Jaume Navarro y Javier Sierra de la Torre
Tras explicar las características de la nueva revista, el editorial del primer número de Ibérica, de noviembre de 1913, termina advirtiendo que “no estará satisfecho aquel racionalista que con pretexto de ciencia ande buscando cómo atacar la verdad revelada, ya fundándose en hechos falsos, ya sosteniendo teorías contrarias a la realidad de los fenómenos. Pero el que de verdad ame la ciencia sin ningún prurito tendenciosa, puede recorrer confiado las paginas de esta Revista”. Su redactor, el geofísico y jesuita catalán Ricardo Cirera, fundador y primer director del Observatorio del Ebro, y con una larga trayectoria científica en Filipinas, quería de este modo posicionarse frente a las polémicas que habían acompañado el discurso sobre la ciencia en la España del último tercio del siglo XIX y principios del XX. De hecho, la historiografía de la Edad de Plata de la ciencia española suele incluir tres elementos de conflicto que se presentan como centrales en los proyectos de desarrollo científico y tecnológico del país: la conocida como “Polémica” de la ciencia española, las reformas educativas y el conflicto ciencia-religión. En esta tercera entrega nos proponemos elucidar hasta qué punto las dos revistas tratadas, Ibérica y Madrid Científico, fueron o no actores relevantes en estas disputas.
Brevemente, la “Polémica” se refiere a la percepción de una parte de la intelectualidad local del retraso científico del país y a la explicación de sus causas. Desde que, a finales del siglo XVIII, el enciclopedista francés Masson de Morvilliers describiera a España como un país atrasado, holgazán y bueno para nada, la idea del retraso cultural, tecnológico y científico fue un arma arrojadiza para muchos de los reformadores españoles. En los primeros años de la Restauración (a partir de 1874), y tras el fracaso de los ideales de la Primera República, la Polémica se convirtió en un lugar común para los defensores del liberalismo frente a las fuerzas conservadoras. Es importante señalar que, salvo alguna excepción, todos los actores de esta disputa eran filósofos, políticos y literatos, y no gente de ciencia, como Marcelino Menéndez Pelayo y Gumersindo Laverde, en un lado, y Nicolás Salmerón y Manuel de la Revilla, en el otro. Además, las discusiones acerca de la veracidad del supuesto retraso español y de las causas de éste se llevaron a cabo en diarios y semanarios generalistas. Se trataba, pues, no tanto de una disputa científica sino de un conflicto acerca de qué era la ciencia y cuál era su papel en la sociedad.
Tal como hemos apuntado en la entrega anterior, el Regeneracionismo fue una ocasión para que científicos e ingenieros decidieran participar activamente en la modernización del país y se implicaran en la vulgarización de sus actividades. De este modo promovían la difusión del conocimiento y sus aplicaciones, a la par que se presentaban como patriotas en la misión de reconstruir el país. De ahí que tanto Madrid Científico como Ibérica se convirtieron en intentos por legitimar las actividades de ingenieros y científicos como empresas patrióticas al servicio de la sociedad. Tal y como ya hemos visto, la vulgarización científica de ambas revistas se explayaba en la descripción de nueva maquinaria, infraestructuras y armamento, todas ellas presentadas como servidoras de la construcción nacional tras la derrota del ’98. Por citar un ejemplo explícito, durante la Gran Guerra, empresas españolas pudieron desarrollar tecnologías relacionadas con la aviación civil. En este contexto, un redactor de Ibérica sostenía en octubre de 1914 que
“sabemos que la más alta encarnación de la Patria aspira, con voluntad decidida, a que deje España de ser tributaria del extranjero en estos productos, los más refinados, de la cultura moderna, los cuales, sobre ser testimonio fehaciente de adelanto del país que es capaz de producirlos, es de esperar sean base de desenvolvimientos de la sociedad, de los cuales aun la imaginación más viva es, acaso, incapaz de medir de antemano el alcance y las consecuencias”.
