Los seres humanos somos sensibles a diversas magnitudes, tanto externas como internas. De entre ellas recibimos información de dos tipos de ondas: las de presión en el aire que nos rodea (sonido), y ondas electromagnéticas que llegan a nuestros ojos (luz). Para poder hacerlo disponemos de unos detectores considerablemente sofisticados. Tantos los oídos como los ojos poseen unas prestaciones verdaderamente notables, pero limitadas a unos determinados rangos de frecuencias. Si consideramos la amplitud de los espectros electromagnético y sonoro, podemos llegar a pensar que somos prácticamente sordociegos, como dice una figura que ha dado muchas vueltas por internet (figura 1). ¿Es esto realmente así?
Hay tres características de la propagación del sonido que hay que tener en cuenta para comprender el interés evolutivo de percibir un rango particular de ondas sonoras. Por una parte, la atenuación del sonido es mayor cuanto más alta es la frecuencia o, visto al revés, los sonidos de bajas frecuencias son capaces de viajar distancias mayores. En segundo lugar tenemos que la reflexión del sonido es eficaz cuando choca con objetos del tamaño de la longitud de onda del mismo (o mayores). Por último, la capacidad de las ondas de rodear obstáculos (la difracción) también ocurre cuando las longitudes de onda y los obstáculos son de tamaños parecidos.
Así pues, los animales como murciélagos o delfines que utilizan el eco para localizar objetos (ecolocalización) tendrán que utilizar ondas de altas frecuencias (pequeñas longitudes de onda, por tanto) de forma que puedan resolver objetos pequeños y no verse afectados por la difracción. En cambio, los animales que utilicen el sonido para advertir la presencia de depredadores podrán beneficiarse de la difracción, de forma que les llegue información del peligro aunque haya obstáculos en el camino (piedras, matorrales, etc). Finalmente, hay animales que han desarrollado sistemas de comunicación a muy larga distancia, y para ello necesariamente han de emplear ondas de frecuencias muy bajas.
A lo anterior hay que añadir que los tamaños de los dispositivos para producir y recibir sonidos también están en proporción con la longitud de onda de los mismos. Así, solo animales grandes podrán acceder a los sistemas de transmisión a largas distancias, ya que las ondas de bajas frecuencias tienen longitudes de onda grandes. Es el caso de los elefantes y algunos cetáceos. Por el contrario, animales pequeños que usan la ecolocalización, como los murciélagos, perciben sonidos en un rango de 20 a 200 kHz. Sus sonidos más graves a nosotros nos resultan imperceptibles por ser demasiado agudos.
Se suele considerar que el intervalo audible para los humanos se extiende entre los 20 y los 20.000 Hz, aunque en condiciones de laboratorio algunos individuos perciben un rango algo más extenso; y en condiciones normales no pasamos de los 15.000, especialmente los adultos. Si nos fijamos en las longitudes de onda que corresponden a dicho intervalo (figura 2), vemos que está centrado en los tamaños de las personas, extendiéndose desde los 17 mm a los 17 m. Este intervalo es muy adecuado para controlar el entorno en un radio de unos 20 m. Resulta especialmente valiosa la difracción que permite que podemos oír personas en otra habitación aunque no podamos verlas.
En el caso del intervalo visible, las restricciones son más severas, y de hecho las variaciones entre distintos animales son mucho más pequeñas que en el caso del sonido. El intervalo visible del espectro electromagnético está determinado por tres condicionantes. En primer lugar, es el principal componente de la radiación que nos envía el Sol. Nuestra estrella emite un espectro de radiación correspondiente al de la emisión de un cuerpo negro a 5900K que tiene pequeñas partes de ultravioleta e infrarrojo, flanqueando el grueso de su emisión, que es visible (figura 3).
En segundo lugar, la atmósfera que recubre nuestro planeta es opaca a la mayoría del espectro electromagnético (figura 4). Si tomamos el rango de longitudes de onda que va desde un nanómetro hasta un kilómetro, catorce órdenes de magnitud, solo hay dos ventanas de transparencia. Una es para las ondas de radio (entre un centímetro y veinte metros, aproximadamente); y otra es en el visible y el infrarrojo, aunque con muchos altibajos debidos a la absorción de los distintos gases de la atmósfera. Es decir, de los catorce órdenes de magnitud considerados, solo dos y medio atraviesan la atmósfera. De hecho, cuando hemos querido observar el cosmos en otras zonas del espectro, ha sido necesario colocar los correspondientes telescopios en satélites. La observación terrestre se limita al visible y la radio (y las ondas de radio son demasiado grandes para que puedan resultar aprovechables por los animales).
Por último, la energía de los fotones del rango visible es compatible con las moléculas orgánicas que componen los seres vivos. Energías mayores (ultravioleta y más allá) rompen enlaces e impiden la estabilidad molecular; mientras que energías menores interaccionan poco, y es difícil imaginar detectores basados en estas moléculas, como sí ocurre con el visible.
Tras estas consideraciones, podemos poner en perspectiva la figura del comienzo. Es verdad que en el universo hay ondas a las que no somos sensibles, pero o bien no las hay en la superficie del planeta, o bien son muy poco relevantes para animales como los humanos. Al menos así ha sido durante miles de años, hasta que en las últimas décadas la ciencia y la tecnología nos han permitido medirlas. A día de hoy disponemos de instrumentación capaz de extender el rango original de nuestros sentidos y hacerlo prácticamente ilimitado.
Este post ha sido realizado por Joaquín Sevilla (@Joaquin_Sevilla) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
Sonidos grandes, pequeños y aterradores – puratura
[…] Podéis ver mi charla entera aquí (inspirada, por cierto, en este post de Joaquín Sevilla): […]