La gacela de Thomson (Eudorcas thomsonii) es un antílope de pequeño tamaño (pesa entre 20 y 30 kg) que habita en los pastizales de las sabanas de Tanzania y Kenia, donde es una de las presas preferidas de leones, guepardos, leopardos y cocodrilos.
Puede alcanzar velocidades de hasta 80 km/h, normalmente cuando huye de alguno de sus depredadores habituales, aunque difícilmente supera los 40 km/h en carrera sostenida durante varios minutos.
Tras huir de un depredador -quizás del más rápido de ellos, el guepardo-, durante un tiempo de unos 5 min, y suponiendo que no haya sido atrapada, ha generado una gran cantidad de calor debido al esfuerzo realizado. Ese calor no se disipa inmediatamente, de manera que provoca un aumento de la temperatura corporal bien por encima de la habitual. La sangre arterial puede elevarse de los 38 °C o 39 °C normales hasta los 44 °C. La gacela de Thomson, a pesar de ser un animal homeotermo, pierde así de manera transitoria la capacidad para mantener constante su temperatura corporal como consecuencia del esfuerzo.
Al huir despavorida a toda velocidad, el gasto metabólico de la gacela se multiplica por cuarenta. Además del efecto del esfuerzo, la temperatura ambiental es alta, muy alta, tanto quizás como la corporal. Así pues, a la gacela le resulta muy difícil disipar el calor que produce, por lo que la temperatura sanguínea sube rápidamente. Además, es posible que esa temperatura corporal tan alta sirva a la gacela para que sus músculos se contraigan más rápidamente y pueda así huir con mayor facilidad del depredador.
La elevación de la temperatura corporal no se debe a que fallen los sistemas de disipación de calor. De hecho, la gacela jadea a muy alta frecuencia, tanto para tomar más oxígeno como para refrigerar la sangre facilitando la evaporación del líquido que cubre las superficies respiratorias. El problema es que bajo las condiciones en que se encuentra no es posible mantener la temperatura en los valores normales, incluso aunque los sistemas de termorregulación mantengan plena integridad funcional. La carga de calor es demasiado alta y la gacela no puede disipar todo el que genera.
Pero ocurre que la elevación de la temperatura no se produce por igual en todo el organismo, ya que gracias precisamente al jadeo, la gacela de Thomson puede mantener su encéfalo más fresco que el resto de órganos. De hecho, mientras el cuerpo alcanza los 44 °C, el encéfalo no pasa de 41 °C, temperatura por encima de la cual las neuronas sufrirían graves daños.
El mecanismo de refrigeración se basa en una rete mirabile (red maravillosa). En su camino hacia el encéfalo, la sangre que circula por la arteria carótida se distribuye entre centenares de arteriolas o capilares, para volver a agruparse justo antes de alcanzarlo. Esas arteriolas constituyen una rete mirabile, un dispositivo especialmente apto para intercambiar calor. El intercambio se produce porque los vasos arteriales atraviesan un seno que se encuentra lleno de sangre venosa, que procede, precisamente, de la zona nasal de la gacela, donde ha tenido lugar la evaporación del líquido superficial y, como consecuencia, el enfriamiento de la que circula por allí. De esa forma se enfría la sangre que circula por las arteriolas, cediendo calor a la venosa que procede de la nariz. Al atravesar el seno, la sangre arterial reduce su temperatura en unos 2 o 3 °C.
En la anotación anterior de la sección Animalia, sobre la irrigación de la musculatura de algunos peces (atunes y lenguados), vimos cómo funcionaba una rete mirabile como esta, con la diferencia de que aquella red servía para calentar la sangre que irrigaba los músculos que impulsan al atún y ésta para enfriar la sangre que irriga el encéfalo. En ambos casos se producen intercambios de calor mediante un dispositivo en contracorriente, aunque con objetivos opuestos.
En inglés denominan “selective brain cooling” al mecanismo, basado en el jadeo, de que hace uso la gacela de Thomson. Aunque no es el único animal que lo utiliza, pues bastantes ungulados domésticos también recurren a él cuando lo necesitan. De todos ellos cabría decir aquello de que mantienen la cabeza fría y, en este caso, las pezuñas calientes.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU