Un planetólogo en el reino de Hades
Imaginemos a un planetólogo de una antigua civilización galáctica observando la Tierra de hace cuatro mil millones de años. Imaginemos su intención de simular en un potente ordenador la futura evolución de la atmósfera de un planeta tan curioso. Tal vez, la posibilidad de observar un planeta rocoso similar al suyo habría sido propuesta recientemente por un equipo de astrónomos que simularon previamente la evolución de la atmósfera de su planeta tras un gran impacto, como sucedió con la Tierra durante la formación de la Luna.
Esos astrónomos podrían haber calculado que el calentamiento producido por la energía del impacto generaría una densa atmósfera rica en vapor de agua y dióxido de carbono, la cual podría permanecer en esas condiciones durante varios millones de años. De este modo, el planeta se volvería particularmente brillante en el infrarrojo cercano gracias a un efecto invernadero desbocado tipo Venus ―con una temperatura de superficie de más de mil grados y unas cien atmósfera de presión―.
Además, la firma espectral definitiva de tal atmósfera post-impacto vendría dada por moléculas características que no se encontrarían en atmósferas frías, como algunos haluros y compuestos del azufre.
El planetólogo no hace caso a sus colegas biólogos, que se muestran optimistas a la vista de condiciones que parecen favorables a la aparición de la vida ―puesto que el planeta se encuentra además en la zona de habitabilidad estelar― y procede con la simulación.
Pero los biólogos estaban en la buena senda y la vida aparecería relativamente pronto en aquel infierno rocoso. Unos 500 millones de años más tarde se produciría un evento crucial: la aparición de las cianobacterias, cuya actividad fotosintética envenenaría la atmósfera primigenia del Hadeico ―que es como se conoce esa época geológica― con oxígeno.
El oxígeno no se acumularía durante el siguiente eón debido a los sumideros provocados por la actividad geológica, probablemente consecuencia de la emisión de gases de óxidos de hierro, sulfuro de hidrógeno, o quizás ambos, pues no se sabe con certeza. Sin embargo, en algún momento se empezaría a formar la corteza terrestre y a disminuir el volumen del océano, provocando el cambio de la composición de los gases que emitían los volcanes. El oxígeno se empezaría rápidamente a acumular en las atmósfera hace unos 2300 millones de años (o quizás antes) en un evento conocido como la Gran Oxidación.
La acumulación de oxígeno empezó a descomponer el metano en dióxido de carbono, aunque podrían haber colaborado varios procesos geológicos que actuaban sobre el ciclo del carbono. El metano es un gas invernadero más poderoso que el CO2, por lo que su oxidación contribuyó a disminuir la temperatura del planeta en un tiempo en el que el brillo de un Sol joven era en torno a un 20% menor que en la actualidad. Se produjo así una de las glaciaciones más importante de la historia de nuestro planeta, un estado de bola de nieve que duró unos 300 millones de años: la glaciación huroniana. Y de paso, la primera extinción masiva de organismos: los procariotas anaerobios.
Nuestro planetólogo extraterrestre, a pesar de contar con unos modelos muy precisos de la física, química y geología de la Tierra primitiva, fracasó estrepitosamente en sus predicciones de la composición futura de la atmósfera. Quizá, con un conocimiento más avanzado de los procesos biológicos básicos podría haberlo hecho mejor. Todo por no considerar que la vida puede cambiar la física-química de una atmósfera planetaria.
El sueño de una Escandinavia más cálida
A finales del siglo XIX, el químico sueco Svante Arrhenius se interesó en el tema del origen de las Eras Glaciales. En 1895 comenzaría con una serie de “tediosos cálculos” (en sus propias palabras) que lo llevarían un año más tarde, y después de decenas de miles de operaciones, a la primera estimación de lo que hoy se conoce como sensibilidad climática a las variaciones de CO2.
Había sido Joseph Fourier en 1820 el primero en caer en la cuenta de que algunos gases de la atmósfera podían atrapar el calor solar. Nacía de ese modo el concepto de lo que hoy denominamos efecto invernadero. John Tyndall mostró, en experimentos de laboratorio durante 1859, que el vapor de agua atrapaba el calor de la luz solar y que el dióxido de carbono, aun en proporciones de unas pocas partes en diez mil, era extremadamente efectivo en retener dicho calor. Con la física de mediados del siglo XIX era suficiente para, de forma directa, mostrar que esta roca, que se encuentra a 150 millones de kilómetros del Sol, estaría mucho más fría sin la intervención de este efecto.
Arrhenius llegó a la conclusión de que disminuir a la mitad la concentración de CO2 podría reducir la temperatura media en Europa unos 4-5ºC. Un colega de Arrhenius, Arvid Högbom, fue el primero en estimar que la contribución industrial a la concentración atmosférica de CO2 era del mismo orden de magnitud que la de los procesos geoquímicos. Arrhenius entonces estimó la sensibilidad del clima al duplicar la concentración de CO2 en un aumento de temperatura de 5-6ºC, un cálculo bastante acertado dadas las simplicidad de su modelo y el hecho de tener que realizar todos los cálculos a mano. La mejor estimación actual es de 1.5-4.5ºC.