Más explícita fue la participación de ambas revistas de divulgación científica en los debates acerca de las reformas educativas del país. Mucho se ha hablado, desde la historia de la ciencia española, del importante papel que jugó la Institución Libre de Enseñanza en los intentos de democratizar y transformar la instrucción primaria, secundaria y universitaria. Pero, como se lee constantemente en Madrid Científico, los ingenieros también quisieron participar en esos debates.
En 1910, en la Sociètes Savantes, André Pelletan pronunció una conferencia que tituló “La formación de los ingenieros”. En ella, el ingeniero de minas francés repasó la historia reciente de la formación de los ingenieros franceses en el siglo XIX, aseverando la excesiva importancia que se le había dado a la abstracción cuando las escuelas de enseñanza técnica se convirtieron en superiores. Al llegar la noticia a Madrid Científico, uno de sus autores se lamentó de que un tema de capital importancia no interesara en la península. O, más bien, sintió que no interesara a quien debía interesar. Previamente, Vicente Machimbarrena -ingeniero de caminos y profesor en la Escuela Especial del cuerpo- había expuesto en un discurso las malas prácticas de la enseñanza en las escuelas especiales de ingenieros.
Pelletan y Machimbarrena hablaron de temas similares en contextos diferentes. Después de la Guerra hispano-estadounidense de 1898, las élites españolas entraron en un proceso que ellos mismos denominaron “de regeneración”. Aunque el objetivo fuera la regeneración, no existía un proyecto único para dicho fin. Aun así, el de la educación fue un tema central sobre el que los ingenieros españoles no callaron sus opiniones. La enseñanza fundamental -primaria y secundaria- solía traerse a colación en Madrid Científico, donde los autores denunciaban el abandono en el que el estado tenía al maestro. Criticaban su escasa remuneración, la cual, en muchas ocasiones, no llegaba para cubrir la carestía de la vida. El maestro se veía forzado a subsistir gracias a la caridad de los padres de los alumnos, y esto provocaba su desmotivación y convertía la profesión en un destino en absoluto atractivo. El atraso del pueblo español se achacaba superficialmente a un general espíritu vago y simplón, incapaz para la ciencia y superficial. Los ingenieros plasmaban estas narrativas en sus artículos, pero afirmaban que el problema educativo no era una incapacidad para aprender, sino una incapacidad para enseñar. Y esta incapacidad era para ellos más palpable en la enseñanza superior en universidades y escuelas especiales de ingenieros.
Sobre las primeras denunciaron los abusos cometidos por catedráticos de todas las disciplinas: el amparo en la libertad de cátedra (que los ingenieros defendieron a capa y espada) para no actualizar lo que se enseñaba; el poder para nombrar sucesores que convertía al que llamaban el estudiante más veterano (el catedrático) en dueño de una finca en la que reinaba; y la ineptitud a la hora de escribir libros de calidad ya que adolecían de una falta de estudios positivos. De las segundas, además, solían censurar la ausencia de una enseñanza práctica.
Los ingenieros hablaban de desprecio histórico por los estudios positivos. Uno de ellos diría en 1908, a propósito de El realismo en la enseñanza, que habían llevado a una pérdida del brío intelectual (a un “sueño metafísico” en el que se sumía a los alumnos, según Pelletan, y en el que no se permitía luchar por la vida, según el Reporter que le cita en Madrid Científico). Pero este desprecio, acusado en las universidades, también lo veían en sus propias escuelas especiales: la práctica escaseaba en la enseñanza del ingeniero. Afirmaron en varias ocasiones que un ingeniero industrial se graduaba sin tocar una máquina, que un futuro ingeniero de minas no entraba en ninguna explotación (minera, agrícola, ganadera, etc.) antes de graduarse, y que los obreros instruidos en las Escuelas de Artes y Oficios recibían más formación práctica que ningún otro profesional. La polémica en torno a la formación matemática en las escuelas especiales también era un tema recurrente: “¿cuántas matemáticas tiene que saber el ingeniero?; ¿acaso tantas como el doctor en matemáticas?”. De hecho, en 1910 reformaron el reglamento de los estudios en ingeniería de caminos, y Madrid Científico celebró que los estudios propedéuticos para acceder a la escuela se devolvieran a la escuela misma, “de dónde nunca tendrían que haberse ido”. En el siglo XIX se sucedieron varios proyectos para organizar una escuela politécnica, y el tiempo dedicado a unas u otras asignaturas fue motivo constante de polémica entre miembros de las Escuelas.
