Y el Sol se volvió azul

Naukas

El 24 de septiembre de 1950, los ciudadanos de Toronto (Canadá) disfrutaban de un domingo agradable. A media tarde el cielo comenzó a oscurecerse de una forma inusual, hasta el punto de que la demanda de energía para iluminación tumbó líneas eléctricas y las alarmas de los bancos saltaron de repente. La policía se vio desbordada por las llamadas de los asustados ciudadanos. La astrónoma Helen Sawyer Hogg vio cómo los patos escondían la cabeza bajo el ala y se echaban a dormir a las tres y media de la tarde. Miró hacia arriba y vio una masa de nubes y neblina oscura. Y también algo que ningún habitante de la ciudad había visto antes. Por entre las nubes asomaba el sol.

Era un sol azul.

El pánico comenzó a adueñarse de la ciudad. Apenas un año antes Stalin había conseguido la bomba atómica, y en esos mismos momentos aviones canadienses rastreaban el norte de Ontario en busca de un bombardero estadounidense B-50 accidentado. Los rumores sobre una guerra nuclear comenzaron a extenderse. Al día siguiente la situación no mejoró: el sol azul se alzó de nuevo en un cielo de extraños colores. Como para confirmar los peores presagios, un eclipse ocultó la luna aquella misma noche.

Afortunadamente no se trató del inicio de la Tercera Guerra Mundial. El responsable de tan extraños fenómenos fue un gigantesco incendio forestal que había comenzado cuatro meses antes en la Columbia Británica y que todavía seguía activo. La columna de humo y cenizas del que hoy conocemos como incendio del río Chinchaga, el mayor registrado jamás en el continente americano, pasó sobre Nueva York, atravesó el Atlántico y llegó al continente europeo. También allí el sol brilló con una tonalidad azul.

No fue el único caso de sol azul, ni tampoco el primero. Algunos cronistas romanos fueron testigos de cómo, justo después del asesinato de Julio César, hubo un oscurecimiento de la luz del sol que no pudo atribuirse a un eclipse solar. Según Plutarco:

«…en todo aquel año su disco salió pálido y privado de rayos, enviando un calor tenue y poco activo: así, el aire era oscuro y pesado, por la debilidad del calor que lo enrarece, y los frutos se quedaron imperfectos y sin madurar por la frialdad del ambiente

Otros historiadores de la época dejaron constancia de cómo la luna y las estrellas se tiñeron de rojo. Se sabe ahora que el volcán Etna entró en erupción en el 44 a.C., inyectando grandes cantidades de aerosoles. Después de algún tiempo la atmósfera comenzó a aclararse y pudo observarse un sol azul, muy probablemente causado por partículas de ácido sulfúrico que seguían suspendidas en el aire.

Hay testimonios históricos aún más «coloridos.» Poco después de la gran erupción del Krakatoa en 1883, el sol apareció de un color verde brillante sobre los cielos de Madrás y otros lugares de la India durante casi dos semanas; otros informes describen un sol azul celeste. El profesor C. Miche Smith dio cuenta de este acontecimiento en la revista Nature, donde sugirió que el volcán podría haber influido debido al vapor lanzado a la atmósfera.. Tres años antes, en 1880, un explorador que escalaba el Chimborazo observó cómo el cercano Cotopaxi entró en erupción. Varias horas después, una nube de cenizas cubrió el sol y lo volvió de color verde.

Existen también registros de sol azul en ausencia de fenómenos volcánicos. En 1991 un grupo de científicos volaba a 10.000 metros de altura sobre Nuevo Méjico, probando un fotómetro para el satélite de investigación SAGE II. El sol se encontraba a apenas un par de grados sobre el horizonte, y su luz atravesaba en horizontal una capa de aerosoles que se extendía a lo largo de casi 70 kilómetros de aerosol. Una observación a través de la ventana mostró una vista única, un hermoso disco de luz azulada apenas visible a través de la espesa capa de nubes.

Conocer el mecanismo que hay detrás de un sol azul no es más difícil que entender por qué el cielo es azul. Cuando la luz del Sol atraviesa la atmósfera, interacciona con las moléculas del aire. Éstas absorben una pequeña cantidad de energía, pero la mayoría es dispersada en otras direcciones. Para partículas muy pequeñas, esa dispersión es mayor para longitudes de onda menores (dispersión de Rayleigh); es decir, la molécula dispersa más la luz azul que la roja. Por eso cuando alzamos la vista vemos el cielo azul: estamos observando la luz del Sol dispersa por la atmósfera. Si el color azul se dispersa más, eso significa que al mirar directamente al Sol veremos luz con menos cantidad de azul y más de rojo.

Dispersión de la luz por moléculas de aire (Imagen: Arturo Quirantes)
Dispersión de la luz por moléculas de aire (Imagen: Arturo Quirantes)

El mismo fenómeno sucede cuando tenemos aerosoles en la atmósfera. No, no se trata del spray que tiene usted en el baño. El término «aerosol» describe un sistema de partículas en suspensión aérea. Algunas son de tipo antropogénico (humo, hollín), y otras tienen origen natural (polvo del desierto, cristales de sal, humo de erupciones volcánicas). Habitualmente estas primeras suelen tener tamaños pequeños, y son parcialmente responsables de que la luz del Sol se haga más rojiza.

