Jesús Méndez
El 90 % de los docentes cree en ‘edumitos’, falsas ideas como los estilos de aprendizaje, que pueden perjudicar a sus alumnos. ¿Qué herramientas tiene el profesorado, aparte de su propia experiencia, para saber lo que funciona? Una iniciativa pionera en España se propone acercar a la escuela la evidencia sobre enseñanza de las ciencias.
La educación científica está en apuros y los datos dan cuenta de la magnitud del problema: según la mayor encuesta realizada en España al respecto, la mayoría de los ciudadanos (51,2 %) considera que es difícil comprender la ciencia, y cuatro de cada diez españoles considera que el nivel de educación científica que ha recibido es bajo o muy bajo. Algo está fallando en el proceso.
“Hay un campo de la didáctica de las ciencias que trabaja investigando lo que funciona en educación, pero sabemos que sus conclusiones tardan una media de 50 años en llegar a las aulas”, comenta Digna Couso, física y doctora en didáctica de las ciencias. Ella es una de las coordinadoras del libro Enseñando ciencia con ciencia, publicado por iniciativa de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) y la Fundación Lilly y que se puede descargar gratuitamente.
“Queríamos ofrecer un manual sencillo y bonito con lo que sabemos sobre lo que funciona y lo que no funciona en la educación de las ciencias”, explica Couso. El libro, en el que participan casi una veintena de especialistas, lanza mensajes concretos y accesibles junto con ejemplos prácticos de aplicación en las aulas.
La publicación forma parte de un plan más amplio desarrollado por FECYT para acercar la investigación y la práctica educativas, con acciones como un programa divulgativo en redes sociales y un curso online de formación del profesorado que podrán solicitar los centros de formación regionales.
Además, desmonta los mitos en torno a las prácticas educativas, los edumitos, generalmente bienintencionados pero erróneos que, según Marta Ferrero, maestra, psicopedagoga e investigadora sobre métodos educativos, “suponen una pérdida de tiempo, recursos e ilusión, y tienen un coste de oportunidad”. Estas creencias pueden repercutir negativamente, sobre todo en los estudiantes más desfavorecidos, y conllevan un alto coste en dinero y motivación que dejan de invertirse en métodos cuya eficacia ya ha sido probada.
Una ciencia próxima y argumentada
“El título de nuestro libro, Enseñando ciencia con ciencia, recoge dos sentidos diferentes”, precisa Couso. “Por un lado se refiere a que hay una ciencia de la enseñanza más allá del arte y la experiencia personal. Y también que para aprenderla hay que hacer ciencia en el aula, de forma análoga a como la hacen los propios científicos”.
No consistiría tanto en una educación basada en evidencias científicas, como a veces se denomina, sino en “una educación informada desde las pruebas”, precisa Ferrero. Porque “no se trata de supeditar la labor de los docentes, el protagonismo debe seguir siendo del profesorado. Pero la investigación sí que es una fuente de información para tomar decisiones. Una experiencia reflexionada tiene mucho valor”.
“Si tuviera que elegir tres mensajes —resume Rut Jiménez-Liso, profesora de didáctica de las ciencias en la Universidad de Almería y coordinadora también del manual— serían estos: que hay mucha investigación sobre lo que funciona y no funciona, que es muy importante mejorar la enseñanza de las ciencias para hacer ciudadanos críticos capaces de tomar decisiones fundamentadas; y que todos y todas podemos aprender ciencias, que el mundo que nos rodea puede tener sentido”.
La idea general que se tiene sobre la enseñanza de las ciencias es la de una transmisión directa de gran cantidad de conceptos, leyes y teorías. Sin embargo, los estudios recogidos en este manual abogan por un enfoque muy diferente basado en tres conceptos: indagación, modelización y argumentación.
A partir de preguntas que resulten cercanas o relevantes para los alumnos se produce un proceso en el que de forma activa buscan (indagan) pruebas que les permiten contrastar sus hipótesis, construyen explicaciones (modelos) basados en esas pruebas y las comparan (argumentan) para decidir cuál de ellas es más sólida o probable. Todo ello sin renunciar a sus ideas o modelos previos, sino activando precisamente esos conocimientos con los que vienen a la clase para luego construir a partir de ellos. Algo que es válido para todas las edades, incluso desde infantil.