¿Qué consecuencias previeron Arrhenius y Högbom de esos cálculos? A largo plazo, pensaron, los océanos terminarían por absorber el excedente de CO2, por lo que sus estimaciones estaban hechas sobre la base de que pasarían muchos siglos antes de que las concentraciones de CO2 atmosféricas llegasen a duplicarse. Y claro, dadas las gélidas temperaturas de la Suecia en la que vivían estos hombres de ciencia, no hace falta decir que veían la posibilidad de una elevación de la temperatura como una bendición de Thor. Incluso Walther Nernst llegó a fantasear con maneras de aumentar las emisiones para hacer del gélido norte de Europa un lugar de clima más benévolo.
Arrhenius y Högbom intentaron predecir el futuro de la concentración atmosférica de CO2. Pero fracasaron. Sus estimaciones de una duplicación en un periodo de varios siglos, tomando como base las emisiones de 1908, se vieron desbordadas por el desarrollo de una civilización industrial que fueron incapaces de prever. Su modelo físico de las consecuencias del aumento de los gases de efecto invernadero era bastante aceptable. Nuestros modelos actuales son muchísimo mejores y disponemos de ordenadores capaces de hacer las decenas de miles de cálculos de Arrhenius en fracciones de segundo. Pero nuestras previsiones de las condiciones climáticas del futuro también están condicionadas a los escenarios de emisiones.
Como le sucedería al planetólogo extraterrestre que ignoró la intervención de las cianobacterias, nuestra ignorancia de principios que no somos capaces de modelar actualmente ―del tipo Máxima potencia, por ejemplo― pueden malograr las predicciones del futuro. Lo cierto es que las emisiones industriales están de momento trazando perfectamente el escenario más pesimista de los que maneja el IPCC y quizá haya llegado el momento de soluciones más drásticas de geoingeniería.
En lo que se ha venido a denominar el Antropoceno, la nueva edad geológica donde la civilización humana dejará un rastro de consecuencias planetarias, la predicción del futuro de la Tierra se hace imposible sin considerar los valores y las intenciones de una civilización con cierta capacidad tecnológica.
Panspermia galáctica
En 1908, Svante Arrhenius escribía una obra, Worlds in the making, donde explicaba al gran público las consecuencias de las emisiones de CO2 provocadas por el uso del carbón en el calentamiento de la Tierra. Arrhenius especulaba con un futuro optimista, donde se evitaba una nueva era glacial y un clima más cálido permitía mejores y más abundantes cosechas. Hoy sabemos que los aspectos negativos del cambio climático superan con creces sus beneficios.
Pero Arrhenius también fue el pionero en dar forma a la vieja hipótesis de la panspermia, en un artículo de 1903. En Worlds in the making escribía (la traducción es mía):
De esta manera, la vida podría haber sido diseminada durante eones de sistema solar en sistema solar y de planeta en planeta de un mismo sistema. Pero, como de esos miles de millones de granos de polen que lleva el viento desde un gran árbol ―un abeto, por ejemplo―, sólo uno en promedio puede engendrar un nuevo árbol, de los miles de millones , o quizás billones , de los gérmenes que la presión de la radiación expulsa al espacio, sólo uno puede realmente engendrar vida en un planeta extraño en el que la vida aún no hubiese surgido y convertirse así en el creador de la vida en ese planeta . . . . finalmente percibimos que, de acuerdo con esta versión de la teoría de la panspermia , todos los seres orgánicos en todo el universo debe estar relacionados los unos con los otros.
La hipótesis de la panspermia ha servido probablemente de inspiración para la especulación del abandono futuro del planeta que permita la supervivencia de nuestra civilización. Las condiciones de la Tierra irán empeorando irremediablemente en el futuro y, aun sobreviviendo a eventos catastróficos como cambios climáticos o caídas de asteroides, el aumento de luminosidad solar empezará a convertirse en un problema grave dentro de unos mil millones de años. Así, resulta probable que, salvo algún tipo de geoingeniería que ahora no seamos capaces de imaginar (o quizásí), los océanos acaben evaporándose y provocando un efecto invernadero desbocado tipo Venus.
En algún momento anterior, nuestros descendiente tendrán que migrar a otros planetas del Sistema Solar —quizá, irónicamente, utilizando a las cianobacterias para la terraformación de Marte– o a otros sistemas estelares, si tienen la intención de sobrevivir. Al contrario que en el film Interstellar, Robert Freitas, en los años 80, asumió tecnología ya existente de propulsión de cohetes para, a petición de la administración Carter, realizar la propuesta de una factoría lunar automática y auto-replicante capaz de aumentar su capacidad productiva de manera exponencial. Aunque Freitas calificara su propuesta de “realista” hace ahora 35 años ―después de más de 11 millones de dólares de presupuesto y el carpetazo de la NASA a su informe―, no cabe duda que la aparición reciente de la impresión 3D tal vez podría ayudar a quitar las comillas de esta frase.