Por supuesto, yo no le recomiendo que intente mirar directamente hacia el Sol para comprobarlo, pero habrá notado que los atardeceres suelen mostrarse de una hermosa tonalidad rojiza conforme miramos en dirección oeste. Se trata de esa luz directa que nos llega a nosotros con un mayor porcentaje de luz roja que lo habitual. Mejor aún, olvídese del sol y fíjese en la luna. Cuando nuestra atmósfera tiene aerosoles de pequeño tamaño en suspensión, la luna aparece con un impresionante tono rojizo, ya sean durante su salida, su puesta, o durante un eclipse de luna.

Luna roja durante el eclipse lunar de 27/28 septiembre 2015 (Imagen: Planetario Ciudad de la Plata)
Luna roja durante el eclipse lunar de 27/28 septiembre 2015 (Imagen: Planetario Ciudad de la Plata)

Ahora bien, ¿cuál ha de ser el tamaño de una partícula para que disperse así la luz? Esa pregunta depende de su forma y composición. Es hora de hacer números. Supongamos partículas esféricas de humo producidas por un incendio forestal. Vamos a utilizar aquí una cantidad llamada eficiencia de dispersión, que mide la capacidad de una partícula para dispersar la luz en todas direcciones.

Esta cantidad también depende de la longitud de onda de la luz incidente, es decir de su color, así que nos centraremos en dos colores: azul (488 nm) y rojo (633 nm). Estos números no están escogidos al azar, sino que corresponden a los colores de los láseres de ión argón y de helio-neón; seguro que ha visto usted este último, ya que se emplea en los lectores de código de barras de los supermercados.

He aquí el resultado:

Dispersión de luz azul y roja en función del tamaño (Imagen y datos: Arturo Quirantes)
Dispersión de luz azul y roja en función del tamaño (Imagen y datos: Arturo Quirantes)

Fíjese, amigo lector, cómo la curva azul está siempre por encima de la roja. Esto significa que las partículas de hasta media micra de diámetro dispersan más la luz azul y menos la roja; en consecuencia, la luz transmitida directamente hacia nosotros tendrá un mayor contenido de luz roja y menor de luz azul.

Puede que se pregunte usted por qué he interrumpido la gráfica a 0,5 micras de diámetro. Hay dos motivos para ello. El primero es que la mayoría de los aerosoles de modo fino que hay en la atmósfera tiene un tamaño inferior a media micra. El segundo motivo es que soy un tramposo. Vamos a ver ahora qué sucede cuando ampliamos la misma gráfica hasta un par de micras.

Figura 4 - Qsca 2

La situación cambia en la región de 0,6 – 1,2 micras, ya que allí la curva roja está por encima de la azul. Eso significa que, para partículas de esos tamaños, la situación se invierte: la luz roja se dispersa más, y los atardeceres serán azules, no rojizos.

En la práctica la situación real es algo más compleja, ya que las partículas en suspensión no tienen todas el mismo tamaño. Para ver un sol azul, necesitamos un acontecimiento (una gran erupción volcánica o un incendio forestal masivo) que lance a la atmósfera partículas de un tamaño levemente inferior a la micra, y con una distribución de tamaño estrecha (es decir, que no sean todas del mismo tamaño pero casi); y eso no sucede con mucha frecuencia.

Resulta difícil conseguir partículas en suspensión atmosférica del tamaño y forma correctas para darnos un atardecer azul, pero hay un lugar donde son muy frecuentes: el planeta Marte. La atmósfera marciana tiene una densidad muy pequeña, lo que reduce al mínimo la dispersión de Rayleigh, y las partículas de polvo parecen tener el tamaño justo para los atardeceres son azules. El planeta rojo deja de serlo durante la puesta de sol.

Atardecer sobre el planeta Marte, fotografiado por el róver Curiosity el 15 de abril de 2015 (Imagen: NASA/JPL-Caltech/MSSS)
Atardecer sobre el planeta Marte, fotografiado por el róver Curiosity el 15 de abril de 2015 (Imagen: NASA/JPL-Caltech/MSSS)

Incluso en las circunstancias más favorable el cambio de color no se suele notar en nuestro planeta, ya que la luz del Sol es muy intensa y sobrecarga los receptores ocular. Un sol azul es solamente visible cuando la cantidad de partículas es tan alta que produzca un oscurecimiento palpable de la luz solar. En consecuencia, resulta algo menos raro observar una luna azul, ya que su luz es más débil y no necesita ser atenuada tanto.

Aun así, se trata de un fenómeno raro. En el argot norteamericano, para indicar un suceso muy poco frecuente o aislado se dice que ocurre una vez cada luna azul, once in a blue Moon. Una famosa canción popular norteamericana, titulada Blue moon, trata de una persona que sufre una racha de mala suerte tan infrecuente como… bueno, como una luna azul. El compositor usó aquí un juego de palabras en inglés, relacionando el color de la luna con la sensación de sentirse deprimido o tristón (literalmente «feeling blue,» sentirse azul). Al final de la canción llega el amor «…y cuando miré la Luna se había vuelto dorada.»

El significado del término «luna azul» ha cambiado, y en la actualidad hace referencia a la segunda luna llena de un mes. Esta nueva acepción del término se ha ido afianzando con el tiempo y es la más conocida en la actualidad. Se trata de un acontecimiento que sucede cada dos o tres años, lo que lo convierte en relativamente raro; pero por lo demás es una luna llena como otra cualquiera. No espere verla de ningún color especial. Ahora bien, si en alguna ocasión una gigantesca erupción volcánica tiñe nuestra luna de azul, corra a la ventana y disfrútela. Le garantizo que no se sentirá azul.

Este post ha sido realizado por Arturo Quirantes (@Elprofedefisica) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.

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