Del clima (I)

Experientia docet

Del clima

La Encyclopèdie de Denis Diderot y Jean D’Alembert, publicada a mediados del siglo XVIII (1751-1772), ofrecía tres definiciones de clima. En primer lugar, un clima era una banda de latitud alrededor de la Tierra, de una anchura tal que el día más largo a lo largo de su círculo límite polar excedía al día a lo largo del círculo límite ecuatorial en una cantidad de tiempo fijada. En segundo, se llamaba clima a una región caracterizada por sus estaciones, la calidad de su suelo o “incluso los modales de sus habitantes”. Finalmente, una tercera definición igualaba los climas con las temperaturas o “grados de calor” característicos de una región. El clima, pues, era según estas definiciones una región más que un patrón de tiempo meteorológico típico; era un término más geográfico que meteorológico.

Los geógrafos venían discutiendo el clima y su relación con la cultura desde la Antigüedad clásica. La fuente de esta tradición puede trazarse hasta el Sobre los aires, las aguas y los lugares de Hipócrates, en el que se atribuía el carácter de la población a los vientos (aires), al origen del suministro de agua (aguas) y al terreno y su orientación (lugares), además de a su dieta, su higiene, sus ocupaciones típicas y demás. Tan poderoso era el punto de vista hipocrático que los editores de la Encyclopèdie pidieron a Montesquieu que se encargase de ese artículo, ya que tras su discusión del asunto en su famoso De l’esprit des loix (1748), poco más había que añadir a unos temas tan familiares.

Antes del último cuarto del siglo XVIII la tradición geográfica tenía poco que ver con la meteorología. Las afirmaciones de los geógrafos sobre la meteorología eran siempre muy generales y cualitativas, no sacando provecho de las cada vez mayor disponibilidad de buenas observaciones meteorológicas. Por su parte, y aunque pueda sonar paradójico con los criterios de hoy, los meteorólogos no tenían el menor interés en el clima. Su objetivo principal era descubrir patrones recurrentes que pudiesen usar para predecir el tiempo y su influencia en la agricultura y en la salud.

A finales del siglo XVIII, el uso de instrumentos cada vez más precisos, desarrollados buena parte de ellos por el impulso de distintas sociedades científicas, permitió empezar a recoger un cuerpo significativo de datos meteorológicos fiables. Pero los meteorólogos no desarrollaron a partir de ellos una comprensión de los climas: no integraron las observaciones meteorológicas en muchos puntos en una comprensión de la unidad del tiempo atmosférico a lo largo de periodos de tiempo y extensiones de espacio. A este respecto la crítica de Kant a las ciencias naturales contemporáneas parece apropiada: [las ciencias naturales colocan los objetos] “simplemente al lado unos de otros y ordenados en serie uno detrás de otro”, [en vez de integrarlos en] “un todo a partir del que se derive el carácter múltiple de las cosas ”.

Paradójicamente la mejor aproximación a una unión de meteorología, mediciones precisas y geografía vino a finales del XVIII por la gran tradición hipocrática: la medicina o, mejor, la topografía médica. El mejor ejemplo lo tenemos en Francia, donde la Real Sociedad de Medicina mandó a los médicos repartidos por todos los rincones del territorio francés que informasen de las condiciones ambientales en el reino en el mejor espíritu hipocrático. Los miembros reunían observaciones meteorológicas, descripciones de “aires, aguas y lugares” e informaciones sobre las poblaciones locales, todo ello con el objeto de publicar un “mapa médico y topográfico de Francia”. Antes de que este esfuerzo pudiese ser integrado en lo que podría haber sido el primer tratado de climatología, la Revolución cerró la Sociedad.

En cualquier caso, la aparición de una verdadera climatología necesitaba algo que a los científicos en general les cuesta asimilar: un cambio de filosofía, una nueva visión del mundo. Esa nueva filosofía aparecería en el siglo XIX.

Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

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