Los penúltimos alquimistas

Naukas

"El alquimista" (1771) de Joseph Wright | Wikimedia Commons
«El alquimista» (1771) de Joseph Wright | Wikimedia Commons

El 3 de agosto de 1783 tres eminentes hombres de ciencia hicieron un viaje de más de 45 km desde Londres a Guilford con la intención de presenciar la demostración por parte de un colega de la Royal Society, James Price (nacido Higginbotham en Londres en 1752) , de que había conseguido uno de los objetivos soñados por todos los alquimistas: transmutar el mercurio en oro.

Este distinguido químico, un rico doctorado por Oxford que había sido elegido miembro de la Royal Society cuando sólo tenía 29 años, ya había demostrado públicamente en varias ocasiones sus habilidades alquímicas, había publicado un libro en el que publicitaba sus éxitos e, incluso, se había atrevido a regalar al rey Jorge III parte del oro producido. Hasta ese momento tan sólo caballeros, clérigos, nobles, algún farmacéutico local y amigos habían sido testigos de su proeza.

Estos experimentos públicos los había realizado en su laboratorio de Guilford. Allí, según afirmaba, podía producir metales preciosos mezclando bórax (borato de sodio), nitro (nitrato potásico) y uno de dos “polvos productivos”, uno rojo y uno blanco, descubiertos por el propio Price, con cincuenta veces su peso en mercurio. Tras una mezcla adecuada en un crisol con una varilla de hierro se obtenía, usando el polvo rojo, oro, y usando el blanco, plata. La última de estas demostraciones públicas había tenido lugar el 25 de mayo de 1782.

Joseph Banks (1773) | Wikimedia Commons
Joseph Banks (1773) | Wikimedia Commons

El presidente de la Royal Society, a la sazón Joseph Banks, estaba preocupado por la reputación de la institución ante la popularidad que estaba alcanzando Price. Así que se dirigió a él para que repitiese el experimento delante de un grupo de miembros cualificados de la sociedad. Price comenzó a poner excusas; que si se le habían acabado los “polvos productivos”, que si empleaba mucho tiempo en elaborarlos, que si no era rentable hacer oro de esa manera (según Price su procedimiento hacía que el oro tuviese un coste de 17 libras la onza, cuando el precio de mercado era de cuatro libras). Banks se mantuvo firme en su petición y amenazó a Price con la expulsión ignominiosa si no satisfacía su requerimiento.

Los tres delegados de la sociedad no estaban preparados para la clase de demostración que les tenía preparada Price. Se acomodaron en el laboratorio mientras Price parecía preparar sus instrumentos y preparados. En un momento dado, Price se aproximó a una mesa lateral donde había una pequeña botella. Visto y no visto ingirió su contenido; instantes después rodaba muerto. Un rato más tarde, uno de los sabios presentes olió la botella e identificó su contenido sin dudar: agua de laurel (ácido cianhídrico).

Si bien el gusto por el dramatismo de Price a la hora de autoexcluirse de los dominios de la ciencia no encuentra paralelo fácilmente, sí es cierto que sirve de ejemplo de las características que tuvieron algunas prácticas como la alquimia durante el siglo XVIII: tenían cierto predicamento pero terminaron marginadas. En muchos libros de historia leemos que la Ilustración, gracias al poder reformador de la razón, había erradicado las antiguas tradiciones y creencias supersticiosas (versiones “del carbonero” de las religiones incluidas), pero el hecho cierto es que sobrevivieron de una forma u otra a lo largo del siglo XVIII y más allá, incluso entre las élites bien instruidas.

James Price, el desafortunado “Paracelso de Guilford” como Banks se refería a él sarcásticamente, no fue el único alquimista de la Royal Society en una época en la que un Cavendish o un Lavoisier eran miembros de ella. El eminente químico Peter Woulfe (el primero que sugirió que podría haber un nuevo elemento en la wolframita, el tungsteno) no tenía empacho en reconocer que su fracaso a la hora de encontrar el elixir de la vida eterna era su incompleta preparación moral. Price y Woulfe parece que habrían pertenecido a un pequeño círculo de entusiastas ocultos que floreció en Londres hacia el final de siglo y entre cuyos miembros habrían estado William Blake, Richard Cosway y Philip de Loutherbourg. Las pruebas de la existencia de este círculo que han llegado hasta nuestros días hay que admitir que no son concluyentes y es difícil saber cuantos realmente practicaban la alquimia experimental; todo sea dicho, parece ser que la mujer de de Loutherbourg habría tirado por la ventana el crisol de su marido “por celos”.

Emanuel Swedenborg | Wikimedia Commons
Emanuel Swedenborg | Wikimedia Commons

Hablamos de alquimia experimental, porque había una parte de las prácticas que, como decía Woulfe, eran más de preparación moral. Para ello recurrían a la cábala, a la alquimia hermética o al mesmerismo. Pero si había algo que fascinaba a todos estos hombres eran las doctrinas del teólogo místico sueco Emanuel Swedenborg (muerto en 1772). Tras treinta años de respetado filósofo natural en Suecia, Swedenborg dijo haber experimentado una conversión espiritual y dedicó el resto de su vida a exponer su religión metafísica. Sus influyentes libros describían vívidamente sus visiones celestiales y propagaban una cosmología neoplatónica que, basándose en una interpretación de las escrituras, concebía el mundo material como una emanación divina perpetua. Un prominente seguidor de Swedenborg fue el General Charles Rainsford (gobernador de Gibraltar, miembro de la Royal Society y primo de Banks) que llenaba cuadernos y cuadernos en tres idiomas de enseñanzas alquímicas, incluyendo diagramas y detalles experimentales.

Algunos se dedicaron a escribir públicamente. Especialmente relevante es el caso del médico Ebenezer Sibly, que algunas veces publicó usando el nombre de su hermano Menoah (un predicador swendenborgino). Ebenezer obtuvo su título de medicina en Aberdeen tras una vida dedicada a la astrología. Interesado en el magnetismo animal de Mesmer, mezclaba en sus libros los últimos conocimientos y teorías médicos con viejas ideas herméticas sobre un universo vitalista, todo ello aderezado con conceptos alquímicos. Si bien fue ignorado por la ciencia oficial, los libros de Sibly fueron reimpresos repetidamente hasta bien entrado el siglo XIX. Esto perpetuó a nivel popular el interés en la alquimia que compartieron autores neoplatónicos como Thomas Taylor, que tanto influiría en los poetas románticos.

Lo anterior en el Reino Unido donde está todo más o menos documentado, gracias a la existencia de instituciones científicas. En Europa continental el conocimiento es mucho más fragmentario, pero podemos estimar que corrió en paralelo (o peor). Y hasta hoy.


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Este post ha sido realizado por César Tomé López y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.

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