“En todo el libro no hablamos de ninguna metodología concreta —explica Couso— porque hay muchas que incluyen los procedimientos clave, como la activación de ideas previas, la actividad e indagación sobre esas ideas, la discusión y la argumentación. De lo que se trata es de partir de lo que los alumnos saben y de que ellos sean los protagonistas de la construcción de conocimiento en el aula, sabiendo el docente en todo momento a dónde quiere llegar”.
¿Son todos los conocimientos científicos susceptibles de ser enseñados así?
“Todos lo son, porque todos los temas de ciencia están basados en pruebas —responde Rut Jiménez-Liso—, aunque es cierto que algunos pueden ser más áridos que otros. Lo que consigue este enfoque es evitar la repetida pregunta: ¿esto para qué me sirve a mí? ¿Para qué voy a estudiar los astros si yo no voy a ser astronauta? Si estudiamos por indagación el tema Sol-Tierra, los problemas no se basan en qué planetas componen el sistema solar, sino cuál es la mejor orientación de una casa, de una sombrilla, de unos paneles solares… Eso hace que cobre sentido para los estudiantes”.
“Quizá no todo se pueda enseñar así, pero entonces tampoco debería enseñarse”, matiza Couso. “Si quieres aprender el nombre de todos los huesos del esqueleto seguramente habrá métodos mejores, pero eso no es lo que los alumnos deberían aprender en la escuela, sino ideas profundas sobre el valor y la función del esqueleto”.
En educación, menos es más
En el libro se hace una defensa a ultranza del ‘menos es más’ en educación. “Las ideas potentes en ciencia son muy pocas, aunque luego sean muy complejas. Lo que se necesitamos son menos conceptos y más tiempo para trabajar esas pocas ideas en profundidad, porque eso es lo que deja huella. Al fin y al cabo lo que queremos son ciudadanos críticos y activos, que puedan participar en la toma de decisiones”, asevera Couso. Para ello deberían reducirse ostensiblemente los temarios, algo que ya está presente en los objetivos de la administración, pero que no se ha trasladado a los libros de texto, cada vez más extensos.
De la misma opinión es María Pilar Jiménez Aleixandre, catedrática de didáctica de las ciencias en la Universidad de Santiago de Compostela: “Resulta imposible abordar en clase todos los conceptos y teorías científicos. Lo importante es que el alumnado entienda cómo se ha llegado a algunos de ellos, seleccionados, lo que permite que en el futuro pueda entender cómo se ha llegado a otros”.
Porque “el objetivo, sobre todo para la mayoría del alumnado que no serán científicas o científicos profesionales, es que desarrollen el pensamiento crítico, que distingan entre opiniones sin fundamento y conocimiento apoyado en pruebas. En contextos de crisis, como pueden ser el cambio climático o la pandemia de covid-19, esta capacidad resulta esencial”.
La evaluación y las emociones
Uno de los capítulos del libro recoge consejos y pruebas sobre cómo debe ser la evaluación de los alumnos, teniendo en cuenta que su objetivo no es la calificación, sino el aprendizaje. De hecho, las notas numéricas no ofrecen información relevante.
Como escribe en su capítulo Neus Sanmartí, especialista en didáctica de las ciencias en la Universidad Autónoma de Barcelona: “Evaluar el grado de competencia requiere de la aplicación de criterios muy distintos de los tradicionales. Habitualmente se considera que un estudiante ha aprendido a un nivel mínimo cuando responde a la mitad de las preguntas en un examen, pero estos criterios de calificación no nos dicen si es competente”.
Además, si la evaluación va acompañada de una calificación, su efecto en el aprendizaje es nulo, porque los alumnos solo leen las cifras. Es más recomendable aplicar el concepto de rúbrica, detectar si el alumno alcanza un nivel de desempeño.
“Debemos aspirar a que los alumnos se coevalúen y autoevalúen —afirma Couso—, porque saben valorarse y son incluso más estrictos que los profesores. La evaluación debe ir dirigida a identificar lo que se ha hecho bien o mal, y a trabajar en cómo cambiar lo que no se ha hecho bien. Eso es exactamente lo que van a tener que hacer en su vida cuando el profesor ya no esté a su lado, porque no lo estará”.
Otro aspecto tratado en el libro es el papel de las emociones en el aprendizaje. Para Couso, “son sin duda importantes, pero no solo las positivas. Creo que ha pasado un poco como con las selfis, que han dado lugar a un solo tipo de fotos”.
