Los pueblos de cazadores recolectores que perduran en la actualidad en diferentes lugares del planeta suelen ser nómadas, sus miembros comparten alimento con otras personas del grupo, cazan, pescan y recolectan de forma conjunta, suelen cuidar a los hijos de otras parejas, y tienen, en general, una ética igualitarista. Las redes sociales son fluidas y las unidades familiares, relativamente autónomas; cambian de un grupo a otro con facilidad. Un rasgo llamativo de los grupos es que hay una proporción muy alta de individuos que no están relacionados entre sí: hay menos relación entre ellos que la que hay en grupos de agricultores o pastores de tamaño equivalente. Ese rasgo es sorprendente porque, en principio, convivir con numerosos familiares es muy ventajoso y, de hecho, los propios individuos, al ser preguntados, manifiestan su preferencia por convivir con parientes cercanos.
Ese contraste entre la preferencia por convivir con parientes próximos y la constatación de que, en la práctica, los grupos están formados por personas poco relacionadas entre sí ha intrigado a un equipo de antropólogos de la Universidad de Londres, y se han dedicado a estudiar la cuestión con cierto detalle. De acuerdo con su análisis, la escasa relación de parentesco que hay entre los miembros de un mismo campamento es la consecuencia del hecho de que tanto hombres como mujeres tengan la misma capacidad para tomar ese tipo de decisiones y de que intenten que en su entorno haya el mayor número posible de parientes cercanos. Por el contrario, en las sociedades en que la decisión relativa a la residencia de la pareja y la convivencia con otros familiares recae en uno de los dos sexos, como ocurre en la práctica en los pueblos de agricultores donde decide el varón, los miembros del poblado están mucho más emparentados entre sí.
Los autores del estudio –publicado hace unas semanas en la revista Science- sostienen que, muy probablemente, en los pueblos de cazadores recolectores del pasado, hombres y mujeres tenían un estatus muy similar. Si bien había una cierta división del trabajo, la contribución de unos y otros a la provisión de recursos para la familia era equivalente y su capacidad de decisión habría sido acorde con esa igualdad. Sospechan que ese rasgo -la igualdad- que no compartían con otros homínidos, pudo ser consecuencia del alto coste que suponía la reproducción humana, en parte debido a lo extraordinariamente caro que resulta nuestro encéfalo. Por eso era esencial que tanto hombres como mujeres contribuyesen con su aportación de alimento, cosa que no ocurre en gorilas, chimpancés o bonobos, nuestros parientes más cercanos, y cuyos machos se desentienden completamente de la tarea de criar a la progenie.
La desigualdad habría aparecido en el Neolítico, con la transición a la agricultura y el pastoralismo. Cuando los recursos heredables –terrenos y ganado- determinaban el éxito reproductor, habría surgido la transmisión hereditaria sesgada a favor del sexo masculino, lo que habría conducido a la aparición de desigualdades, tanto de riqueza, como ligadas al sexo.
Conviene no extraer conclusiones apresuradas de un estudio que, a pesar de su solidez, no deja de tener un alcance limitado. Pero si se confirmasen estas conclusiones con pueblos no analizados en este trabajo, ello obligaría a cambiar algunos estereotipos relativos a los orígenes de la desigualdad. No obstante, también conviene tener claro que hombres y mujeres hemos de gozar de los mismos derechos y oportunidades con independencia de cuáles sean los orígenes históricos de la desigualdad. El pasado quizás –y sólo quizás- puede ayudarnos a explicar el presente, pero nunca debe esgrimirse para justificar situaciones inaceptables, ni tampoco para lo contrario.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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Este artículo fue publicado el 24/5/15 en la sección con_ciencia del diario Deia