El entorno cultural de niños y niñas influye en el desarrollo de sus rasgos prosociales

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prosociales

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Foto: Mieke Campbell / Unsplash

Los seres humanos somos animales cooperativos. En general, lo somos más que otros primates, aunque hay importantes diferencias entre culturas y, seguramente, también entre épocas históricas. Aún hoy no somos capaces de determinar si el comportamiento prosocial, o cooperativo, es simplemente consecuencia de las relaciones de parentesco y de las expectativas de reciprocidad o si, además de esos dos, actúan otros factores.

La transmisión cultural en el seno de grupos humanos es un mecanismo fundamental en la adopción por sus integrantes de las normas sociales de las que depende el comportamiento cooperativo. Los modelos matemáticos basados en los principios de la coevolución genético-cultural predicen que las diferencias de comportamiento prosocial entre grupos humanos han de ser más pronunciadas cuanto mayores son los costes de la cooperación, y que esas diferencias han de aparecer conforme los niños adquieren las normas en sus respectivas comunidades. Por esa razón es importante estudiar la ontogenia de la prosocialidad. Con ontogenia, me refiero a la variación que ocurre a lo largo de la vida del individuo (normalmente de su morfología o estructura), y suele utilizarse en contraste con filogenia, que describe la historia evolutiva de un grupo de individuos. Ontogenia es un término procedente de la biología del desarrollo, y aquí se utiliza haciendo una extensión de su campo semántico al ámbito del comportamiento.

Un equipo de investigación ha sometido a contraste las predicciones de los modelos de coevolución genético-cultural [1], estudiando experimentalmente grupos de individuos de diferentes edades (entre 3 y 14 años, y también adultos) pertenecientes a seis sociedades humanas muy diferentes entre sí. Los grupos humanos investigados fueron urbanitas de Los Ángeles (EEUU), horticultores y recolectores marinos de la Isla Yasawa (Islas Fiji), cazadores-recolectores Aka (República Centroafricana), pastores y horticultores Himba (Namibia), horticultores Shuar (Ecuador), y cazadores-recolectores Martu (Australia). Los experimentos se basaron en juegos similares a algunos de los propios de teoría de juegos (se pueden consultar en la referencia original).

Los niños y niñas de menor edad (entre 4 y 6 años) tenían comportamientos prosociales muy similares en las diferentes sociedades estudiadas. Dado que el aprendizaje social modela el comportamiento infantil ya desde muy temprano, el hecho de que hubiese mínimas diferencias entre los más pequeños de distintas culturas quiere decir que no es el aprendizaje social temprano el que determina las diferencias que se observan posteriormente entre culturas, sino que esas diferencias han de tener su origen en periodos vitales posteriores.

Efectivamente, el comportamiento cooperativo empieza a divergir entre poblaciones (entre culturas) a partir de los 6 o 7 años de edad, y las diferencias se van afianzando durante lo que se considera la infancia media, esto es, desde los 6-7 años y hasta la madurez sexual. Esto sugiere que los chicos y chicas de esas edades empiezan a ser sensibles a la información propia de cada sociedad acerca de la forma de comportarse en situaciones de cooperación costosa. No es en absoluto sorprendente que el intervalo de edades en que se produce la divergencia sea, precisamente, un periodo clave en el desarrollo cognitivo humano, ya que es en el que niños y niñas se incorporan a la comunidad cultural más amplia a la que pertenece su familia. Por eso, se trata de un periodo especialmente importante desde el punto de vista de la acomodación o adaptación a las normas sociales locales.

El comportamiento prosocial que se va diferenciando entre chicos y chicas de distintas culturas a partir de los 6 y 7 años es, sobre todo, el que conlleva costes. Esta observación coincide con las predicciones de los modelos de coevolución genético-cultural que se han citado antes, en el sentido de que las normas sociales e institucionales ejercen una mayor influencia cuando el comportamiento beneficioso para el grupo es costoso y, por lo tanto, más difícil de poner en práctica y mantener en el tiempo.

Por último, el comportamiento prosocial se desarrolla de forma diferenciada dependiendo del contexto cultural en el que se desenvuelven los niños y niñas y adolescentes. Los comportamientos cooperativos que conllevan costes empiezan a divergir a partir de los 6 o 7 años de edad, y esa divergencia es la que se acaba manifestando en las edades adultas. Por lo tanto, no cabe considerar un único modelo de desarrollo ontogenético de la prosocialidad en nuestra especie, sino que resulta ser muy dependiente del contexto cultural.

Fuente: B. R. House, J. B. Silk, J. Henrich, H. C. Barrett, B. A. Scelza, A. H. Boyette, B. S. Hewlett, R. McElreath y S. Laurence (2013): «Ontogeny of prosocial behavior across diverse societies». PNAS 110 (36): 14586-14591

Nota:

[1] En la evolución humana intervienen, de forma interactiva, elementos de carácter genético y de naturaleza cultural. Es lo que se conoce como coevolución genético-cultural. En virtud de esa coevolución, los mecanismos de transmisión genética y de transmisión cultural interaccionan dando lugar a la adopción y extensión, en dominios muy diferentes, de rasgos con valor adaptativo.


Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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