Escribir, dice un viejo proverbio literario, es duro porque hay que matar a todas tus amantes. No en el sentido literal, sino en el figurado: la mayor parte de las veces para que la trama fluya o para que el personaje encaje hay que eliminar justo aquellas partes de la escritura de las que uno se había enamorado. Las descripciones románticas y detalladas, los giros de la historia vital apasionantes, las disquisiciones filosóficas: todo eso que al escribir tanto nos gustó es lo que hay que quitar para que la novela tenga sentido, para que el libro funcione. La única forma de escribir algo que merezca la pena es matar a todas tus amantes. Y cuando en ciencia ocurre lo mismo.
No estimamos lo bastante hasta qué punto practicar ciencia consiste en demoler de forma sistemática y deliberada lo que parece obvio o evidente. Porque lejos de la idea ingenua de que la ciencia consiste en observar con nuestros propios ojos y escuchar con nuestros propios oídos para sacar nuestras propias conclusiones la verdad es que buena parte de la ciencia consiste en matar a todas nuestras amantes.
Tenemos que matar las impresiones falsas de nuestros sentidos y nuestro cerebro, que nos dan información parcial, sesgada e insuficiente del mundo real. Si tan sólo confiásemos en lo que vemos, olemos, gustamos y oímos una enorme parte del universo quedaría fuera de nuestro conocimiento para siempre. Por supuesto desconoceríamos todo aquello que no estamos equipados para detectar, pero también extraeríamos muchas conclusiones engañosas a partir de datos insuficientes mal interpretados por nuestro cerebro. Porque casi siempre lo que vemos y percibimos, lo que entendemos e integramos a partir de nuestros sentidos resulta ser insuficiente, cuando no falso. Para avanzar la ciencia tiene que matar lo obvio, lo directo, la realidad tal y como es a nuestros ojos.
Es obvio que la Tierra es plana, cuando miramos al horizonte; es obvio que los objetos más pesados caen más rápido, y que de la carne en descomposición surgen espontáneamente gusanos. Es obvio que las especies han sido siempre como son hoy y que la única forma de explicar el rayo y el trueno es que alguien muy poderoso está muy enfadado por encima de las nubes. Es obvio que las rocas no cambian de lugar y que los continentes están inmóviles, como es obvio que el observador, si es cuidadoso, puede mirar sin interferir con lo observado. Es obvio que el sol gira alrededor de la Tierra, como la Luna, y por tanto que somos el centro del universo.
Y como no nos gusta casi pensar que somos el centro del universo…
En ciencia matar a tus amantes significa saltarte las obviedades y mirar un poco más allá. Más lejos de donde llegan sus sentidos, pero también más lejos de lo que llega tu imaginación. Hay que perseguir lo obvio, poner en duda siempre lo que parece evidente, porque una buena parte del conocimiento del cosmos se esconde detrás de la primera (y obvia) impresión. Y por supuesto siempre hay que luchar por no enamorarse de las propias ideas hasta el punto de considerarlas sagradas, que es el camino hacia la fosilización del intelecto. Por eso de todas las amantes peligrosas nuestras propias teorías son las peores, y las que antes y con más razón merecen la muerte. Obviamente.
Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.
Juana
Buen post e interesante enfoque. Por eso y por muchas cosas más me encanta la frase: «Nada es lo que parece».
Zientziaren arriskuak – Zientzia Kaiera
[…] lotuta dago noski -aurreko guztiekin hobeto esanda-. Zientzialari batek HARK egiten duenean, hipotesi bat formulatzen du eta esperimentuak egiten ditu hipotesi hori benetakoa dela frogatzeko. Baliteke hipotesiaren aurka […]
Zientziaren arriskuak • ZUZEU
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