En el libro se recoge que la enseñanza por indagación produce interés, concentración y satisfacción al reconocer que se aprende, pero se rechaza la idea de que deban promoverse solo emociones felices. Aprender conlleva emociones como el aburrimiento, inseguridad ante la pregunta planteada, resistencia a cambiar de ideas o incluso vergüenza por los planteamientos iniciales. Los docentes deben enseñar a reconocerlas y canalizarlas para reforzar las ganas de aprender.
Mucho más allá de las vocaciones científicas
El tipo de aprendizaje basado en los estudios y las pruebas promueve, más allá de unos conocimientos concretos, el fomento de un pensamiento crítico para todos que ayude a conocer el proceso de la ciencia, a tomar decisiones y a identificar afirmaciones pseudocientíficas. Eso ofrece la posibilidad de usar controversias para el aprendizaje en el aula y lleva a poner en más en contacto ciencias y humanidades.
Couso huye de la idea de que hay que fomentar vocaciones científicas: “No tenemos un problema de vocaciones, sino de diversidad. Los perfiles que llegan suelen ser muy homogéneos. Además, el concepto de vocación se aprovecha muchas veces para llevar a cabo una explotación: lo que debemos promover es una cultura de la profesionalidad. En cualquier caso, aunque aumentáramos mucho el número de profesionales relacionados con la ciencia, no llegarían a la mitad. ¿Es que el resto no tiene que saber ciencia?”.
El método de aprendizaje activo aquí propuesto no pretende formar científicos en miniatura, sino profanos competentes que puedan utilizar los conocimientos adquiridos en la vida real. A la vez, y sin forzarlos, al diseñar soluciones a problemas, construir modelos y evaluar afirmaciones, interiorizan que pueden llegar a ser científicos o ingenieras y promueven la sensación de autoeficacia.
Capítulo aparte merece también la enseñanza sin estereotipos de género, teniendo en cuenta que las niñas a los seis años ya piensan que son menos inteligentes que sus compañeros varones y que a los 10 o 12 muchas ya han descartado estudiar opciones de ciencia o tecnología.
Un futuro prometedor
“En cualquier debate aparece y se habla de la importancia de la educación —añade Couso—, pero siempre acaba prevaleciendo la fuerza de la anécdota o de la experiencia, cuando en realidad tenemos desde hace muchos años evidencias sobre cosas que funcionan y cosas que no lo hacen”.
La experiencia puede servir de ayuda en ocasiones, pero “no basta con ella, al igual que no basta con saber de ciencia para enseñarla bien” completa Couso, que lanza un mensaje final sobre la situación actual de la educación en ciencias: “En general, y cuanto mayores son los alumnos, las clases tienden a ser menos activas, más proclives a un consumo pasivo de conocimiento. Los docentes necesitan tiempo y que se les cuide, porque estamos en una situación muy prometedora, veo renovación, ganas y mucha motivación. Nuestra área de influencia desde la didáctica es muy pequeña y nos cuesta tener relevancia, pero cuando los profesores se acercan a estos métodos se entusiasman, porque ven que funcionan”.
Los edumitos perjudican gravemente al alumnado
“Tenemos un problema”, reconoce Ferrero. “Los estudios indican que algunos neuromitos en la educación son aceptados por más del 90 % de los docentes, como la creencia de que una estimulación extraordinaria aumenta el rendimiento cognitivo o que adaptar la forma de enseñar a los estilos de aprendizaje de los alumnos mejora los resultados”.
Este mito tan extendido tiene que ver con la aplicación de la teoría de las inteligencias múltiples, propuesta por el psicólogo y pedagogo Howard Gardner. “Pero no hay ninguna prueba de su utilidad. Más aún, muchos centros lo aplican de una forma que Gardner consideraría inadecuada”, explica Ferrero.
También existe la creencia de que los niños de hoy son nativos digitales, cuando en realidad “no usan la tecnología de forma diferente. Hay que enseñarles explícitamente a utilizarla. Hay pruebas claras de que no saben hacer búsquedas de forma correcta, no analizan bien el contenido ni su veracidad”.
¿Por qué ha tenido lugar la extensión de estos mitos y por qué no hay más lugares donde buscar pruebas contrastadas y adaptadas al profesorado? “La academia y las escuelas han estado tradicionalmente de espaldas una a la otra”, opina Ferrero, quien apunta algunas iniciativas útiles para los docentes, como Las pruebas de la educación, un repositorio internacional ofrecido por EduCaixa o una serie de publicaciones a cargo de la Fundació Jaume Bofill.
Este artículo se publicó originalmente en SINC. Artículo original.