Este texto de José Manuel Sánchez Ron apareció originalmente en el número 4 de la revista CIC Network (2008) y lo reproducimos en su integridad por su interés.
El 23 de abril de este año, 2008, se cumplieron 150 años del nacimiento de un físico, Max Planck (1858-1947), que puso en marcha una de las mayores grandes revoluciones de toda la historia de la ciencia, la de la física cuántica, cuyos frutos terminarían cambiando el mundo. Fue en 1900 cuando Planck obtuvo el resultado por el que le recordamos, un resultado que no encajaba bien con la continuidad que la física suponía hasta entonces para la radiación electromagnética. Estrictamente, lo que halló es que para explicar la ley –que él mismo había introducido muy poco antes, de forma semiempírica– de la radiación de un cuerpo negro (radiación de todas las longitudes de onda en equilibrio) era necesario utilizar una expresión asociada de alguna manera a la radiación electromagnética: su célebre fórmula E=hv esto es, energía igual a una constante (luego denominada Constante de Planck) multiplicada por la frecuencia (el inverso de la longitud de onda) de la radiación. En principio, la lectura inmediata de este resultado es que la radiación electromagnética, y por consiguiente la luz, hasta entonces, repito, considerada una onda continua, estaba compuesta de “partículas” independientes, de cuantos como finalmente fueron denominados, cada uno de los cuales dotado de una energía igual a hv.
Planck no pudo aceptar tal conclusión. De una forma u otra se pasó una buena parte del resto de su vida tratando de evitarla. Más de treinta años después, en una carta que escribió el 7 de octubre de 1931 al físico estadounidense Robert W. Wood, recordó que, “resumido brevemente, se puede describir lo que hice como un acto de desesperación. Por naturaleza soy pacífico y rechazo toda aventura dudosa. Pero por entonces había estado luchando sin éxito durante seis años (desde 1894) con el problema del equilibrio entre radiación y materia y sabía que este problema tenía una importancia fundamental para la física; también conocía la fórmula que expresa la distribución de la energía en los espectros normales (ley de radiación de un cuerpo negro). Por consiguiente, había que encontrar, costase lo que costase, una interpretación teórica… Boltzmann había explicado cómo se establece el equilibrio termodinámico mediante un equilibrio estadístico, y si se aplica semejante método al equilibrio entre la materia y la radiación, se encuentra que se puede evitar la continua transformación de energía en radiación suponiendo que la energía está obligada, desde el comienzo, a permanecer agrupada en ciertos cuantos. Esta fue una suposición puramente formal y en realidad no pensé mucho en ella”.
Recurrir a la explicación que Boltzmann había dado de la entropía, en la que se utilizaban probabilidades fue especialmente doloroso para Planck porque lo que él siempre buscó en la ciencia son absolutos; de hecho, lo que estaba intentando cuando llegó a la expresión para la radiación de un cuerpo negro, que le llevaría a los cuantos, era explicar el crecimiento de la entropía sin recurrir a las probabilidades de Boltzmann. Así es, no obstante, la investigación científica: puede conducir a lugares insospechados.
Fue un joven y todavía desconocido físico empleado en la Oficina de Patentes de Berna de nombre Albert Einstein quien, cinco años más tarde (1905), se tomó en serio la discontinuidad que Planck no aceptaba, mostrando que para explicar una serie de fenómenos (como el célebre efecto fotoeléctrico) era necesario suponer que a veces la luz se comporta como un conjunto de cuantos de luz regidos por los resultados de Planck, y otras como una onda continua. Por este trabajo, Einstein recibió el premio Nobel de Física de 1921. Tres años antes, el galardón había recaído en Planck, “en reconocimiento”, como se lee en el comunicado oficial de la Academia Sueca, “a los servicios que ha prestado al avance de la Física con su descubrimiento de los cuantos de energía”.
Hasta aquí lo esencial de las contribuciones científicas de Planck (nunca volvió a alcanzar alturas comparables a las de 1900), pero su biografía no se limita a esto y contiene apartados de gran interés; es preciso, por consiguiente, volver atrás.
