¿Por qué nos parece que el tiempo pasa más rápido conforme envejecemos?

Dra. Shora

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Foto: Lucian Alexe / Unsplash

Tic, tac… Tic, tac… El tiempo avanza inexorablemente para cada uno de nosotros. Y, aunque el ritmo al que avanza es igual para todos, la percepción subjetiva del transcurso del tiempo puede ser muy distinta entre personas. Así, cuando nos divertimos o disfrutamos de alguna actividad, parece que el tiempo pasa volando, mientras que si estamos inmersos en una tarea monótona, soporífera o desagradable los minutos se nos hacen eternos. En ese sentido, existe un fenómeno peculiar, que se ha constatado ampliamente en psicología: en general, el tiempo nos parece que pasa más rápido conforme vamos cumpliendo años.

Si echamos la vista atrás, rebuscando en los recuerdos de nuestra niñez, tenemos la sensación de que los días eran más largos y los «exprimíamos» mucho más: podíamos realizar multitud de actividades porque había tiempo para casi todo. Además, los veranos en la infancia parecían durar bastante más que aquellos en la vida adulta, que pasan en un suspiro, sobre todo cuando disfrutamos de las vacaciones en esta época. A partir de cierto momento de la vida adulta, tenemos la sensación de que el tiempo se «acelera» y de que todo pasa poco a poco más rápido. ¿Cuál es la razón para esta evolución en la percepción subjetiva del tiempo? En la actualidad, se desconoce cuál es la causa y son múltiples las hipótesis que tratan de darle una explicación.

Una posible razón tras este fenómeno tendría que ver con el procesamiento cerebral de las imágenes que vemos cada día. Según la hipótesis planteada por el profesor de Ingeniería Mecánica de la Universidad de Duke, Adrian Bejan, los días parecen ser más cortos conforme envejecemos porque el procesamiento de la información visual a lo largo del tiempo se enlentece. Si percibimos menos imágenes por segundo, esto puede generar la sensación de que el tiempo ha pasado más rápido y viceversa: cuando captamos más imágenes por segundo, podemos tener la sensación de que el tiempo avanza más lento, como cuando vemos un vídeo a cámara lenta.

La base tras este planteamiento es que las señales nerviosas, que transportan la información, tardan más en llegar por una suma de factores cuando cumplimos años: el tamaño y la complejidad de las redes neuronales cerebrales se incrementa y, además, el envejecimiento provoca daños que pueden retrasar el flujo de dichas señales eléctricas. Por esta razón, los niños podrían procesar más imágenes por segundo que los adultos y percibir que el tiempo pasa más lento.

También podría ser que, más allá del procesamiento de las imágenes, existiera un «metrónomo neural» que marca el ritmo del tiempo en cada persona. En niños, este metrónomo iría más rápido que en los adultos (igual que ocurre con la frecuencia cardíaca en reposo o la respiración que son también más rápidas en los niños), lo que haría percibir el paso del tiempo de forma más lenta. De hecho, el psicólogo Clifford Lazarus narra un curioso experimento sobre esta cuestión: Si se deja a los niños sentados, con los ojos cerrados y sin hacer nada, la gran mayoría de ellos tienen la sensación de que ha transcurrido más del tiempo del que realmente ha pasado (muchos mencionan que ha pasado un minuto, cuando solo han trascurrido 40 segundos, en realidad). En cambio, si las mismas condiciones se aplican a los adultos, su percepción subjetiva del tiempo es más realista o va con un ligero retraso: detallan que ha pasado un minuto cuando, en realidad, ha transcurrido un minuto o 70 segundos.

Otra explicación sobre la dispar sensación del ritmo del tiempo entre los niños y los adultos se centra en la diferente perspectiva de ambos a la hora de cuantificar el tiempo. Para un niño de 10 años, por ejemplo, el transcurso de un año supone nada más y nada menos que el 10 % del total de su vida y entre un 15 y un 20 % de su memoria consciente. En cambio, para una persona de 65 años, un año solo solo es el 1,5 % de su vida. A la hora de percibir, de forma relativa, las vivencias y los recuerdos esto puede generar la sensación de que el tiempo fluía más lento en la infancia, porque una misma unidad de tiempo implicaba mucho más dentro del total de experiencias vividas.

Podría ser también que la desigual percepción del tiempo entre la infancia y la edad adulta y anciana se debiera a sesgos en la consolidación de los recuerdos. Las experiencias de la vida que dejan más marca en nuestra memoria son precisamente aquellas que nos provocan emociones, sobre todo si son intensas. Durante la infancia y la adolescencia casi todo es nuevo y se vive con más intensidad emocional que en etapas más tardías de la vida, donde la rutina y la monotonía suelen imperar y estos dejan poca huella en nuestros recuerdos.

Así, al evaluar nuestros recuerdos pasados y actuales, podemos tener la sensación de que vivíamos muchas más experiencias en el mismo tiempo (y, por tanto, que el tiempo pasaba más lento) que en los últimos años, que no nos dejan muchos episodios memorables y muchos recuerdos anodinos desaparecen (como lo que comimos el otro día). Si esta hipótesis fuera cierta, una forma para hacernos sentir que el tiempo transcurriera más lento sería huir de la monotonía y vivir nuevas experiencias con frecuencia.

Sobre la autora: Esther Samper (Shora) es médica, doctora en Ingeniería Tisular Cardiovascular y divulgadora científica

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