2021 ha sido año de exploración marciana. El 18 de febrero aterrizó en el planeta rojo Perseverance, un vehículo que había sido lanzado por la NASA el 30 de julio de 2020. Y por si poner un cochecito lleno de instrumentos científicos en la superficie de Marte y hacer que se desplace por su superficie fuese hazaña pequeña, el 19 de abril la NASA hizo volar un pequeño helicóptero, de nombre Ingenuity. Que sepamos, es la primera vez que un artilugio semejante sobrevuela ese planeta o cualquier otro distinto del nuestro. Y desde entonces, a comienzos de este mes de diciembre lo había hecho ya en diecisiete ocasiones.
Esos no son los únicos hitos de la exploración espacial de este año, porque el pasado día 25 fue lanzado al espacio, a bordo del cohete Ariane 5, el telescopio James Webb. Será el sustituto del Hubble y, si todo funciona como es de esperar, será capaz de obtener imágenes mejores y de objetos astronómicos más lejanos aún que su predecesor. El telescopio ha sido lanzado por un consorcio formado por las agencias espaciales estadounidense, europea y canadiense.
En 2021 la inteligencia artificial ha seguido haciendo de las suyas, para bien y para mal. Me han impresionado dos grandes logros. Uno ha sido el descubrimiento, gracias a su potencial, de 301 nuevos planetas fuera del Sistema Solar. Y el otro su aplicación para decodificar con éxito actividad neurológica encefálica de macacos, registrada mediante ultrasonidos, y anticipar así los movimientos que se proponían hacer. Corresponden a áreas muy diferentes, y se suman a hallazgos tan asombrosos como la capacidad para determinar la estructura y forma de las proteínas a partir de su secuencia de aminoácidos, que se había conseguido en 2020. La cara negativa es la constatación, en reiteradas ocasiones, de que la inteligencia artificial dota a sus productos de sesgos indeseables. Son el reflejo de prejuicios y estereotipos negativos para con quienes forman parte de ciertos grupos de población, y deben, por ello neutralizarse, para que no perjudiquen a las personas pertenecientes a esos grupos cuando se aplican en la esfera social y económica.
Las vacunas de la Covid-19 no han sido las únicas por las que debemos congratularnos este año. En 2021 se ha constatado que, un año después de su administración, la de la malaria ha mostrado una eficacia del 75% en una muestra de cuatrocientas cincuenta niños y niñas. No es una muestra muy grande, pero es un resultado prometedor. No olvidemos que el paludismo mata cada año a cuatrocientas mil personas. Hasta ahora, el protozoo de la malaria se ha mostrado esquivo en extremo a la acción de las vacunas. Cualquier avance en la prevención de esta enfermedad se traducirá en más salud y, como consecuencia, en menos pobreza y más bienestar general.
En España la vulcanología ha adquirido este año una relevancia enorme, acorde con la magnitud de las erupciones de Cumbre Vieja y con los estragos que han causado en la isla de La Palma. Los ríos de lava nos han recordado que la geología importa y que es una disciplina imprescindible para entender el mundo en el que vivimos y para relacionarnos de forma más inteligente con nuestro planeta.
Y luego está la Covid-19, con sus vacunas, variantes, olas y demás. Pero de eso ya hablan otros más y mejor que un servidor. Hagámonos a la idea: antes o después, a todos nos alcanzará el SARS-Cov-2. De lo que se trata es de que lo haga lo más tarde posible y que, cuando eso ocurra, nos encuentre lo más protegidos posible.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU