Los seres humanos compartimos comida y otros bienes. No lo hacemos con cualquiera, ni bajo cualquier circunstancia, pero es un comportamiento habitual. Por eso nos parece normal, aunque, a decir verdad, sea algo sorprendente, al menos desde un punto de vista evolutivo. Al ceder alimento, el que lo da pierde un recurso que podría darle una ventaja competitiva con relación a otros miembros del grupo.
Se suelen considerar tres posibles motivos por los que puede merecer la pena compartir alimento. Por un lado está la selección por parentesco, en virtud de la cual es ventajoso ser altruista con las personas (parientes) con las que se comparte una parte de los genes porque, ayudándolas, se facilita que una parte del patrimonio genético perdure. También se puede compartir por gorroneo tolerado (o consentido); se produce cuando quien tiene comida no es capaz de monopolizarla debido a los costes que le imponen quienes no la tienen y que, aunque no le obliguen a compartirla, pueden hacer que le resulte muy costoso no hacerlo. En tercer lugar está la reciprocidad, ya que quien hoy dispone de comida quizás haya recibido en el pasado ayuda de otro o podrá necesitarla en el futuro; esto es, sería ventajoso compartir comida en situaciones en las que la reciprocidad por parte de quien recibe puede acabar resultando conveniente en el futuro para quien comparte.
Nosotros no somos los únicos primates que compartimos comida. Los tres motivos citados en el párrafo anterior parecen estar en la base del comportamiento generoso de seres humanos y otros primates, como chimpancés, bonobos, capuchinos y tamarinos. Los dos motivos que más influyen son el gorroneo consentido y la reciprocidad, mientras que el de la selección de parentesco es algo menor.
En la especie humana las diferencias entre poblaciones en el grado de reciprocidad de sus miembros parecen estar relacionadas con el nivel de predictibilidad de la cantidad de alimento disponible. En aquellas en que es más incierta la posibilidad de disponer de comida de forma regular, la reciprocidad tiende a ser más importante.
El altruismo tampoco se limita a los primates. Desmodus rotundus se alimenta de sangre; es un vampiro de los de verdad, esto es, un murciélago hematófago. Además, comparte con otros vampiros de su mismo grupo la sangre que obtiene. Mediante experimentos diseñados a tal efecto se ha podido verificar que, al compartir la sangre, los murciélagos de esta especie establecen vínculos duraderos con sus congéneres, en virtud de los cuales adoptan el hábito de compartir comida entre ellos. Los individuos con los que lo hacen pueden ser de su misma familia o no serlo, por lo que no parece que su altruismo obedezca a la selección de parentesco. Por otro lado, dada la especial forma de compartir la sangre -regurgitándola-, tampoco es explicable este comportamiento por gorroneo tolerado.
En Desmodus rotundus hay altruismo recíproco. Cuando un vampiro da parte de su alimento a otro y establece así un vínculo con él, ambos salen beneficiados de esa relación, porque unas veces es uno el que consiga alimentarse y otras es el otro. Así, la probabilidad de que pasen privación en un entorno de posibilidades de alimentación inciertas disminuye para ambos. La pequeña cantidad de sangre que se comparte en cada ocasión puede representar, para el que la recibe, la diferencia entre reproducirse o no hacerlo, o entre sobrevivir o perecer, mientras que el que dona pierde solo una parte de lo conseguido. Por ello, el altruismo tiene en estos animales -que son, además, sociales- un altísimo valor adaptativo: la continuidad de todo el grupo depende de ello.
Fuentes:
Carter, G. G., Wilkinson, G. S., 2015, Social benefits of non-kin food sharing by female vampire bats. Proc. R. Soc. B.282 20152524 20152524
Jaeggi, A. V. y Gurven, M., 2013, Reciprocity explains food sharing in humans and other primates independent of kin selection and tolerated scrounging: a phylogenetic meta-analysis. Proc. R. Soc. B.280 20131615 20131615
Para saber más:
La unidad de selección en la evolución y el origen del altruismo
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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