La extinción de la megafauna chilena dejó a este árbol sin ayuda para dispersar sus semillas

Firma invitada

Diego Muñoz-Concha y Andrea Loayza

El gonfoterio (Stegomastodon platensis) fue parte de la megafauna que se extinguió en Chile a fines del Pleistoceno. Posiblemente dispersaba las semillas de queule. Ilustración: Fernán Muñoz

Como en una novela policial en la cual los detectives deben resolver un misterio y hallar un culpable, en las ciencias naturales los científicos también buscamos pistas, presentes y pasadas, que nos ayuden a entender lo que se observa (y lo que no) en un ecosistema. Uno de los grandes misterios ecológicos en la actualidad es la presencia de especies de plantas que producen frutos muy grandes en lugares donde ya no existen animales de gran tamaño que los consuman y puedan dispersar sus semillas. Para las plantas, la dispersión de la semilla es un proceso fundamental que permite a las especies subsistir en el tiempo y colonizar nuevos lugares.

Los frutos que son atractivos para los animales son comestibles y tienen tejidos carnosos muy nutritivos. Suelen ser de un tamaño proporcional a los principales animales que los consumen. Por eso, las plantas con frutos y semillas grandes son dispersadas por animales de gran tamaño (megafauna), ya que son los únicos capaces de tragar los frutos.

En algunos ecosistemas actuales, aún ante la presencia de plantas con frutos aparentemente adaptados para el consumo por grandes animales, no es posible encontrar fauna nativa moderna de gran tamaño que los consuma y disperse sus semillas. Estos frutos megafáunicos, observados hace décadas en ecosistemas centroamericanos, son considerados un anacronismo, y su presencia se atribuye a la desaparición de grandes bestias hace unos 10 000 años, hacia el final de la última época glacial, a fines del Pleistoceno.

Numerosas especies de plantas tienen frutos de carácter megafáunico en Sudamérica. En un estudio reciente fijamos la mirada en una escena ecológica donde participa un árbol en peligro de extinción que solo crece en una reducida extensión geográfica de la zona costera en el centro-sur de Chile.

El fruto de este árbol, llamado queule (Gomortega keule), es comestible y de gran tamaño (20 a 40 gramos). Tiene una semilla protegida por una durísima cubierta leñosa. En la época de fructificación, en otoño (abril y mayo en su zona de origen) los frutos caen al suelo y allí se pudren sin que haya animales nativos que los consuman en cantidades importantes, y menos que dispersen las semillas. Sin embargo, en Chile existen evidencias fósiles de la ocurrencia de megafauna en el Pleistoceno, como gonfoterios, équidos y cérvidos.

Lamentablemente, parece casi imposible encontrar un estómago fósil de estos animales con semillas de queule en su interior. Debemos buscar entonces otras evidencias que apunten al carácter megafáunico del fruto de queule.

Frutos de queule en el suelo

Una observación importante corresponde al consumo de frutos de queule por parte de animales modernos de gran tamaño. Como parte de nuestro estudio, se dispusieron frutos maduros de queule en las jaulas de animales de un zoológico y también para animales domésticos en granjas locales. Algunos animales no se acercaron a los frutos, otros comieron la pulpa pero descartaron el cuesco, y algunos consumieron el fruto completo.

Esta evidencia permite asegurar que los frutos de queule son atractivos para animales de gran tamaño y que, al menos algunos de esos animales, tragan la semilla y por lo tanto pueden transportarla. Pero además es relevante conocer si la semilla mantiene su capacidad de germinar luego de pasar por la boca o el tracto digestivo del animal. Para esto realizamos experimentos de germinación con los cuescos recuperados, donde observamos germinación en todos los casos.

Detalle de los frutos de queule

Otra observación importante, ahora en el ambiente natural del árbol, fue la presencia de cuescos de queule en estiércol de cerdos y vacas. En algunas zonas donde persiste la especie, los habitantes locales señalan que el ganado se alimenta de los frutos de queule, lo que confirma esta observación y apoya el carácter megafáunico del fruto.

Sin embargo, puesto que no hay plántulas de queule en zonas con ganado, estos animales domésticos no están desarrollando hoy día el proceso de dispersión de semillas en forma efectiva para esta especie. Entre los animales nativos, donde existe muy poca información, solo un pequeño ciervo ha sido visto mordisqueando los frutos, pero debido a su reducido tamaño corporal (menos de 10 kilogramos), no es probable que trague la semilla.

Cuescos de queule

¿Debemos ayudar al queule?

Aunque parece bastante claro que el fruto megafáunico de queule representa un anacronismo, existen aún muchas interrogantes que futuras investigaciones deberán abordar para avanzar de forma efectiva en la conservación de esta especie de árbol. La escasa sobrevivencia de sus plántulas, el posible rol de dispersión de semillas por animales como roedores y por el ganado, y sobre todo los múltiples efectos de la alteración que sobre el bosque original han producido la agricultura y la silvicultura son algunas de las preguntas que deben ser respondidas.

El ciervo más pequeño del mundo, el pudú (Pudu puda), es el único animal de ciertas proporciones que fue observado comiendo frutos de queule, aunque no es probable que pueda tragar y dispersar la semilla. Foto: Carlos Reyes y Alexis Villa, CONAF Maule.

La intervención con cerdos o caballos, que podrían dispersar semillas de queule, puede parecer atractiva, pero la complejidad del sistema hace difícil prever los efectos negativos que en el caso del cerdo ya se han observado en otros ecosistemas neotropicales.

Antes de pensar en la introducción de megafauna para restablecer procesos ecológicos importantes (rewilding) como la dispersión de semillas, hay que considerar experiencias recientes muy preocupantes por sus consecuencias sociales y ecológicas.

El caso de queule también puede despertar reflexiones éticas y filosóficas, pues se trata de una especie con problemas de dispersión de semillas muy posiblemente desde tiempos anteriores a los cambios planetarios que vivimos hoy, situación compartida por varias otras especies de plantas.The Conversation

Sobre los autores: Diego Muñoz-Concha es profesor e investigador en botánica de la Universidad Católica del Maule y Andrea Loayza es profesora asociada de la Universidad de La Serena

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo original.

1 comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.Los campos obligatorios están marcados con *