Max Planck
Max Karl Ernst Ludwig Planck nació en 1858 en Kiel, en cuya universidad su padre, Johann Julius Wilhelm von Planck, era profesor de Derecho. Cuando llegó el momento de elegir carrera universitaria, el joven Max dudó entre música, filología antigua y física. A pesar de que cuando el físico de Múnich (a donde su familia se había trasladado al obtener su padre una cátedra allí) Philipp von Jolly le aconsejó que no estudiara física, ya que todo estaba descubierto después de que los principios de la termodinámica hubiesen sido establecidos, y que no quedaban más que algunas lagunas por completar, Planck eligió finalmente seguir la carrera de Física en la Universidad de Múnich, estudios que comenzó el semestre de invierno de 1874-75. Encontramos algunas claves que explican esa decisión en una carta que Planck escribió muchos años después, el 14 de diciembre de 1930, a Joseph Strasser: “Yo podría haberme convertido también en un filólogo o en un historiador. Lo que me llevó a las ciencias exactas surgió de circunstancias más bien externas: un curso de matemáticas del profesor Gustav Bauer, al que asistí, en la universidad, suscitó en mi una gran satisfacción interior y me abrió nuevos horizontes. El hecho de que terminase pasándome de las matemáticas puras a la física tuvo que ver con mi pasión por las cuestiones relativas a la concepción del mundo; cuestiones que, sin duda, no podían ser resueltas por las matemáticas”.
Desde 1877 y hasta 1879 continuó sus estudios en Berlín, donde pudo seguir los cursos de tres gigantes de la ciencia: el fisiólogo y físico Hermann von Helmholtz, el matemático Karl Weierstrass y el físico Gustav Kirchhoff. Sus clases, sin embargo, dejaban que desear: Helmholtz, recordaría Planck en su autobiografía científica, “no preparaba sus clases; se interrumpía constantemente para buscar en un cuaderno los datos necesarios; por otra parte, cometía constantemente errores de cálculo en la pizarra, y daba la impresión de aburrirse tanto como nosotros en su curso”. Kirchhoff sí preparaba con cuidado sus lecciones: “cada frase estaba en su lugar. No faltaba ninguna palabra, no sobraba nada. Pero daba la impresión de que todo estaba aprendido de memoria, lo que le convertía en árido y monótono. Admirábamos al orador, pero no lo que decía”. En semejantes circunstancias, “el único recurso que me permitía satisfacer mi sed de conocimientos era leer las obras que me interesaban; se trataba, bien entendido, de las que se relacionaban con el principio de energía. Fue así como descubrí los tratados de Rudolf Clausius, cuya claridad me impresionó profundamente y en los que me sumergí con entusiasmo creciente. Admiraba especialmente la formulación exacta que daba de los dos principios de la termodinámica (el la de la conservación de la energía y el del crecimiento de la entropía) y la relación existente entre ellos”.
Clausius formó, junto a Helmholtz y Kirchhoff, no importa lo poco atractivas que le resultasen las clases de éstos, los pilares sobre los que construyó su saber físico. De hecho, siguiendo el ejemplo de Clausius, Planck hizo del estudio de la termodinámica el centro principal de su atención cuando se convirtió en un físico profesional. Comenzando con su tesis doctoral, que dedicó al tema del papel de los procesos irreversibles en la definición de entropía, y que presentó en Múnich el 12 de febrero de 1879.
En 1880 y tras presentar la correspondiente Habilitación, pudo enseñar, como privatdozent, en Múnich. En 1885, y contando ya en su haber con publicaciones de cierta notoriedad, fue designado profesor extraordinario (esto es, sin cátedra) de Física en la Universidad de Kiel, sustituyendo a Heinrich Hertz, el discípulo favorito de Helmholtz (Hertz, para quien Kiel estaba preparando convertir el puesto de profesor extraordinario que ocupaba en el de catedrático, aceptó una oferta de Karlsruhe). En Kiel, la carrera científica de Planck, centrada todavía en el segundo principio de la termodinámica, continuó avanzando. Después de cuatro años allí, con su currículum ya ampliado con un libro (dedicado al principio de conservación de la energía, una de sus grandes pasiones científicas), le llegó una nueva oportunidad: nada menos que de la Universidad de Berlín, la universidad de la capital de Prusia, centro neurálgico del nuevo Imperio alemán, que iba camino de convertirse también en una de las capitales del mundo. Una vez más, a quien Berlín realmente quería era a Hertz, pero éste aceptó una oferta de Bonn. En su lugar, aunque como profesor extraordinario, eligieron a Planck. Tres años después, en 1892, recibió el nombramiento de catedrático. Y dos años más tarde fue elegido miembro ordinario de la Academia Prusiana de Ciencias.
Llegaba a la cumbre de su profesión. En Berlín pasó el resto de su vida, alcanzando gran notoriedad profesional; llegó, de hecho, a convertirse en algo así como el decano, o representante, de la ciencia germana. En lo personal, sin embargo, su vida fue muy diferente.
El 31 de marzo de 1887, Planck se casó con Marie Merck. Tuvieron cuatro hijos: dos varones y dos gemelas. El primer golpe fue la muerte de Marie, en octubre de 1909. El 26 de mayo de 1916 llegó el segundo: su hijo mayor, Karl, murió en Verdún, de heridas sufridas luchando en las filas del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. El 15 de mayo de 1917, su hija Grete falleció una semana después de dar a luz a su primer hijo. Emma, la hermana gemela, se ocupó entonces del niño, y terminó casándose en enero de 1919 con el viudo. Antes de que acabase el año, el 21 de noviembre, tuvo exactamente el mismo final que su hermana.
