De las constantes fundamentales

Experientia docet

Constantes fundamentales

La creencia de que los números constituyen, de alguna forma, la esencia del universo es algo que ha acompañado la experiencia humana a lo largo de la historia, casi independientemente de la civilización que consideremos. Las pautas que se podían observar en el cielo o en la sucesión de las estaciones fueron la primera oportunidad para comenzar a descubrir los números de la naturaleza, y las necesidades agrícolas, comerciales y religiosas de las primeras civilizaciones fueron la motivación para inscribirlos en calendarios.

Los griegos en concreto pensaron especialmente acerca de los números, tanto metafórica (ahí están las especulaciones de pitagóricos y platónicos) como prácticamente (las geometrías exactas de un Hiparco o un Ptolomeo son buenos ejemplos).

Estas dos aproximaciones no siempre permanecieron separadas. Quizás el caso más notable de mezcla fue el de Johannes Kepler, que combinó las creencias numerológicas en las armonías de las esferas celestes con las mediciones precisas de Tycho Brahe para descubrir que el cubo del diámetro promedio del diámetro orbital de un planeta dividido por el cuadrado de su periodo orbital era un número constante, sin importar el planeta.

Galileo Galileo se ciñó, en sus cálculos numéricos, a los objetos terrestres. Midió la velocidad de caída de varios cuerpos y encontró que la razón entre la distancia recorrida y el tiempo empleado al cuadrado era la misma independientemente del cuerpo concreto. Los cuerpos de Galileo y la fructífera numerología de Kepler vinieron a encontrarse en la ley de gravitación universal de Isaac Newton. La teoría de Newton implicaba la existencia de una constante fundamental (más tarde llamada G) que especificaba la fuerza de atracción no sólo entre un planeta y el Sol sino también entre un cuerpo que cae y la Tierra.

No se prestaba, sin embargo, mucha atención a estas constantes relacionadas con la gravedad. Los métodos matemáticos de la época, centrados principalmente en la forma de los ratios entre cantidades y no en sus constantes de proporcionalidad, oscurecían la importancia de las propias constantes. Incluso a finales del siglo XVIII Henry Cavendish diseñó su famoso experimento de la balanza de torsión no para medir la fuerza entre dos masas y de ahí lo que los físicos modernos llamarían la constante gravitatoria, sino para medir la densidad de la Tierra.

Una excepción significativa a la falta de interés en las constantes naturales imperante en la ciencia moderna primitiva fue la medición de la velocidad de la luz por parte de Ole Rømer en 1675. Una posible explicación de esta excepción es que, a diferencia de la aceleración gravitatoria, la velocidad era un concepto familiar y, en el caso de la luz, se determinaría por observaciones astronómicas (en el caso de Rømer los eclipses de los satélites de Júpiter), algo que se medía habitualmente.

No fue hasta mediados del siglo XIX que apareció el interés actual en las constantes fundamentales de las ciencias físicas. El espíritu cuantificador generalista surgido en el XVIII dio la motivación global, y la efervescente industria del telégrafo, en necesidad imperiosa de estándares y unidades eléctricos bien definidos, dio el impulso que faltaba.

En 1851 Wilhelm Weber propuso un sistema de unidades eléctricas basado en el sistema métrico. Una década más tarde la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, liderada por William Thomson (Lord Kelvin) y James Clerk Maxwell, asumió el reto de promulgar un sistema internacional de estándares y unidades eléctricos que pudiera satisfacer las necesidades tanto de la industria como de la ciencia. En este sistema ciertas cantidades fundamentales jugaban un papel central, como la permeabilidad magnética y la permitividad eléctrica del éter. El trabajo también exponía la posibilidad de definir un “sistema natural”, no arbitrario, de unidades, basado quizás en la longitud de onda, la masa, y el periodo de vibración de los (aún hipotéticos) átomos.

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Mientras tanto ciertos números clave estaban apareciendo en teorías físicas rompedoras. James Joule demostraba el equivalente mecánico del calor y calculaba su valor. Ludwig Boltzmann reinterpretaba la termodinámica en términos estadísticos y de una constante importante , más tarde llamada k, que relacionaba la energía media de la molécula con la temperatura. Planck introducía otra nueva constante clave relacionada con la energía molecular, h, en su ley de radiación del cuerpo negro. La teoría electromagnética de Maxwell ponía de relieve que la velocidad de la luz en el vacío c era, de hecho, la velocidad de la radiación electromagnética en general. El estatuto de constante fundamental de c fue confirmado por la teoría de la relatividad especial de Albert Einstein y su equivalencia materia-energía, E = mc2. Y el descubrimiento de Joseph John Thomson del electrón introdujo su masa y su carga (me y e) como candidatas a cantidades fundamentales de masa y carga.

Conforme el número de constantes físicas reconocidas se multiplicaba según avanzaba el siglo XX, surgía la pregunta, ¿hasta qué punto eran fundamentales? Porque, si bien podían categorizarse por tipo, como propiedades de objetos o factores de leyes físicas, por ejemplo, y estaba claro que unas tenían más profundidad y significado que otras, también parecía evidente que muchas de ellas estaban interrelacionadas y que denominar a unas y no otras “fundamentales” era algo arbitrario.

Una segunda cuestión era, ¿qué precisión era suficiente? Los años veinte y treinta del siglo XX fueron testigos de un esfuerzo internacional, informal eso sí, para identificar no sólo el mejor valor existente de cada constante fundamental sino también su precisión. Las tecnologías que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial, entre ellas el láser y el reloj atómico, ayudaron incrementando sustancialmente el número de posiciones decimales medibles. En los años sesenta el proyecto adquirió formalidad con el establecimiento por parte del Consejo Internacional para la Ciencia de un Comité de Información para Ciencia y Tecnología (CODATA) y su grupo de trabajo sobre constantes fundamentales. Este grupo se ha encargado de revisar sistemáticamente la literatura científica y de producir un conjunto de “mejores valores” de las constantes fundamentales en 1973, 1986, 1998, 2002 y 2006.

Sin embargo, el análisis detallista en busca del siguiente decimal no erradicó, contra lo que pudiese parecer, el interés en la numerología. Ciertas combinaciones de e, h y c parecían contener una magia más poderosa que otras. La constante adimensional e2/hc, por ejemplo, surgió como la que definía la fuerza de la fuerza electromagnética en la electrodinámica cuántica. Y es que las constantes adimensionales tenían (tienen) un gran atractivo porque sus valor no depende del sistema de unidades elegido y parecen, por tanto, números puros del universo. Yendo un paso más allá, algunas combinaciones simples de constantes fundamentales producen números adimensionales todos del orden de 1040. En su hipótesis de los grandes números P.A.M. Dirac proponía que esta coincidencia era indicio de la existencia de una ley del universo aún por descubrir.

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La hipótesis de los grandes números también hacía que una pregunta fuese relevante, ¿hasta qué punto son constantes las constantes?, ya que implicaba que algunas constantes como G podría variar con la evolución del universo. En algunos modelos cosmológicos pequeños cambios en los valores de las constantes pueden provocar grandes cambios en la evolución del universo. Sólo con valores cercanos a los observados podría desarrollarse la vida compleja y autoconsciente. De ahí que la consideración de los valores de los constantes fundamentales renovó el interés en el principio antrópico y despierta el interés en algunos en que los números de la naturaleza podrían derivarse del hecho de la existencia humana. Salvo, claro está, que existan distintas regiones del universo con distintos valores de estas constantes, lo que implicaría que la vida tal y como la conocemos surge sólo en esa región del universo donde es posible que surja.

Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

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