Del Tíbet a Debussy en una partitura

Fronteras

No es fácil atrapar los sonidos musicales en un trozo de papel. La música, con su poder evocativo, su insólita capacidad para agarrarnos de las emociones, parece esquivar cualquier representación sistemática. Una nota flota en el aire, atraviesa una cabeza, llega hasta el estómago y se va. Entre tanto, el estómago se ha arrugado, la cabeza se ha quedado temblando, el humano tiene los pelos de punta. Pero no hay palabras que describan fácilmente esa sensación. No hay referentes externos a la propia música que puedan explicar lo que ha sucedido.

Quizás por eso, hubo un tiempo en el que las melodías solo existían en el aire. Así sigue siendo en la mayoría de culturas del mundo. Luego inventamos la notación musical, un cazamariposas de tinta y papel, que tiene por objetivo congelar esas melodías y hacerlas viajar más lejos, en el espacio y en el tiempo. Los primeros en intentar usarlo fueron los sumerios. Más que escribir la música, ellos registraron la manera de interpretarla. Recurrieron a números que marcaban las distancias entre notas tal y como se interpretaban sobre las cuerdas de un instrumento. De forma parecida, una tablatura contemporánea para guitarra usa también cifras que señalan los trastes donde el intérprete debe colocar sus dedos. Las partituras de la tradición clásica, en cambio, intentan representar los sonidos mismos, con independencia del instrumento con que se toquen. Para ello, usa una rejilla de cinco líneas y cuatro espacios que se corresponden con las notas de una escala, el famoso pentagrama. Sobre él se sitúan distintos tipos de símbolos que representan las duraciones temporales de las notas (el ritmo), su dinámica (cómo de fuerte o suave debe sonar) su timbre o, incluso, el carácter con que deben interpretarse.

En su afán por fijar los sonidos, sin embargo, la mayoría de estos sistemas perdieron flexibilidad para retratar la música. Como las letras de nuestro alfabeto (símbolos abstractos que un día fueron ideogramas, que antes fueron simplemente dibujos) los signos de un pentagrama fueron ganando precisión a base de recurrir a convenciones. Como contrapartida, su significado quedó oculto para todos los extraños a esa convención. Hoy es difícil adivinar, a golpe de ojo, cómo suena la música de una tablatura o de un pentagrama a menos que uno esté entrenado para leerlos. Para el lego, son mensajes cifrados, las huellas de una hormiga errática y muda.

Existen formas menos precisas y, al mismo tiempo, más transparentes de pintar la música. Mi ejemplo parecido, en este sentido, son las partituras de la música budista del Tibet escritas en notación Yang Yig. Resulta hipnótico mirar estos documentos. Siempre acompañando a un texto, una línea se curva sobre el papel, asciende y desciende, se arruga, despega o crece. Parece el dibujo de los sonidos mismos bailando en el aire, la huella imaginaria de una voz.

Tres fragmentos de una partitura tibetana utilizada en un ritual de un monasterio budista. Fuente: Wellcome Collection

Cuando veo estos trazos, me acuerdo de Syrinx, un precioso solo para flauta de Claude Debussy. Fue compuesto hacia 1913 como banda sonora para una obra de teatro de Gabriel Mourey. Syrinx era, según el relato al que acompañaba, la última melodía que tocó el dios Pan antes de morir y debía tocarse desde fuera del escenario. Hoy, sin embargo, ocupa un lugar protagonista. A lo largo del siglo XX se fue convirtiendo en una de las composiciones más importantes del repertorio clásico para flauta, una obra que todo intérprete profesional debe conocer y dominar. Su melodía llena de exotismo y sensualidad es la excusa perfecta para jugar con todas las posibilidades del instrumento, con toda su elocuencia y toda su dulzura. Así lo vio también Mourey quien, al escuchar el solo lo describió como «una verdadera joya de sentimiento y emoción contenida, tristeza, belleza plástica y discreta ternura y poesía». Su obra de teatro, curiosamente, nunca llegó a completarse. Hoy solo se la recuerda como excusa: la semilla que dio lugar a una de las obras más bellas para flauta del siglo XX y desapareció.

Muchos historiadores consideran que Syrinx marcó un hito en la historia de la composición precisamente por permitir una libertad de interpretación desconocida hasta la fecha. Durante tres minutos, una flauta de plata dibuja en el aire una melodía llena de destellos. El tiempo se curva a voluntad del flautista, que se convierte en el verdadero centro de toda la obra. Cada compás tiene una duración distinta, cada nota se avalanza sobre la siguiente o se detiene obstinadamente, negándose a avanzar. Incluso el final queda abierto, en forma de signo de interrogación sobre una nota que se apaga (como Pan, quizás). Syrinx es un garabato, una mariposa díscola, el reflejo en el agua de una melodía.

Según una leyenda popular entre músicos, este solo para flauta fue escrito inicialmente por Debussy sin barras de compás ni líneas de respiración. Los manuscritos encontrados muestran que esta historia probablemente no es cierta pero es fácil entender el porqué de su popularidad. La melodía del Syrinx parece una criatura viva: no hay dos sonidos iguales, ni ningún pulso regular que parezca dictar su camino. En ese sentido, recuerda mucho más a los intrincados dibujos de las partituras del Tíbet que a las líneas rectas de un pentagrama. Curiosamente, este sistema de notación oriental no recoge el ritmo ni la duración de las notas. Se ideó como ayuda mnemotécnica para guiar el canto ritual de los monjes hacia el siglo VI, consistente en subidas y caídas suaves de la entonación. La notación recoge estas variaciones mediante curvas, así como instrucciones sobre el carácter con que debe interpretarse la música (fluyendo como un río, ligero como el canto de un pájaro1) y otros detalles sobre los cambios vocales y de entonación. Por lo demás, los cantos Yang son extremadamente graves, muy reiterativos, nada que ver con los destellos de Syrinx. Pero es, sin duda, esa ausencia de paredes temporales, tan infrecuente en la música, lo que los une. Una línea curva que va desde Debussy a un retrato involuntario de su música, dibujado desde en el extremo opuesto del mundo.

Nota:

1The Schoyen Collection. MS 5280/1

Sobre la autora: Almudena M. Castro es pianista, licenciada en bellas artes, graduada en física y divulgadora científica

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