La botella de Leiden, una botella llena parcialmente de agua y electrificada mediante un cable que la conecta a una máquina electrostática, supuso una contribución de la mayor importancia al conocimiento natural.
Cuando se inventó en 1745, los filósofos naturales suponían que la atracción y la repulsión eléctricas aparecían a partir de un vapor o efluvio que emitía el cuerpo electrificado. Este efluvio era capaz de empujar objetos ligeros (repulsión) y, según el mayor especialista europeo en electricidad de la época, Jean-Antoine Nollet, estimulaba a los cuerpos vecinos a que emitiesen a su vez efluvios, lo que ocasionaba lo que parecía ser una atracción.
Estos efluvios recorrían algunos materiales, llamados conductores, y eran detenidos por otros, como el vidrio, llamados aislantes. Dado que los objetos reaccionaban a un cuerpo electrificado del que lo separaba una lámina delgada de vidrio, se pensaba que el vidrio tenía que ser grueso para aislar adecuadamente.
Cuando, siguiendo esta teoría, el profesor de filosofía natural de la Universidad de Leiden (Países Bajos), Pieter van Musschenbroek pensó en recoger efluvios eléctricos en una botella repartió todas las papeletas en el sorteo de una potente descarga. Andreas Cuneus, ayudante de Musschenbroek, sostenía la botella con su mano desnuda mientras el agua se cargaba; al sacar el cable que cargaba el agua con la otra mano, recibió tal descarga que en la descripción que Musschenbroek hizo del experimento a Nollet afirmaba que “no recibiría otra igual por todo el reino de Francia”. Nollet, sacrificándose por la ciencia, determinó que la descarga era mayor cuanto más fino era el vidrio, cuando, según su teoría, más efluvios dejaría escapar.
Benjamín Franklin se aseguró una recepción positiva a su teoría de las electricidades positiva y negativa gracias a su análisis de las anomalías en el comportamiento de la botella de Leiden. Según él, los efluvios que se acumulaban en la botella repelían “fluido” de la superficie exterior a través de la mano llegando al suelo. Cuanto más fina fuese la botella mayor era la fuerza repulsiva y mayor el efecto, siempre y cuando el vidrio fuese absolutamente impermeable a los efluvios. Cuando el experimentador unía las dos superficies externamente, el fluido acumulado dentro corría a través de él para llenar el vacío generado. Eso era la descarga.
Franklin redujo la engorrosa botella a una lámina de vidrio recubierta en cada lado por una lámina de metal (el cuadrado de Franklin). Franz Aepinus y Johan Carl Wilcke terminaron eliminando el vidrio. Su “condensador de aire” podía cargarse como una botella de Leiden. Por otra parte, parecía actuar a distancia. Aparentemente el fluido eléctrico no atravesaba el aire excepto cuando se podía ver en forma de chispas. La elaboración de nuevas teorías eléctricas basadas en fuerzas newtonianas fue un paso importante hacia el sistema de imponderables.
El cuadrado de Franklin tenía más cosas que enseñar. Separando gradualmente las láminas metálicas Wilcke estudió los efectos de la inducción eléctrica en función de la distancia (1762). En 1775 Alessandro Volta incorporó la misma idea en una máquina útil. Reemplazó el vidrio con una sustancia resinosa e incorporó un mango aislante a la lámina conductora superior (el “escudo”): con esto fabricó un “elettroforo perpetuo”, un sistema que proveía electricidad perpetuamente. Cargaba la resina por fricción y colocaba encima el escudo, consiguiendo de esta forma un condensador. Cuando se levantaba el escudo éste podía descargarse a voluntad para después volver a la resina cargada a repetir el proceso.
El análisis del funcionamiento del electróforo proporcionó los conceptos fundamentales de inducción eléctrica, tensión (un precedente del potencial) y capacidad.
En la serie Apparatus buscamos el origen y la evolución de instrumentos y técnicas que han marcado hitos en la historia de la ciencia.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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