Juan Ignacio Pérez Iglesias, lector
La noción de innovación se adueñó hace ya bastantes años del lenguaje de gestores y políticos relacionados con la industria y con lo que antes se había venido denominando I+D (investigación y desarrollo) a secas. Esa innovación en el lenguaje obedecía, a mi juicio, a que gestores y políticos, en su gran mayoría, consideran el conocimiento (a secas) un lujo cultural que está bien pero que resulta, a todas luces, limitado y, si es el caso, prescindible. No les parecía suficiente la D de desarrollo (tecnológico), y encontraron en la i minúscula una posible vía para reorientar las políticas de apoyo a la generación de conocimiento y ámbitos relacionados con estas. La opción por la i minúscula se vio favorecida por los intereses de ciertos agentes que habían encontrado limitaciones para acceder al sistema de I+D (o sea, a sus fondos) tal y como se hallaba configurado y vieron en la i minúscula una posible vía para superar la limitación.
Es así como un servidor ha interpretado la irrupción de esa i en el mundo de las instituciones e industrias muy dependientes del conocimiento avanzado y de las políticas públicas dirigidas a su promoción. Pero lo más probable es que esté perfectamente equivocado, por supuesto.
Se acaba de publicar un libro raro. Se titula El arte de innovar. Naturalezas, lenguajes, sociedades y aunque el título no lo expresa con claridad, la obra tiene por objeto elaborar las que podrían ser bases para un desarrollo de una nueva disciplina, que podría denominarse innología, en la que se englobarían estudios sobre innovación y muy en particular, una filosofía de la innovación.
Lo cierto es que hasta que no lo leí en el texto no había sido consciente de que tal cosa, filosofía de la innovación, no existe o, al menos, no existe con carácter formal. Existen la epistemología, la axiología y la filosofía de la ciencia, pero no existe nada que pueda ser denominado filosofía de la innovación. Se han publicado algunos libros sobre innovación (Drucker, 1995; Lundvall, 1992; o más recientemente y de tono muy divulgativo, Johnson, 2010, son buenos ejemplos). Y existen los textos de la OCDE (Manual de Oslo de 2005 y otros textos más recientes) y de la Comisión Europea, de 2006 y 20101. Pero ninguno de ellos había abordado de forma explícita la cuestión de la filosofía de la innovación.
Y eso es, precisamente, lo que ha hecho Javier Echeverría, quizás una de las personas, por su trayectoria, más adecuadas para abordar la tarea. Javier recibió en 1995 el Premio Anagrama de Ensayo por Cosmopolitas domésticos y el Premio Nacional de Ensayo en 2000 por Los Señores del Aire, Telépolis y el Tercer Entorno. En la actualidad es profesor de investigación Ikerbasque, trabaja en la UPV/EHU y es miembro de Jakiunde.
En su libro Echeverría se propone sacar la noción de innovación del marco limitado del mundo de la empresa y las instituciones para llevarlo a uno mucho más amplio. Pretende naturalizar el concepto de innovación, de manera que se convierta en una noción aplicable a esferas tan diferentes como la naturaleza, las sociedades, las empresas, las ideas, el lenguaje y otras. El enfoque de Echeverría es, pues, pluralista y sistémico.
Y es ambicioso. La ambición de su planteamiento es necesaria; de otra forma no saldría de los cauces trillados en los manuales al uso. Pero esa ambición es quizás la causa de las principales objeciones que le encuentro. Así, por ejemplo, si bien me parece razonable incluir muchos procesos biológicos, con sus resultados, en el catálogo de innovaciones, no veo tan claro que merezcan similar consideración fenómenos de carácter cósmico. Desde el punto de vista de lo que podemos aprender de los citados ejemplos, además, me parece claro que los biológicos –con algunas reservas respecto al estatus de nociones tales como evolución lamarkiana o el concepto de evolución darwinista- pueden ser fuente de inspiración para elaborar modelos de procesos innovadores, en una línea que ya apunta el autor. Pero no veo esa misma funcionalidad en fenómenos tales como la formación de agujeros negros, por ejmplo. Y, en el otro extremo, por muy innovadora que haya sido una táctica bélica, dudo que cumpla los requisitos que el propio autor impone a las innovaciones en términos, por ejemplo, de difusión social y grado de adopción. Pero realmente estas son cuestiones que no impugnan el núcleo del atrabajo y que merecerían una discusión pormenorizada.
Dejo para el final dos consideraciones relativas a aspectos de la obra que me han resultado de especial interés. Uno es su componente axiológica. Aunque la noción de valor me sigue resultando esquiva a ciertos efectos, esa componente me parece relevante. Y entronca, además, con parte de la producción de Echeverría de los últimos años, en concreto en el terreno de los valores de la ciencia. Y la segunda consideración se refiere a la reseña que hace de tres pensadores –Aristóteles, Bacon y Leibniz- que introdujeron innovaciones de gran alcance en el pensamiento humano. Quizás por mi desconocimiento del personaje, lo relativo al último, a Leibniz, me resultado de especial interés.
En suma, tenemos una obra sobre un tema muy de moda, pero, hasta donde alcanza mi conocimiento, con un tratamiento nuevo. Si la propuesta de Javier Echeverría tiene éxito, la innovación debería salir de los estrechos y confusos cauces por los que discurre ahora y para ser contemplada en nuevo contexto, más amplio y más fecundo. Para quienes levantamos la ceja cada vez que oímos o leemos la palabra innovación, eso serían buenas noticias. Aunque solo fuera por esa razón ya me parece suficiente para dar la bienvenida al libro. Y a quien, además, esté interesado en la innovación por razones académicas (en su estudio) o prácticas (en su ejercicio), “El arte de innovar” puede resultarle una lectura enriquecedora.
Ficha:
Autor: Javier Echeverría
Año: 2017
Título: El arte de innovar. Naturalezas, lenguajes, sociedades.
Editorial: Plaza y Valdés editores, Madrid.
1 Se omiten las referencias porque no se han utilizado para la redacción de esta reseña, pero pueden hallarse, junto con muchas más, en el propio texto de Echeverría.
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