La tragedia casi destruyó a Planck. El 21 de diciembre, escribía a Hendrik Lorentz, que compartía con él muchos rasgos de carácter: “ahora lloro amargamente a mis dos queridas hijas, y me siento robado y empobrecido. ¡Ha habido momentos en los que he dudado del valor de la propia vida!” Tampoco sobrevivió, aunque viviese más, su otro hijo, Erwin, con quien estaba particularmente unido. Erwin fue ejecutado el 23 de enero de 1945, acusado de haber participado en el famoso intento de acabar con la vida de Hitler. Parece que no participó en él, aunque sin duda conocía a muchos de los conspiradores y simpatizaba con su causa. Max Planck movió cielo y tierra para intentar que la pena de muerte fuera conmutada, y creyó haberlo logrado: el 18 de febrero supo que el perdón llegaría pronto. Pero cinco días después lo que llegó fue la noticia del ajusticiamiento. “Mi pena no puede expresarse en palabras”, escribió (4 de febrero) a Arnold Sommerfeld.
Por si fuera poco lo que he señalado, la noche del 15 de febrero de 1944, durante un formidable ataque aéreo de los aliados, su casa de Berlín, con su espléndida biblioteca y papeles personales, fue destruida completamente. Nada se salvó. Especialmente dramáticos fueron los últimos momentos de la guerra. Para escapar de los bombardeos de Berlín, Max y su segunda esposa, Marga, se trasladaron a Rogätz, en la orilla oeste del Elba, cerca de Magdeburg. Cuando Rogätz se convirtió también en un campo de batalla, los Planck tuvieron que vagar, escondiéndose, por los bosques, durmiendo en donde podían. Allí fueron encontrados por militares estadounidenses.
A la luz de tragedias como éstas, se entiende mejor lo que Planck dijo en una conferencia que pronunció en 1941 (todavía, por tanto, no había perdido a Erwin), Sentido y límites de la ciencia exacta: “Ninguno de nosotros poseemos por nacimiento derecho a ser felices, a tener éxito, a prosperar en la vida. Por ello, debemos acoger cada disposición favorable de la providencia, cada hora de felicidad, como un regalo inmerecido que incluso nos impone una obligación. Lo único que con seguridad podemos reclamar como propio, el mayor bien del que ningún poder del mundo nos puede privar y que a la larga nos puede contentar más que ninguna otra cosa, es la pureza del espíritu que se manifiesta en el concienzudo cumplimiento del deber personal. Y aquel a quien le fuera concedida la fortuna de participar en la edificación de la ciencia exacta encontrará… su placer y su felicidad en la certeza de haber explorado lo explorable y de venerar serenamente lo inexplorable”.
“La pureza del espíritu que se manifiesta en el concienzudo cumplimiento del deber personal”, decía, y ciertamente él poseyó tal atributo. Planck fue un hombre de honor. Un hombre de honor que vivió en tiempos difíciles, los de las dos guerras mundiales que asolaron el mundo en la primera mitad del siglo XX, y en las que su patria, Alemania, desempeñó un papel central, siendo finalmente derrotada. Sirvió con lealtad a la monarquía del káiser Guillermo, a la República de Weimar, al régimen de Hitler y a la Alemania controlada por los aliados que surgió al término de la Segunda Guerra Mundial.
Un hombre de honor en tiempos difíciles
En tiempos difíciles es, por supuesto, muy complicado comportarse de forma que satisfaga a todos, especialmente a aquellos que juzgan lo que sucedió en el pasado en situaciones que ellos no vivieron. Planck, por ejemplo, firmó al poco de comenzar la Primera Guerra Mundial un vergonzante nacionalista Llamamiento al mundo civilizado en el que se defendían las (supuestas) razones por las que Alemania creía justificado lo que hacía, pero tengamos en cuenta que no han sido, al fin y al cabo, demasiados los que en el pasado han sabido librarse de la exaltación patriótica que acompaña a las guerras. Debemos recordar, asimismo, que durante el régimen de Hitler, Planck se esforzó por lograr que sus colegas de origen judío no fuesen perseguidos como lo fueron. Cierto: no se enfrentó directamente a Hitler y a los suyos, pero podemos recordar ocasiones en las que se comportó con una gran dignidad.
