Honramos en el recuerdo, y con razón, a gente como Norman Borlaug, Jonas Salk, Maurice R. Hilleman, Alexander Fleming o Howard Florey; gentes que a través de su trabajo científico consiguieron avances que han salvado la vida y permitido vivir literalmente a miles de millones de humanos. Gracias a las variedades enanas de cereal de Borlaug, las vacunas de Salk (polio) o Hilleman (hasta 40 vacunas diferentes) y la penicilina (descubierta por Fleming, desarrollada como producto farmacéutico gracias a Florey) hoy hay vivas muchas más personas de las que jamás ha habido en la historia del planeta. Gentes como ellos son, con toda justicia, reconocidos como la causa de que estemos aquí muchos de nosotros. Y sin embargo tratándose sin duda de científicos héroes de la Humanidad no representan realmente lo que la ciencia es y por qué se hace.
Mucha gente cree, en parte por la merecida gloria de pioneros como los citados, que el papel de la ciencia es crear nuevas herramientas para el progreso de la Humanidad. Es la razón principal que aducen los políticos cuando dicen que van a dedicar presupuestos a la ciencia (casi siempre torticeramente), o la que usan muchos defensores de la divulgación y la educación científica. Es necesario apoyar esta actividad por su utilidad social, que es el objetivo que sustenta los esfuerzos de los científicos: curar el cáncer, crear nuevas tecnologías con potencial económico, mejorar la vida de la gente. Lo importante de la ciencia, por tanto, son sus aplicaciones. los usos que de ella se puedan derivar que redunden en mejoras de la calidad de vida e impulso económico: las patentes, las empresas derivadas de laboratorios, los megaproyectos creadores de nuevos paradigmas como Internet. La ciencia se debe hacer, así, para que sea útil.
Y nadie vivo hoy (y honesto intelectualmente) puede dudar de la utilidad del conocimiento científico. Los avances en medicina, sanidad e higiene, agricultura, infraestructuras y tecnologías múltiples son obvios y han contribuido a aumentos en la calidad y cantidad de vida humana que hubiesen sido impensables siglos atrás. Hoy el modo de vida de casi cualquier habitante de un país desarrollado y de un creciente número de quienes viven en países más pobres es objetivamente mejor y más larga que la de los más poderosos regentes y ricos del pasado. Gracias a nuestros conocimientos de ciencia cada vez mueren menos niños, estamos menos enfermos, vivimos mucho más tiempo y lo hacemos con niveles de comodidad y libertad que hubiesen provocado la envidia de los Césares de Roma.
Pero reconozcámoslo: lo que mueve a la mayor parte de los científicos del mundo no es este noble empeño por mejorar la vida de la Humanidad, sino la simple, pura y dura curiosidad: el querer conocer cómo funciona el Universo. La necesidad de rascarse ese picor cortical que nos acecha cuando somos incapaces de resolver un rompecabezas; la sensación de irritación, casi de ofensa, que tenemos cuando estamos al borde de comprender pero todavía no lo conseguimos. La búsqueda incesante del destello de placer que ilumina el cerebro en ese clásico Momento Ahá. Confesémoslo: la ciencia, en sí misma, es una actividad egoísta que se lleva a cabo mayoritariamente por el placer propio de conocer.
A partir de ese conocimiento luego pueden llegar las aplicaciones, a veces espectaculares y de tal alcance que pueden cambiar la vida de la humanidad entera. Así es como un sistema bacteriano de protección contra infecciones víricas se está convirtiendo en una herramienta que va a cambiar con carácter inmediato la medicina o la agricultura, revolucionando por completo el futuro de nuestros descendientes. En laboratorios de todo el mundo hay una verdadera carrera en estos momentos para usar CRISPR en multitud de funciones de enorme utilidad; el potencial económico de su impacto es tal que a la vez hay una feroz guerra de patentes por el control financiero de la tecnología. Los creadores de estas herramientas serán son duda héroes de la humanidad que contribuirán a salvar innumerables vidas y a mejorar las economías de sus países y del mundo.
Pero cuando Francis Mojica estudiaba en su laboratorio de Alicante el genoma de arqueas como Haloferax y Haloarcula no estaba haciéndolo para esto. Su motivación no era descubrir una técnica revolucionaria de edición genética, sino comprender un misterio encerrado en el ADN de algunos de las más recónditos organismos de la Tierra. Su móvil no era salvar a la humanidad, sino comprender. Y en ese sentido se trata de un verdadero héroe de la ciencia, no solo de la Humanidad.
La distinción puede parecer pueril, pero es importante, porque muchas veces no podemos saber de antemano qué descubrimientos sobre como opera el Cosmos nos van a resultar útiles después. Si nos limitamos a apoyar aquella ciencia que puede tener aplicación visible estamos limitando nuestra propia visión del futuro, porque descubrimientos como el de Mojica no serán financiados ni obtendrán respeto y respaldo, con lo que futuros CRISPR jamás serán descubiertos. Si comprendemos que el motor de la ciencia es la curiosidad, y que ese motor debe ser alimentado no sólo porque los resultados de la ciencia sean útiles sino porque la curiosidad es un rasgo humano que debemos fomentar. La ciencia básica necesita respeto por sí misma, también (pero no solo) porque los héroes de la humanidad llegan a serlo gracias a la existencia previa de héroes de la ciencia. Por lo cual incluso por razones practicas conviene apoyar la ciencia teórica.
Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.