Un viejo matrimonio: música y algoritmo

Firma invitada

José Manuel González Gamarro

Foto: Jesus Hilario H. / Unsplash

Desde que vivimos en primera persona la era digital hemos ido asumiendo nuevas (o viejas) palabras que se han hecho habituales en nuestro día a día, ya sea porque las hemos empezado a usar de manera más frecuente o porque las personas de nuestro entorno o las que habitualmente leemos las han subido a la categoría de lo cotidiano. Una de esas palabras es «algoritmo». Una palabra que, hasta hace relativamente poco, solo usaban matemáticos o informáticos y que ahora redescubrimos y la leemos con frecuencia gracias a cosas como las redes sociales. Gracias al desarrollo de las tecnologías y a ciertos cambios de paradigmas en el ámbito artístico, también la música se ha visto afectada por esta corriente de innovación, muy ligada, obviamente, a la inteligencia artificial. Todo esto que nos suena a pura innovación científica y tecnológica no es más que una actualización constante de ideas antiquísimas. La unión entre algoritmo y música es antigua y su relación ha ido evolucionando, ganando en profundidad y repertorio.

Simplificando mucho, un algoritmo es, en esencia, un conjunto prescrito de instrucciones. Estas instrucciones son reglas bien definidas, ordenadas y finitas que hacen posible llevar a cabo una actividad mediante pasos sucesivos. Escrito así no parece tan innovador ni revolucionario. De hecho, esta forma de pensar algorítmica es bastante antigua, que ya podemos localizar en los trabajos del astrónomo persa conocido como al-Juarismi, nombre del que deriva la propia palabra actual «algoritmo». Pero no solo los persas tenían mentes privilegiadas, ya que, en la Europa más cercana, en Italia concretamente, tenemos al monje benedictino Guido D’Arezzo (ca.991-1033). Los músicos profesionales lo conocen por su aportación a la escritura musical y el famosísimo nombre de nuestras notas musicales. Sin embargo, Guido también es una referencia fundamental en la creación del viejo matrimonio entre música y algoritmo. Diseñó un sistema de generación automática de melodías en base a textos. Se mapeaban las vocales a diferentes notas de la escala, creando un método de composición melódica. Investigaciones actuales han desarrollado este método.1

Si avanzamos un poco más en la historia, nos encontramos a dos compositores del s. XIV, Philippe de Vitry y Guillaume de Machaut, dos reconocidos autores franceses. Ellos practicaron un tipo de composición llamada motete isorrítmico, basado en dos ideas básicas: el color y la talea. El color es el conjunto de los sonidos (únicamente las alturas) que van a intervenir en la pieza. La talea es un patrón rítmico que no coincide en extensión con el color. La pauta rítmica solía ser más corta que la melódica, interfiriendo una con otra. El resultado es azaroso, pero dentro de un entorno controlado. No está nada mal para los años en torno a 1300. Un par de siglos hacia adelante, nos encontramos al autor Ghiselin Danckerts (c. 1510-1567), que usó para la composición los movimientos de las piezas del tablero de ajedrez. Como se puede ver en la imagen, cada casilla poseía un motivo melódico y una letra para cantarlo.

Ajedrez musical. Ghiselin Danckerts. Fuente: Wikimedia Commons

El propio autor dejó escrito que eran posibles 20 cánones a 4 voces, pero al morir la información para descifrarlos no se conservó y no fueron descubiertas todas las soluciones hasta 1986.

Ya en el siglo XVII, el gran Atanasius Kircher creo una máquina fascinante capaz de crear canciones sin que fueran necesarios conocimientos musicales. Todo un invento revolucionario para ayudar a los misioneros a inventar canciones en función de la ocasión y las necesidades del momento. La máquina tenía 10 parámetros, como el ritmo, número de sílabas, sonidos, etc. Mediante tablas se programaba para satisfacer la carga emocional adecuada para el texto. Todo un artilugio de ingeniería, como se puede apreciar en la imagen, que funcionaba de manera parecida a un ordenador.

Arca Musarithmica. Atanasius Kircher. Fuente: Wikimedia Commons

Los resultados del algoritmo de Kircher tienen muchísimas similitudes a lo que se obtiene modernamente con los modelos matemáticos de Markov.2 A medida que la historia sigue avanzando y nos adentramos en el s. XVIII nos damos de lleno con el conocido compositor W. A. Mozart. El gran compositor austriaco, junto con otros compositores, se sumaron a una especie de moda que surgió, creando un juego para crear música con unos dados sin necesidad de tener conocimientos musicales. Este juego editado como partitura y con unas instrucciones para poder realizar la composición se titula Instrucciones para componer tantos valses como desee mediante dos dados sin entender nada de música o composición. Tanto Mozart como sus colegas sabían que en las tiradas de los dados todos los resultados no eran igualmente probables. Resulta llamativo el hecho de que no fue hasta años después que Poisson formuló su teoría de la distribución de la probabilidad. El juego consistía en escribir compases sueltos, en el caso de Mozart 176, y asignarlos a los resultados de las tiradas mediante una tabla, tal como se ve en la imagen.

Op. K516f. Wolfgang Amadeus Mozart. Fuente: Wikimedia Commons

Todos los posibles valses (214.358.881 combinaciones posibles tan solo en el primer cuadro) se parecen, pero todos son diferentes, lo cual era la intención de Mozart porque así lo que estaba creando era el estilo, es decir, se podían componer valses al estilo de Mozart sin tener conocimientos, solo tirando dos dados. Este algoritmo en base a la aleatoriedad y la distribución de probabilidad se puede probar aquí haciendo tiradas de dados y escuchando el resultado.