Un magnífico ejemplo en este sentido tiene que ver con el químico Fritz Haber. Muy poco después de llegar al poder (enero de 1933), Hitler comenzó a implementar su ideología racial. El 7 de abril, se promulgaba la famosa ley de restauración de la carrera del funcionario, uno de cuyos puntos afirmaba que serían “apartados de sus puestos todos los funcionarios que no sean de origen ario”, aunque se añadía que no se aplicaría la ley “a aquellos funcionarios que lo fuesen el 1 de agosto de 1914, o que luchasen en el frente defendiendo al Imperio Alemán o a sus aliados durante la guerra”. Haber, el “padre de la guerra química” durante la Primera Guerra Mundial, era uno de los que podían acogerse a semejante excepción.
Pero no lo hizo. El 30 de abril dirigía la siguiente carta al ministro para la Ciencia, Arte y Educación:
“Honorable señor:
Por la presente le solicito respetuosamente mi jubilación, con fecha del 1 de octubre de 1933, de mi puesto en Prusia como director de uno de los Institutos Káiser Guillermo, así como de mi secundario puesto de catedrático en la Universidad de Berlín. De acuerdo con las previsiones de la Ley para Empleados Gubernamentales del 7 de abril de 1933, que se ordenó fuese aplicada a los Institutos de la Sociedad Káiser Guillermo, tengo derecho a conservar mi puesto a pesar de ser descendiente de abuelos y padres judíos. Sin embargo, no deseo aprovecharme de este permiso más allá de lo que sea necesario para abandonar de manera ordenada los deberes científicos y administrativos de mis cargos…
Mi decisión de pedir la jubilación ha surgido del contraste entre la tradición investigadora en la que he vivido hasta ahora y los puntos de vista diferentes que usted, Sr. Ministro, y su Ministerio defienden como protagonistas del actual gran movimiento nacional. En mi puesto científico, mi tradición exige que al escoger mis colaboradores tenga en cuenta solamente los currículos profesionales y personales de los solicitantes, independientemente de sus ascendientes raciales”.
Tras abandonar sus puestos en Alemania, Haber se trasladó a Inglaterra, invitado por la Universidad de Cambridge. Aparentemente, ni el ambiente ni el clima ayudaron a levantar su estado anímico y energía, falleciendo el 30 de enero de 1934 cuando se dirigía a Basilea a pasar unas vacaciones.
Y en este punto aparece Planck.
A instancias de Max von Laue, Planck, entonces presidente de la Sociedad Káiser Guillermo (una organización financiada en gran parte con fondos privados, aunque con conexiones con la Universidad, lo que hacía que muchos de sus miembros fuesen también funcionarios), decidió organizar una sesión pública para honrar la memoria de Haber. El Gobierno y el partido nazi intentaron impedir tal sesión, aunque únicamente pudieron prohibir a los funcionarios públicos que asistieran a ella. La sesión se celebró en una sala abarrotada, con muchas mujeres asistiendo en lugar de sus maridos, obligados a no participar. Otto Hahn pronunció el discurso principal, leyendo también el texto preparado por el químico Karl Bonhoeffer, un estudiante de Haber, que como funcionario civil también se vio impedido de asistir. Al final de la ceremonia, Planck declaró: “Haber fue leal con nosotros; nosotros seremos leales con él”.
Seamos también nosotros leales con la memoria de Max Planck, y recordémoslo a él, un hombre de orden que puso en marcha una grandiosa revolución científica.
José Manuel Sánchez Ron. Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid (1971) y doctor en Física por la Universidad de Londres (1978). Desde 1994 es catedrático de Historia de la Ciencia en el Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.
Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network
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Eric O. Thompson
Quien logró explicar este fenómeno fue Max Planck, en 1900, que debió para ello sacrificar los conceptos básicos de la concepción ondulatoria de la radiación electromagnética. Para resolver la catástrofe era necesario aceptar que la radiación no es emitida de manera continua sino en cuantos de energía discreta, a los que llamamos fotones. La energía de estos cuantos E=h x f es proporcional a su frecuencia y a la llamada constante de Planck, h = 6.6 10^-34 Joule x segundo, una de las constantes fundamentales de la física moderna. Cuando la frecuencia de la radiación es baja el efecto de la discretización se vuelve despreciable debido al minúsculo valor de la constante de Planck, y es perfectamente posible pensar al sistema como continuo, tal como lo hace el electromagnetismo clásico. Sin embargo, a frecuencias altas el efecto se vuelve notable. En 1905, Einstein utilizaría el concepto de fotón para explicar otro fenómeno problemático en el marco de la física clásica, la generación de una corriente eléctrica al aplicar luz monocromática sobre un circuito formado por chapas metálicas, conocido como el efecto fotoeléctrico. Einstein obtendría tiempo después el Premio Nobel por este importante hallazgo teórico.
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