Los Reyes Magos de 1978, cuando yo tenía 14 años recién cumplidos, me trajeron un juguete inesperado: un microscopio, que todavía conservo.
Durante el curso 1977-78 yo estaba cursando 1º de B.U.P., lo que equivale al 3º de la E.S.O. actual. Nuestro profesor de ciencias, Don Saturnino Valle, nos había hablado por vez primera de genética, de los experimentos de Mendel, y me había dejado fascinado. Me propuse que ese y no otro sería mi destino profesional, algo que orgullosamente he conseguido, trabajando en lo que quería e investigando sobre nuestros genes y genomas.
Nuestro profesor nos mandó un trabajo escrito sobre el tema, por grupos. El grupito de amigos del que yo formaba parte nos esmeramos y nuestro trabajo resultó destacado por el profesor.
Como premio nos entregó un sencillo atlas de histología con imágenes microscópicas impresas de preparaciones de plantas y animales, lo sorteamos y acabó en mis manos. De nuevo la fascinación, el descubrimiento de las células, de los núcleos de las células, de las formas caprichosas que adquirían en los tejidos.
En el colegio teníamos microscopios, pero en mi casa lógicamente no. Durante ese curso, antes de la celebración de las navidades, debí dar la lata mucho en casa sobre este tema. Tanto que sus majestades los Reyes Magos estuvieron atentos y, cuando llegó el 6 de enero, el regalo que me encontré asociado a mi nombre era un estuche de plástico rojo con el panel frontal transparente. Contenía el instrumento con el que había imaginado que podría seguir observando preparaciones microscópicas.
El microscopio traía una caja de preparaciones de órganos de insectos (alas de hormiga, de abeja, patas de moscas…) que, al observarlas a mayor aumento, mostraban todo un abanico de detalles invisibles a simple vista.
El despertar de una vocación
Seguramente debí recibir otros regalos ese día, pero no recuerdo ninguno más. Hay regalos que nos impactan sobremanera, por lo que significan, por cómo pueden ayudar a moldear la vida futura que afrontaremos. Llamémoslo vocación, interés, anhelo, deseo o sueño. Pero sí, hay objetos determinantes en la historia vital de cada uno de nosotros.
Este microscopio es uno de los míos, seguramente uno de los que más contribuyó a que optara por dedicarme a lo que me he dedicado: a ser un investigador científico.
Bianchi 2002
El microscopio Bianchi 2002, de nombre pretencioso y futurista, estaba hecho enteramente de plástico. Había sido fabricado a finales de los años 70 y no era un prodigio de la técnica, pero cumplía fielmente su función.
Tenía dos oculares intercambiables, con diferentes aumentos, y cuatro objetivos de 60x, 150x, 200x y 400x aumentos. Eso le permitía llegar a unos aumentos considerables, de más de 1 000 veces (aunque la calidad de la imagen se empobrecía considerablemente a medida que incrementaban los aumentos del objetivo).
Para iluminar la preparación tenía un espejo (como los que usaba Don Santiago Ramón y Cajal a principios del siglo pasado) que debía situarse orientado a una fuente de luz, natural o artificial, como una lámpara, para concentrar el reflejo en el centro de la preparación y poder visualizar la muestra. Y claro, con más aumentos se requería más luz, lo cual no siempre era posible.
Cuando uno trastea con estos microscopios y con el espejo se percata de las dificultades que tuvieron que abordar nuestros primeros sabios microscopistas, siempre a la búsqueda de fuentes de luz y del ángulo correcto para poder ver, con las lentes de aumento del aparato, todo aquello que escapaba a la visión con el ojo desnudo, tan limitado para resolver objetos e imágenes diminutas.
A pesar de que los microscopios de Cajal eran infinitamente mejores que este, en especial por las lentes ópticas que incluían, de gran calidad, el sistema de iluminación que usaba era el mismo que el de este microscopio de juguete: un espejo orientable.
Preparaciones que aún conservo
Unos años después, completada mi enseñanza secundaria, entré a estudiar Ciencias Biológicas en la Universidad de Barcelona. Tras terminar el primer curso, que incluía la asignatura de Biología, impartida por la profesora Mercè Durfort, catedrática de citología e histología recientemente fallecida, volví a enamorarme de las imágenes microscópicas y me apunté a un curso práctico que ella ofrecía en el Instituto Químico de Sarrià. Era el verano de 1982, y aprendimos a preparar y a observar múltiples preparaciones animales y vegetales. Preparaciones microscópicas que guardo celosamente todavía y que entonces pude seguir observando en mi casa gracias al microscopio de juguete que me habían regalado cuatro años antes.
Supongo que todos recordamos regalos de Reyes especiales. Este microscopio sin duda fue, para mí, uno de ellos. Tras múltiples mudanzas, cambios de país, y tras casi 46 años, sigo conservándolo. Acudir a la bodega-trastero de casa para reencontrarme con él con motivo de este artículo ha sido una alegría.
Sobre el autor: Lluís Montoliu, Investigador científico del CSIC, Centro Nacional de Biotecnología (CNB – CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo original.