A medida que el tiempo transcurre y llegamos a la Revolución Industrial el concepto «máquina» y su necesidad para la sociedad se hace patente. Una de las consecuencias de este momento histórico es la creación de la máquina analítica, que también tuvo su aplicación teórica en la música. Esta máquina analítica fue creada por Charles Babbage (1791-1871), y pretendía que fuese programable para realizar cualquier tipo de cálculo. La idea está basada en un telar programable de un comerciante francés conocido como el telar de Jacquard. La relación de todo esto con la música proviene de las sinergias entre Charles Babbage y la matemática y escritora Ada Lovelace (1815-1852). Esta ilustre matemática hizo un estudio teórico sobre la máquina llegando a mencionar una aplicación en la música del algoritmo creado. Pensó que si se sometían las relaciones de los sonidos y sus reglas a las normas prescritas del algoritmo podrían crearse obras musicales con una extensión y complejidad programables. Además, se crearían de manera automática.

En el s. XX se empezaron a estudiar los procesos de funcionamiento de la inteligencia humana para poder elaborar sistemas que la imitasen. De esta manera se establecerían modelos de aprendizaje. Este hecho también tuvo su relación con la música, haciendo que los ordenadores se emplearan en la ardua tarea de componer música a partir de algoritmos. En 1957 encontramos la primera obra compuesta íntegramente por un ordenador titulada Illiac Suite, un cuarteto de cuerda con cuatro movimientos.3 Dos profesores de la universidad de Illinois (Lejaren Hiller y Leonard Issacson) desarrollaron varios algoritmos para que el ordenador fuera capaz de semejante empresa. Por estos años, ya había empezado también el compositor e ingeniero Iannis Xenakis a desarrollar programas de cálculo probabilístico para aplicar en sus obras musicales. En 1977 terminó de crear UPIC, que en esencia era una mesa de arquitecto convertida en tablet. Mediante un bolígrafo electrónico convertía el dibujo en música mediante algoritmos. Toda esta época vivió un auge de la relación entre música y algoritmos o bien de la sinergia entre matemáticas y música. A esto también contribuyó el matemático polaco Benoît Mandelbrot con el concepto de fractal. Las dos propiedades básicas de este concepto matemático son la autorreferencia y la autosimilitud, que han sido fundamentales para la creación de obras más recientes, como por ejemplo Liturgia fractal, del compositor Alberto Posadas.

Los algoritmos empleados en la música son de diferente índole, llegando incluso a la biomimética, imitando modelos de la naturaleza. Tal es el caso de los algoritmos genéticos, que fueron empleados en la universidad de Málaga para que el ordenador Iamus compusiera música sin intervención humana. Se denominó el proyecto Melomics. Existen otros algoritmos que no están relacionados con la composición de música, sino con su análisis. Con esto se pueden obtener una cantidad ingente de datos de un gran número de partituras a la vez. Es posible obtener la matriz serial de obras dodecafónicas (que utilizan una serie de doce sonidos como materia prima musical) o bien análisis armónicos de grandes corpus de obras. Además, estos análisis se pueden usar para saber la autoría de alguna obra anónima de la que se tengan dudas de quién es el compositor. Estos algoritmos identifican multitud de variables relacionadas con cada compositor, calculando estadísticamente cual sería la probabilidad de que fuera un autor u otro. Huelga decir que aciertan casi en el 100% de los casos. Sin embargo, las sinergias entre ingenieros, matemáticos, físicos, etc. y músicos no se quedan en la composición y el análisis, sino que la relación con los algoritmos va más allá, llegando al mundo de la interpretación.

¿Es posible que una máquina pueda interpretar la música de manera expresiva y «humana»? Se pueden determinar los criterios que distinguen una interpretación expresiva de una automatizada4, mediante software que analiza interpretaciones de concertistas. Cualquier músico profesional sabe que hay criterios interpretativos que no aparecen en las partituras de forma exacta. Lo invisible pero audible de la partitura. Los simuladores informáticos optimizan y definen códigos emocionales. El ordenador no copia lo que hace un intérprete, sino que realiza su propia interpretación a partir de algoritmos. Esto puede causar revuelo o controversia en el mundo de los músicos profesionales, pero si se escucha aquí esta interpretación de una sonata de Beethoven, nos queda claro que una interpretación mecánica queda bastante lejos y nos costaría saber si es un humano o una máquina si no fuéramos advertidos de ello.

Los algoritmos y la música son inseparables si queremos entender en profundidad la historia de la música occidental. La inteligencia artificial desarrollada en los últimos años hace que se replanteen nuevos paradigmas en el entendimiento filosófico del arte, traspasando los límites de lo humano. El hijo de este viejo matrimonio podría ser una distopía artística sin precedente o bien un escalón más en el avance de la humanidad con respecto a su arte más temporal. Hagan sus apuestas.

Referencias:

1 Trufó, Francisco. Algorithmic composition using an extension of Guido D’Arezzo Method, 2009.

2 McLean, Alex, and Roger T. Dean, eds. The Oxford handbook of algorithmic music. Oxford University Press, 2018.
3 Sandred, Orjan; Laurson, Mikael; Kuuskankare, Mika. “Revisiting the Illiac Suite-a rule-based approach to stochastic processes.”Sonic Ideas/Ideas Sonicas 2 (2009): 42-46.
4 Cancino-Chacón, Carlos E., et al. “Computational models of expressive music performance: A comprehensive and critical review.” Frontiers in Digital Humanities 5 (2018): 25.

 

Sobre el autor: José Manuel González Gamarro es profesor de guitarra e investigador para la Asociación para el Estudio de la Guitarra del Real Conservatorio Superior de Música “Victoria Eugenia” de Granada.

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