Árbol sagrado, árbol maldito

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Los seres humanos hemos comido higos desde el origen de los tiempos. Quizás por ello aparece la higuera en varios relatos míticos de creación. En algunas religiones es sagrada y maldita en otras. El mismísimo Jesús de Nazaret, incluso, debió de maldecir una por no tener frutos: “¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!” (Marcos 11: 12-14).

Ficus es el nombre en latín de la higuera y también del higo que, aunque lo parezca, no es un fruto sino un receptáculo de flores empaquetadas, una inflorescencia. Ficus es también el nombre científico del género -que agrupa a cerca de 800 especies- al que pertenece Ficus carica, nuestra higuera común. La mayor parte de sus especies comparten una característica: cada una de ellas ha coevolucionado con una especie de avispa de la familia Agaonidae. En virtud de la asociación -que comenzó hace al menos ochenta millones de años- entre la higuera y su correspondiente avispa, ésta poliniza las flores de la higuera a la vez que el higo proporciona a las avispas el cobijo en que reproducirse.

Una minúscula hembra de avispa (de unos dos milímetros de longitud) que va cargada de polen y transporta centenares de huevos fecundados, sale del higo en que ha nacido a través de una pequeña abertura llamada ostiolo. La hembra dispone de unas 48 horas para encontrar otra higuera de la misma especie que puede encontrarse a decenas de kilómetros de distancia, aunque –todo hay que decirlo- la higuera le facilita a la avispa la tarea, ya que emite un cóctel de sustancias químicas a la atmósfera cuyo rastro sigue aquélla con facilidad. Una vez alcanza el nuevo higo, penetra en su interior y avanza hasta la cavidad central distribuyendo el polen que lleva adherido. También deposita los huevos, uno en cada pequeña flor femenina; si la avispa es diligente puede llegar a poner más de doscientos huevos. Y después muere exhausta.

Los huevos fecundados crecen y completan su desarrollo alimentándose de las semillas. Los machos se desarrollan antes y perforan el higo en su interior en busca de las hembras para aparearse. Están dotados de fuertes mandíbulas, no tienen alas y son virtualmente ciegos. Tras fecundar a las hembras, mueren. Los pocos que llegan a salir del higo tienen una corta y miserable vida. Las hembras vuelan libres, presurosas, en busca de una nueva higuera donde todo volverá a empezar.

Los higos, una vez han sido abandonados por las avispas, aumentan de tamaño, adquieren un color rojizo y se llenan de azúcar. Se convierten así en un alimento atractivo. Dependiendo de la especie de Ficus, se alimentarán de ellos murciélagos, aves, monos u otros animales y después, al defecar, esparcirán las semillas, que podrán germinar y producir nuevas higueras.

En las zonas templadas las higueras dan dos o tres cosechas al año dependiendo del sexo de la planta. Pero en los trópicos hay higos “maduros” de manera permanente y sirven de alimento a más de un millar de especies de aves y mamíferos, a más que ninguna fruta. Juegan un papel ecológico crucial, pues sin higos muchas especies de animales se verían privadas de una importante fuente de alimento y podrían, incluso, llegar a desaparecer. Como consecuencia de ello, muchas otras plantas, cuyos frutos son también consumidos por esos animales, verían también disminuir sus posibilidades de dispersar las semillas.

La higuera es una rara planta, con un extraño -por falso- fruto. Pero ha proporcionado mucho alimento a los seres humanos y a una gran diversidad de otros animales. Por eso, sin higueras, muchas cosas en el Mundo serían diferentes.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU


Una versión anterior de este artículo fue publicada en el diario Deia el 18 de junio de 2017.

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