Sevilla, 1844. El sol aún no ha salido y la incipiente luz del alba deja ver entre la penumbra una silueta que asoma junto a la puerta Real. Sea quien sea, se escabulle sigiloso delante del cuartel del Carmen, intentando ocultar, sin demasiado éxito, un par de fardos que previamente había pasado por encima de la muralla.
La escurridiza sombra atiende al nombre de Carreira y en ese preciso momento comprende que está en serios aprietos cuando, a la voz de alto, le salen al paso dos tenientes de húsares. Acorralado y vendido, no tiene más remedio que detenerse ante ellos y acceder a sus peticiones de enseñar qué lleva en los bultos… Armas, cigarrillos, colonia inglesa…
Se te va a caer el pelo –escucha con la cabeza gacha mientras lo trasladan al cuartelillo–.
De entre toda la mercancía incautada, uno de los tenientes fija sus ojos en un libro. Impreso en Londres, octavo, tapa dura. Pasa la primera página, se lo acerca a los ojos y aprovechando la poca luz de esas horas lee en voz alta algo así: “Journal of Researches into the Geology and Natural History of the various countries visited by HMS Beagle 1832-1836”…
¿Más armas? –preguntan desde el fondo–.
Armas espirituales, munición ideológica, la más terrible –contesta el teniente–.
La anécdota la cuenta el profesor Antonio Cascales Ramos en su obra «Sevilla, Machado y Darwin» y aunque sea una novela histórica nos puede servir como primera respuesta a la pregunta que encabeza esta serie de artículos. ¿Cómo llegó el darwinismo a España?, pues en sus inicios llegó tal y como llega el alcohol, los cigarrillos y las armas: oculto en fardos destinados al estraperlo.
Los primeros en interesarse por la obra de Charles Darwin fueron sin duda los profesores de las Universidades. Mucho antes de que El origen de las especies llegase a tener una traducción completa publicada en España, el ambiente universitario de ciudades como Sevilla, la Coruña, Valencia o Granada se vio inmerso en intrincados debates sobre el transformismo o el fijismo de las especies gracias a estudiantes y profesores que, aficionados a la antropología, la biología o la geología, comentaban en sus clases las últimas corrientes científicas de Inglaterra, Alemania o Francia.
Sin querer liar mucho al lector, antes de analizar la corriente cultural y científica que acarreó el darwinismo, debemos citar primero otra corriente fundamental que propició y alentó a muchos académicos en su labor de introductores: el «krausismo«.
La figura y obra de Karl Christian Friedrich Krause, filósofo alemán nacido en 1781, iba a impregnar las ambiciones liberales de un nutrido grupo de pensadores españoles de principios del siglo XIX. Frente al dogmatismo imperante en toda Europa, este filósofo alemán apostaba firmemente por la Libertad de Cátedra y la independencia académica, principios que a la postre serían clave para que los profesores españoles se animaran (y arriesgaran) a enseñar las tesis darwinistas a pesar del férreo ambiente isabelino de mediados de siglo.
No obstante, las ideas de autonomía académica propugnadas por un semidesconocido profesor de Alemania que jamás puso un pie en España hubieran pasado desapercibidas en nuestro país de no haber sido por la imprescindible labor traductora de personajes como Julián Sanz del Río o Francisco Ginés de los Ríos (de ahí que en el primer capítulo de esta serie hiciera hincapié en la importancia de las traducciones como las grandes responsables de la propagación de las tesis científicas en el siglo XIX).
El krausismo fue la tabla de salvación de una sociedad decimonónica que vio esa autonomía académica como una solución al oscurantismo cultural y científico imperante en España. A partir de la década de 1830, y con la Libertad de Cátedra como bandera, profesores de multitud de Universidades se sintieron arropados y legitimados para hablar en sus clases de lo que ocurría en el mundo… Las Universidades se convirtieron en pequeñas islas de rebeldía de pensamiento y enseñanza, en puertas abiertas hacia las corrientes que llegaban de Francia, de Inglaterra o de Alemania.
Paradójicamente antes de que llegase la revolución «biológica» de Darwin y Wallace con su Teoría de la selección natural, en la década de 1840 las discusiones más acaloradas eran geológicas. Unos años antes (1830-1833) y mientras un imberbe Darwin aún se encontraba embarcado por el mundo, Charles Lyell publicaba sus Principios de Geología (una vez más con la editorial John Murray). En aquella obra en tres volúmenes se presentaba una Tierra viva, dinámica y en constante cambio desde sus inicios. Desarrollando las incipientes ideas de Hutton décadas atrás, Lyell propugnaba que el planeta que vemos hoy es el resultado de cambios y fuerzas geológicas a lo largo extensos periodos de tiempo y que esas causas pasadas aún siguen funcionando en nuestros días. Unas ideas geológicas que podrían trasladarse al campo de la evolución de las especies.
Con algo de perspectiva histórica bien podríamos decir que los inicios de las teorías de la evolución de la vida se encuentran en las teorías de la evolución de las piedras… De hecho, Darwin fue antes geólogo que biólogo.
Volvemos a Sevilla donde habíamos dejado a Carreira encerrado en el cuartelillo y a uno de los tenientes sosteniendo en su mano una copia del diario de Charles Darwin en su viaje con el HMS Beagle. Nos ponemos a unir los puntos que he ido dejando diseminados por este artículo para crear un panorama global: Aislamiento cultural en España, corrientes científicas en geología, en biología, en antropología, movimientos académicos propugnando libertad en la enseñanza y comercio en el mercado negro de obras irreverentes procedentes de Europa…
Bastaba un avezado Carreira como en la novela de Cascales Ramos que te consiguiera de estraperlo un ejemplar de ese libro de ese tal Lyell, del alemán Haeckel o de Mister Darwin del que tanto se habla, o quizá fuese suficiente un viaje a un simposio de especialistas en Paris o Londres en donde entrar en contacto con las teorías científicas vetadas en España… y por supuesto, necesitamos a algún profesor español que, convencido de la Libertad de Cátedra de la que hablaba Krause, comenzase a hablar de esas ideas en sus clases.
Nos trasladamos a comienzos de la década de 1860 en España: Todos los elementos del cocktail estaban listos y preparados para que alguien comenzara a agitarlos…
Este post ha sido realizado por Javier Peláez (@irreductible) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
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