Freitas fue más lejos y propuso, en el largo plazo, estrategias de exploración de la galaxia entera en un periodo de unos pocos millones de años y la posibilidad de que los colonizadores —ya sean humanos o sondas autoreplicantes— tengan la capacidad de reenvío de nuevas colonias a otros sistemas estelares.
Esta estrategia garantizaría la continuidad de la civilización por al menos decenas o centenares de eones, al evitar los cataclismos locales. Este esquema podría generalizarse a la colonización de una parte cada vez más importante del universo observable. Por lo que en última instancia es la cosmología —ciencia que estudia el origen, evolución y destino del universo— la que podría tener la última palabra sobre las posibilidades de la civilización a muy largo plazo.
Hacedores de mundos
Imaginemos ahora una civilización dentro de un billón de años. Podría tratarse de nuestros descendientes en el futuro. La inmensa mayoría de las estrellas de la Vía Láctea han dejado de brillar, incluido nuestro Sol. Los astrónomos de la época ya no podrán hacer observaciones extragalácticas, puesto que el grupo local se ha fusionado en una sola metagalaxia y la expansión acelerada del universo ha desconectado causalmente todas las demás estructuras galácticas, de tal forma que la mismísima luz se aleja de los observadores como si el horizonte de sucesos de un gran agujero negro hubiese decidido rodearlos por todas partes.
Los antepasados de dicha civilización se las ingeniaron en su momento para acumular todas las galaxias que pudieron antes de traspasar el horizonte de sucesos cosmológico, asegurándose la existencia durante al menos el próximo trillón de años. En un universo en expansión eterna, sin embargo, la crisis energética, como ocurre en la actualidad, es un handicap continuo al que se enfrenta cualquier civilización. El problema básico no es tanto la disponibilidad de energía como el hecho de que, a medida que se produce la expansión, resulte cada vez más costoso extraerla. La única manera de evitar este handicap parece sencilla: ¡hacer más con menos!
En 1979, Freeman Dyson convirtió en ciencia las especulaciones sobre el futuro de la vida a muy largo plazo en un artículo admitido por una revista académica de prestigio. Bajo la premisa de la sostenibilidad energética futura, Dyson encuentra una vía de escape mediante la reducción de la tasa metabólica en periodos de hibernación cada vez más numeroso y largos. Puesto que el tiempo de expansión puede ser enorme o incluso ilimitado, por muy lentos que sean los procesos metabólicos, el número de ellos pudiera diverger. El tiempo subjetivo de la civilización podría así hacerse arbitrariamente grande.
Dyson es un optimista empedernido, pero introdujo un concepto que he intentado sugerir con estas tres historias: que los valores y las intenciones de la vida inteligente pueden cambiar el futuro del universo. Y aunque pueda parecerlo, está bastante lejos de ser una idea trivial. Desde la formulación de la segunda ley de la termodinámica y la primera realización que hizo Lord Kelvin en 1851 de sus consecuencias para el futuro a largo plazo ―la inevitable muerte térmica del universo―, la ciencia parece augurarnos la distopía perfecta: un futuro inevitable hacia un universo vacío, no sólo de materia sino además de significado. Como lo ponía Steven Weinberg en su libro Los tres primeros minutos del Universo:
Aún es más difícil comprender que este Universo actual ha evolucionado desde una condición primitiva inefablemente extraña, y tiene ante sí una futura extinción en el frío eterno o el calor intolerable. Cuanto más comprensible parece el universo, tanto más sin sentido parece también.
La realidad es que no lo sabemos. Como el astrónomo de la antigua civilización que observaba el eón Hadeico o los primeros hombres de ciencia que intentaron predecir el clima futuro, nuestras predicciones pueden ir muy desencaminadas cuando obviamos el papel que la vida y la civilización pueden jugar en la futura evolución del universo.
Para saber más:
- Oxygen: A Four Billion Year History, Donald E. Canfield. Princeton University Press 2014
- The Discovery of Global Warming, Spencer R. Weart. Harvard University Press, 2008
- Timeline of the far future, Wikipedia.
- A Many-Colored Glass: Reflections on the Place of Life in the Universe, Freeman Dyson. University of Virginia Press, 200
Este post ha sido realizado por Pedro J. Hernández (Ecos del Futuro) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
Mi agradecimiento a Nieves Delgado, cuyas sugerencias han hecho el texto algo más legible.
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Los patrones emergentes de las colonias de cianobacterias — Cuaderno de Cultura Científica
[…] fueron la primera forma de vida en desarrollar la fotosíntesis y fueron las responsables de inyectar oxígeno a la atmósfera de la Tierra, sentando así las bases para el surgimiento de las complejas formas de vida que conocemos hoy. Las […]