neuronales artificiales y cómo funciona el pensamiento como paradigma tecnológico son avances que se han conseguido gracias a este enfoque más conexionista, donde los sistemas artificiales se convierten más sensibles al entorno.
Ya es una realidad que existe software capaz de crear música, pintar, o crear novelas o ensayos. Cada día nos sorprende una nueva aplicación capaz de ir más allá, de afinar mucho más el proceso creativo y, a su vez, creando el trampantojo de lo innecesario de la presencia humana. Hace poco tiempo distinguíamos perfectamente si una voz grabada era una máquina o una persona real, hoy en día esa tarea es bastante más difícil. Lo mismo ocurre con la música grabada. Es posible que una interpretación de música instrumental nos guste y nos parezca emotiva, siendo en realidad una interpretación creada por una IA. En cuanto a la creación artística, como por ejemplo la composición musical, es una de las fronteras para alcanzar altas dotes de «humanidad» en las máquinas, debido a lo emocional y subjetivo que puede llegar a ser el arte en general y la música en particular. La base de esta creación musical es el aprendizaje que realizan las máquinas almacenando datos y usando entre otras muchas cosas el cálculo estadístico, la probabilidad y la entropía.
La creación es arbitrariedad
Sin embargo, hay una barrera infranqueable que distingue a las máquinas de las personas: la arbitrariedad. Cuando las personas crean de manera artística, hay algunas decisiones que pueden (o deben) ser arbitrarias, y esto depende de multitud de factores externos (contexto) e internos (emociones y pensamientos). La tecnología no puede ser arbitraria, lo que sí puede es usar algo en su lugar, una especie de subterfugio o artificio: la aleatoriedad. Aunque son cosas parecidas, no son lo mismo y es aquí donde reside uno de los últimos escalones entre lo artificial y lo humano. Según la RAE, la arbitrariedad es un acto dictado por la voluntad o el capricho y, evidentemente, las máquinas no tienen caprichos. Cuando una decisión artificial (dentro de la creación musical) no se ajusta a una lógica, una razón o unas leyes, es simplemente aleatoria, pero nunca arbitraria.
Otra de las fronteras o últimos escalones es el defecto que alberga la virtud de la inteligencia artificial, es decir, su ventaja es su desventaja. La virtud de las máquinas es la gran capacidad que tienen para aprender manejando una ingente cantidad de datos, sin embargo, no pueden olvidar (o no al menos como lo hacen los humanos) ni distorsionar recuerdos. Este fallo de serie (o capacidad de supervivencia) en todo lo que respecta a la memoria humana y nuestra “aptitud” para almacenar datos y transformar recuerdos, se convierte en viento a favor de la arbitrariedad.
Quizá nuestras limitaciones sean un poderoso muro de contención para esa distopía que parece rondar a nuestra relación con la tecnología en lo que respecta al arte. Quizá por esto, la creación musical sea algo más que combinar de manera óptima.
Referencia:
1 Wallin, N. L., Merker, B., & Brown, S. (Eds.). (2000). The Origins of Music. MIT press.
Sobre el autor: José Manuel González Gamarro es profesor de guitarra e investigador para la Asociación para el Estudio de la Guitarra del Real Conservatorio Superior de Música “Victoria Eugenia” de Granada.
Alfonso
Interesantísimo. Muchas gracias
Creación humana e Inteligencia artificial – Cronicas de Prometeo
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