Hay vida en los extremos

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Río Tinto (Huelva, España). Foto: Alfonso Cerezo / Pixabay

Quizás no se haya buscado en todas partes, pero en los lugares de nuestro planeta en los que se ha buscado, se ha encontrado vida.

Se han hallado bacterias en lagos en la Antártida que se encuentran bajo una capa de hielo de 800 m de espesor, y ahora las buscan, también bajo el hielo, a mayor profundidad aún. A la luz de los antecedentes, lo más probable es que también allí las encuentren. Los llamados organismos psicrofílicos –los que sobreviven, crecen y se reproducen a temperaturas inferiores a 15 ºC bajo cero- viven en suelos congelados, en el interior del hielo de glaciares y en aguas marinas extremadamente frías.

También se han encontrado microorganismos a temperaturas superiores a 100 ºC. Los ejemplos más extremos son, quizás, las arqueas Methanopyrus kandleri, que vive a 110 ºC en fumarolas (surgencias hidrotermales) del Golfo de California (y ha sido cultivada a 122 ºC en el laboratorio) y Geogemma barosii, que crece y se reproduce a 121 ºC. Arqueas del género Pyrococcus no solo abundan en fumarolas, también se han encontrado en la Fosa de las Marianas, el enclave más profundo del planeta, donde soporta presiones superiores a los 1000 bares; a estas las llamamos barófilas o piezófilas. Y no son las únicas; además de esas arqueas también hay bacterias capaces de soportar presiones enormes.

Otras arqueas toleran altísimas concentraciones salinas. Las Halobacteriáceas (una familia de arqueas) se caracterizan, en general, por tolerar condiciones extremas por diferentes motivos, pero la mayor parte de ellas viven en lagos hipersalinos, a concentraciones que van desde 10% de sal hasta la sobresaturación, condiciones bajo las que la sal precipita. Los organismos que se exponen a altas concentraciones de sal pueden desecarse, pues el agua tiende a fluir hacia el exterior por ósmosis. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se sumerge una pieza de carne o de pescado en salmuera para después conservarla mejor. Algunas cianobacterias del género Chroococcidiopsis toleran la desecación extrema, y son capaces de vivir en zonas tan secas como el desierto de Atacama, al norte de Chile, el lugar más árido del planeta.

Microorganismos como las bacterias Deinococcus radiodurans y Rubrobacter radiotolerans toleran altísimas dosis de radiaciones ionizantes (por encima de 1.500 grays) y, al parecer, su tolerancia a la radiación está relacionada con la resistencia a la desecación. Por su parte, la arquea Thermococcus gammatolerans, el microorganismo conocido que mayores dosis de radiación ionizante tolera, fue aislada en una fumarola submarina al oeste de California.

Uno de los enclaves que, a priori, cabría considerar más hostiles a la vida es el río Tinto. Sus aguas discurren por la denominada Faja pirítica ibérica, una amplia zona en el sudoeste ibérico con una alta concentración de sulfuros polimetálicos. En vez de utilizar la luz como hacen las plantas, en el río Tinto hay unas pocas especies de bacterias y arqueas que obtienen su energía de compuestos inorgánicos. Son lo que se denomina organismos quimiolitotrofos. Gracias a la gran abundancia de sulfuro de hierro (II), las comunidades microbianas oxidan los iones sulfuro y hierro (II), produciendo ácido sulfúrico y hierro (III), lo que da lugar a una gran acidez en el medio. El pH se encuentra entre 2 y 2,5. Lo curioso es que son muy pocas las bacterias y arqueas que toleran esa acidez, pero muchas las especies de algas y hongos unicelulares que viven en esas aguas.

Siempre hemos tratado de buscar y conocer los límites de la vida. Nos interesan, entre otras cosas, porque esas condiciones quizás sean las que albergan la vida en otros mundos.

Adenda:

Tres días después de publicarse este artículo, se han dado a conocer los resultados de una investigación a cargo de un equipo franco-español en el que se concluye que hay al menos un lugar en la Tierra en el que no hay ninguna forma de vida. Se trata de las charcas multiextremas de Dallol, en la depresión etiope de Danakil. Lo cuenta la agencia SINC.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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