Otro ejemplo, quizás un poco más minoritario, pero no irrelevante, fue el uso de Ibérica como altavoz para la promoción de reformas educativas en el seno de la Compañía de Jesús. Sus editores, como el ya mencionado Ricardo Cirera o el químico Eduardo Vitoria, eran científicos con una larga trayectoria en la práctica de la geofísica y la bioquímica, respectivamente. Para ellos, las ciencias debían ser un elemento esencial de la educación moderna, y sus intentos de reformar los planes de estudios en sus escuelas y seminarios no siempre encontraban el eco esperado dentro de la orden. De ahí que podamos leer manifiestos que, bajo el disfraz de la eficacia en la misión evangelizadora, lo que realmente proponían era la incorporación de más estudios científicos entre la juventud. Así, encontramos al Padre Vitoria clamar por
“una modificación en el plan de estudios de Ciencias naturales en los Seminarios. Por de pronto, dando a estas materias más importancia que hasta aquí (…). Hoy, como decíamos en otro articulo, ha tomado todo un rumbo marcadamente científico: la misma Agricultura, antes rutinaria, se ha ennoblecido: en la marcha de sus cultivos y en la realización de sus múltiples industrias, ha entrado por el sendero científico, y nadie duda que una de las Ciencias naturales que mas la auxilian, es la Química. Pues bien, el Sacerdote que salga del Seminario con suficiente formación científica, en particular química, podrá ser un buen consejero para sus feligreses en su parroquia, (…) Hemos de persuadirnos de que para muchas inteligencias atrofiadas, el gran argumento, el que mas les convence, es el que toca a su manutención y bienestar material: o hay que empezar, pues, por ahí, o, por lo menos, hay que aprovechar, para nuestro trabajo de apóstoles de Jesucristo, una palanca de tanta eficacia.”
Este último ejemplo nos sirve para mencionar la tercera de las disputas típicas del periodo estudiado: la del supuesto conflicto entre ciencia y religión. Esta cita revela cómo la tensión entre educación científica y educación humanista, entre educación práctica y educación teórica, no era necesariamente paralela a la disputa entre educación religiosa y educación laica. El artículo del Padre Vitoria nos muestra sus esfuerzos por introducir más conocimientos científicos, en este caso de química, en la formación del sacerdote y en las escuelas llevadas por religiosos, no a pesar de ser religiosos sino precisamente como parte de su misión religiosa.
El manifiesto de supuesta neutralidad con el que Ibérica se presentó en sus inicios era su manera particular de participar en las discusiones acerca del conflicto entre la religión y la ciencia. Junto a disquisiciones filosóficas acerca de la compatibilidad entre la verdadera ciencia y la verdadera religión (la católica), la revista solía enaltecer el trabajo de católicos como Pasteur y sus polémicas con el anticlerical Berthelot, o el de los propios miembros de la Compañía. Ibérica también es un lugar interesante para explorar las posturas, muy diversas y generalmente bien informadas, acerca del evolucionismo y la singularidad humana que había entre los redactores de la revista.
Más interesante es ver cómo una revista secular como Madrid Científico participaba, o no, en la retórica del conflicto ciencia-religión. En general, las menciones a esta oposición están prácticamente ausentes en comparación a los otros temas que sí abordaron. Es difícil, como dijimos en las dos entradas anteriores, encontrar un campo de conocimiento que no tocaran los autores, y por eso sorprende que sea complicado encontrar reflexiones en torno a cuestiones de la relación entre fe y ciencia, tan comunes en la época en otro tipo de publicaciones. Puede haber varios motivos que expliquen esta ausencia: falta de interés, decisiones editoriales, o que fuera un tema “candente” que los autores preferían evitar por ser una publicación sin apoyos institucionales y dependiente de sus socios lectores.
