En 1921 John Augustus Larson, estudiante de medicina y miembro del Departamento de Policía de Berkeley (California, EEUU), inventó el polígrafo, también conocido como detector de mentiras. Se trata de un instrumento que registra variables fisiológicas tales como presión arterial, frecuencia cardiaca, frecuencia respiratoria y conductancia de la piel (relacionada esta última con la sudoración) mientras una persona se encuentra respondiendo a las preguntas que se le hacen para poner a prueba su sinceridad. El recurso a este instrumento se basa en el supuesto de que al mentir, el registro combinado de las variables citadas ofrece un perfil característico, y ello permitiría detectar las mentiras dichas por la persona investigada. En la actualidad los polígrafos son utilizados en más de noventa países por diferentes entidades y con distintos propósitos: servicios de inteligencia y seguridad en investigaciones, tribunales de justicia para obtener pruebas, y empresas para contratar empleados.
Sin embargo, su eficacia no cuenta con pruebas consistentes que respalden su uso. Varios de los supuestos teóricos en que se basa no han podido verificarse experimentalmente o han sido, incluso, refutados. No se ha encontrado ningún patrón común en las respuestas fisiológicas de las personas cuando se inclinan por una u otra opción, mentir o decir la verdad; y ni siquiera se ha podido comprobar que todas las personas respondan de forma diferenciada en uno y otro caso. Por todo ello, el uso del polígrafo ha concitado el rechazo de buena parte de la comunidad científica.
Dada la gran oposición que provoca su uso y la utilidad que podría tener el disponer de una tecnología realmente válida para detectar mentiras, no es extraño que se estén barajando alternativas. Es el caso de la Truthful Brain Corporation, una empresa que se ha propuesto conseguir que el sistema judicial norteamericano incorpore la utilización de imágenes obtenidas por resonancia magnética funcional (IRMf) como técnica para la detección de mentiras en los juicios.
La IRMf se utiliza para obtener imágenes que muestran la actividad de diferentes regiones encefálicas cuando la persona examinada se encuentra realizando una tarea, que puede ser manual o intelectual. Se basa en que la hemoglobina oxigenada y la desoxigenada tienen diferentes características magnéticas (la desoxigenada se comporta como un microimán) y que al activarse una región encefálica se producen cambios en la proporción de las dos formas de hemoglobina como consecuencia de la mayor afluencia de sangre y consumo de oxígeno por las regiones más activas. La técnica permite localizar las zonas que reciben un mayor flujo sanguíneo.
Truthfull Brain Corporation esgrime a favor de sus pretensiones las investigaciones científicas que avalan la hipótesis de que la IRMf sirve para detectar mentiras. El problema es que esas investigaciones se han hecho en un único laboratorio y haría falta que, para tener mayor credibilidad, sus conclusiones fuesen corroboradas por otros equipos de investigación. Y por otro lado, ni siquiera ese requisito sería quizás suficiente. Porque una cosa es mentir en condiciones experimentales acerca de cuestiones relativamente triviales, y otra muy diferente es hacerlo cuando se encuentra uno sometido a juicio acusado de haber cometido un delito grave.
Es demasiado pronto para saber si las imágenes obtenidas mediante resonancia magnética funcional se harán un hueco en los sistemas judiciales. No es descartable que eso llegue a ocurrir, pero si así fuera, seguramente no se tratará de la prueba que determine el resultado de un proceso, sino que servirá para, junto con otros elementos de juicio, llegar a un veredicto mejor fundamentado. No necesitaría demasiados méritos para superar a los “detectores de mentiras” que se usan hoy.
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Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
Una versión anterior de este artículo fue publicada en el diario Deia el 5 de noviembre de 2017.