Esta es la pregunta que todo el mundo se hace cuando llegan estas fechas del año, ¿a dónde nos vamos de vacaciones? ¿Mar o montaña? Y muchas veces nos hemos respondido lo mismo: Ojalá fuera posible estar en los dos sitios a la vez. Pues os voy a contar un secreto. En realidad, se puede… gracias a la Geología.
Por supuesto, esto tiene truco. Es muy probable que, si habéis dado un paseo por el monte mirando hacia las rocas de vuestro alrededor, os hayáis topado con algunos fósiles de antiguos organismos marinos. Cefalópodos ya extintos, como los ammonites y belemnites, erizos de mar, corales, esponjas, bivalvos, crinoideos, trilobites y un largo etcétera pueden acompañarnos en nuestro recorrido por una montaña con más de mil metros de altura y situada a cientos de kilómetros de la playa más cercana. Así que, en estos casos, si miramos lo que nos rodea con ojos geológicos y dejamos volar un poco nuestra imaginación, nos encontraremos dando un paseo por la montaña a la vez que buceamos en un mar con varios millones de años de antigüedad.
La presencia de estos fósiles marinos en zonas tan alejadas del litoral actual ha sido objeto de debate durante milenios. Incluso, hasta no hace mucho tiempo, era una prueba irrefutable del Diluvio Universal. La única explicación posible era que el mar hubiera cubierto esas zonas tan elevadas y después descendiera el nivel del agua hasta donde lo encontramos en la actualidad.
Pero esa explicación no convencía a todo el mundo. Uno de los más reacios a creerla fue Leonardo da Vinci. Hace más de 500 años, Leonardo encontró un montón de fósiles marinos en las montañas del norte de Italia. Y lo que más le llamó la atención fue observar que muchos de los fósiles de conchas marinas conservaban juntas las dos valvas. Esto entraba en contradicción con una inundación rápida y catastrófica, porque la fuerza del agua habría separado, roto y fragmentado las valvas. Así que Leonardo le dio la vuelta a la tortilla y planteó que lo que hoy son montañas, hace mucho tiempo constituía el fondo marino y que, por algún motivo que él no podía explicar, este suelo oceánico se había elevado hasta formar las grandes cordilleras que vemos en la actualidad.
Durante los siglos posteriores, los padres de la Geología estuvieron dándole vueltas a la idea de Leonardo, hasta que a mediados del siglo XIX surgió una hipótesis que intentaba ser la explicación definitiva, la hipótesis de los geosinclinales. Se sustentaba en la base (que hoy sabemos errónea) de que la Tierra se ha ido enfriando desde su formación, lo que provoca que se vaya encogiendo de forma progresiva. Al encogerse, se debían formar grandes depresiones que actuaban como zonas de acumulación de sedimentos. Pero llegaría un momento en que se depositaría tanta cantidad de sedimento que provocaría que los márgenes de la depresión fuesen acercándose poco a poco y ese empuje de los bordes provocaría el plegamiento y ascenso vertical de los antiguos sedimentos, formando las montañas.
La hipótesis sonaba muy chula, pero tenía un pequeño problema, no podía explicar la formación de todas las cadenas montañosas. Pero la solución apareció a mediados del siglo pasado, cuando empezaron a investigarse en detalle los fondos oceánicos. Esto dio lugar a que, a finales de los años sesenta, se definiese la teoría que, por fin, puede explicar la formación de las montañas, la Tectónica de Placas.
De manera muy resumida, la capa más externa de nuestro planeta, la litosfera, es sólida y rígida y está dividida en trozos que se llaman placas tectónicas. Estos fragmentos se desplazan sobre la capa que tienen justo por debajo, la astenosfera, que es un semisólido plástico y viscoso. Para hacernos una idea, con nuestro planeta ocurre lo mismo que si ponemos una galleta (litosfera) sobre un bol con natillas (astenosfera), partimos la galleta en pedazos (placas tectónicas) y movemos el bol con movimientos continuos de muñeca (desplazamiento de las placas).
Cuando chocan entre sí dos placas tectónicas, parte de los materiales rocosos que se encuentran depositados en sus márgenes se comprimen y se apilan, engrosando la litosfera y dando lugar a una gran acumulación elevada de rocas plegadas y deformadas que denominamos cordilleras montañosas. Este es el proceso de formación de montañas y se llama orogenia (del griego “oros”, montaña, y “génesis”, origen).
La última gran orogenia todavía continúa en la actualidad, pero tuvo su etapa más compresiva hace entre unos 80 y 20 millones de años aproximadamente, y la conocemos como Orogenia Alpina. Como su propio nombre indica, es la que ha dado lugar a la cordillera de los Alpes, pero también a otras cadenas montañosas más cercanas, como los Pirineos o las Béticas. En nuestro caso, comenzó cuando la placa Africana chocó contra la placa Euroasiática, encontrando a la microplaca Ibérica en medio y apachurrándola de norte a sur. Así, las rocas que se habían formado a partir de los sedimentos depositados en el fondo marino millones de años antes de la colisión de las placas tectónicas, se elevaron al apilarse unos sobre otros y hoy en día se encuentran en la cima de algunos de los cinturones montañosos de mayor altura de nuestra geografía.
Gracias a la dinámica litosférica y la tectónica de placas, cuando vamos a dar un paseo por algunas de las montañas que nos encontramos en la Cordillera Cantábrica, los Pirineos o las Béticas, en realidad estamos pisando rocas formadas hace millones de años en el fondo de mares tropicales llenos de vida. Así que podemos cerrar los ojos e imaginar que estamos buceando en alguna cala de aguas transparentes de las Bahamas. Ya no tenemos que elegir entre mar o montaña, la Geología nos lo ofrece todo a la vez.
Sobre la autora: Blanca María Martínez es doctora en geología, investigadora de la Sociedad de Ciencias Aranzadi y colaboradora externa del departamento de Geología de la Facultad de Ciencia y Tecnología de la UPV/EHU
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