La falta de interés es difícil de justificar: en estas revistas se publicaba sobre cualquier tema. Se perciben cambios en preferencias por campos de conocimiento, pero lo religioso está muy ausente en todos estos cambios. Es, por eso, relevante mencionar algunos de los pocos casos en los que publicaron artículos sobre religión ya que apenas se presentaba en clave de conflicto. En una sección titulada “palabras olvidadas”, el editor publica un artículo de Leopoldo Alas “Clarín”. En él, Clarín defiende que no se debe separar a la iglesia del estado, afirmando que
“Es mejor injertar … Injertar en la España católica la España liberal, no consiste en falsificar la libertad, ni en corromper a los católicos por el soborno del presupuesto repartido. Tampoco se trata de una obra de seducción pérfida, de una propaganda inoportuna en terreno mal preparado; se trata de practicar de veras la tolerancia”. Lo científico no aparece mencionado en este artículo. Sí se menciona en un número diferente, en un artículo titulado El significado de ciencia, donde el autor asegura que “No hay antagonismo entre la poesía y la ciencia. No debe haberlo entre la religión y la ciencia. Hay muchos caminos para llegar a la verdad; el de la ciencia es uno de ellos”.
Otro ejemplo es el del ingeniero militar Carlos Mendizábal, quien en 1920 firma un artículo en el que busca poner la ciencia al servicio de la fe, y propone usar el cinematógrafo para averiguar si un supuesto milagro es, efectivamente, tal cosa. Al principio de su artículo indica a los lectores que
“Los que, llevando recorrida la mayor parte de una vida consagrada a tareas científicas, vemos que lejos de haber hallado incompatibilidades entre ellas y la fe que recibimos en la infancia la han robustecido, a veces, impensadas relaciones de mutuo apoyo y auxilio entre creencias y conocimientos. No hay que sorprenderse de ello, ya que unas y otros, realmente, son manifestaciones de una misma verdad (…) emanación de la verdad absoluta, aún cuando nuestra mente la reciba por caminos diferentes: el de la revelación y el de la indagación”.
En años posteriores, los ingenieros de Madrid Científico alabaron la obra de Ibérica, indicando que “(…) esta solida publicación científica continúa llevando al cabo un intenso y patriótico esfuerzo cultural que se ha puesto ahora más de relieve con la aparición de un número extraordinario, dedicado a la actividad científica nacional”. Carlos Barutell, Ingeniero Militar, aplaudió años después la labor astronómica y sismológica del Observatorio del Ebro. De sus palabras destaca la afirmación de que puede ser un lugar desconocido porque “este establecimiento trabaja muy seria y silenciosamente, como la generalidad de los centros verdaderamente científicos”. Concluye una detallada descripción del Observatorio y sus labores con una cita de P. Puig (director del Observatorio) en la que este pide al cielo que permita continuar con la labor de investigación de la naturaleza porque su estudio “ha de contribuir en hacernos penetrar más y más en los arcanos de la divinidad ”.
En definitiva, cuando la religión y la ciencia se traen a colación en Madrid Científico, no era necesariamente para señalar un conflicto. Los ingenieros, cuando se referían a estos temas en Madrid Científico, huían de la retórica anticlerical del conflicto, típica de otras publicaciones del momento.
Sobre los autores: Jaume Navarro es Ikerbasque Research Professor en el grupo Praxis de la Facultad de Filosofía de la UPV/EHU y dirige el doctorado que Javier Sierra de la Torre está realizando sobre la divulgación científica en España a finales del XIX y principios del XX.
This publication was made possible through the support of a grant from Templeton Religion Trust, awarded via the International Research Network for the Study of Science and Belief in Society (INSBS). The opinions expressed in this publication are those of the author(s) and do not necessarily reflect the views of Templeton Religion Trust or the INSBS