Seguramente, la mayoría de los lectores de este artículo reconocerá en el nombre de John Jacob Astor IV a uno de los principales inversores, y amigo, de Nikola Tesla ―Astor era el que le sacaba las castañas del fuego al inventor por no pagar las facturas en el hotel Waldorf Astoria, que era de su propiedad―. A otros tal vez le suene más el nombre porque fue una de las alrededor de 1500 víctimas del hundimiento del Titanic. Y, los que menos, puede que conozcan su faceta más visionaria o incluso hayan leído su novela A journey in other worlds: A romance of the future.
Sin ser una obra maestra de la literatura, ni siquiera de la de ciencia ficción, en esta utopía tecnocapitalista de 1894 aparecen varios adelantos que, si bien entonces pudieron considerarse casi inverosímiles, a día de hoy forman parte de nuestra vida cotidiana. Por supuesto, también aparecen algunos que, aunque no del todo desconectados de la realidad, todavía podrían llegar a hacerse realidad y, por extensión, otros que no tienen ni pies ni cabeza ―como buena obra del siglo XIX―, pero eso no la resta interés a esta obra. Dejando a un lado escenas que podrían considerarse más fantásticas que especulativas, lo cierto es que John Jacob Astor IV supo leer muy bien el contexto tecnológico de su época, así como muchos aspectos sociales y culturales, pero esa parte la dejaremos para otra ocasión.
A journey in other worlds se publicó tan solo un año después de la Exposición Universal de Chicago en la que la Westinghouse Electric & Manufacturing Company asombró al mundo con su sistema de iluminación eléctrica alimentado por generadores de corriente alterna, y en la que Nikola Tesla contaba con su propio expositor en el Pabellón de la Electricidad. Se podría decir que la electricidad y el magnetismo fueron para el siglo XIX lo que la inteligencia artificial es hoy para nosotros: una panacea tecnológica que sirve para todo, se puede aplicar a todo y transformará nuestras vidas de formas que ni siquiera somos capaces de imaginar. Es lo que suele suceder casi siempre cada vez que aparece en escena un descubrimiento potencialmente disruptivo. Eso fue precisamente lo que Astor reflejó en su libro y, en muchos aspectos, acertó.
Así, en la obra, aparecen ya vehículos eléctricos, tanto coches como bicicletas, con sus necesarias redes de carga distribuidas por toda la geografía. Y, en realidad, no podía ser de otra manera, el coche eléctrico siempre fue la evolución lógica inicial ―incluso Thomas Edison fabricó baterías para este tipo de vehículos―, pero cuestiones de autonomía, potencia, coste e infraestructura acabaron inclinando la balanza hacia el motor de combustión.
Los faetones eléctricos, como se denomina a los [vehículos] de alta velocidad, tienen tres y cuatro ruedas y pesan, incluyendo la batería y el motor, de quinientas a cuatro mil libras. Con armazones huecos de aluminio tratado galvánicamente pero inmensamente fuertes y llantas neumáticas o de bandaje, circulan a treinta y cinco y cuarenta millas por hora en caminos rurales y alcanzan una velocidad de más de cuarenta en calles de la ciudad, y pueden mantener esta velocidad sin recarga durante varios días. […]
Para recargar las baterías, lo que se puede hacer en casi todas las ciudades y pueblos, se introducen dos clavijas de cobre en agujeros lisos unidas a cables de cobre aislados. […] Una manija en el asiento del salpicadero activa cualquier parte de la corriente alcanzable, ya sea para avanzar o retroceder, hay seis u ocho grados de velocidad en ambos sentidos, mientras que la dirección se maneja con un pequeño volante.
Astor habla en otro pasaje también de sistemas de frenado regenerativos, algo que ya incorporan algunos automóviles:
Al llegar a la cima de una colina larga y empinada, si no queremos avanzar por inercia, convertimos los motores en dinamos, mientras funcionamos a plena velocidad, y así transformamos la energía cinética del descenso en energía potencial en nuestras baterías.
Lamentablemente, y para desesperación de los conductores, su visión del futuro automotriz incluía, asimismo, algo muy parecido a los radares móviles de tráfico.
¿Y de dónde obtener la electricidad que alimente las baterías de esos vehículos? Según John Jacob Astor, del sol, «en lugar de carbón voluminoso y sucio». De una suerte de dispositivos fotovoltaicos ―algo rudimentarios, eso sí, fabricados con grandes espejos cóncavos y calderas de vapor― situados en grandes extensiones de desierto como el Sahara. También del viento, con aerogeneradores y baterías en el ámbito doméstico y a través de mástiles huecos con turbinas en lugar de velas, en el marítimo. Habló incluso de hidroalas ―una especie de barcos con esquís que sobresalen del agua cuando alcanzan altas velocidades― más de una década antes de que Alexander Graham Bell y Casey Baldwin las inventaran. Y, para concluir con sus visiones sobre el transporte, esta vez de forma no del todo acertada, pensó en un sistema de ferrocarril magnético… pero no de levitación. ¡Tal vez ya hubiera sido demasiado!
En A journey in other worlds el viaje al espacio, a Júpiter y Saturno, en este caso, también tiene un papel protagonista. De hecho, es la primera obra de ficción en la que aparece el término «nave espacial». Por supuesto, con esclusas de entrada y salida, para evitar disgustos al salir y al entrar, y un sistema de comunicaciones, de nuevo no muy práctico, de señales luminosas con la Tierra.
Lo que está claro, tanto en esta como en otras obras de la época, es que las ideas flotaban en el aire, y eran infinitas. Por eso es difícil afirmar si los visionarios de entonces «acertaron» o simplemente tenían tantísimas ocurrencias que, por una cuestión estadística, daban en el clavo de casualidad en algunas. En ese sentido, el libro de John Jacob Astor también se acerca peligrosamente la línea que separa la ciencia de la ficción cuando habla de control climático o generadores de lluvia, y la cruza directamente cuando describe unos ojos magnéticos ―una especie de ojos de rayos X, pero que funcionan analizando las propiedades magnéticas de los materiales alrededor― o menciona el apergy, una sustancia antigravitatoria que aparece en otra novela similar: Across the zodiac: The story of a wrecked record de Percy Greg.
Fuera lo que fuera, parece que soñar funcionaba, por muy locos que fueran esos sueños, por muy alejados de la realidad que estuvieran muchos de ellos. John Jacob Astor o Nikola Tesla eran muy dados a este tipo fantasías… y, oye, ni tan mal.
Bibliografía
Astor IV, J. J. (1894). A Journey in Other Worlds: A Romance of the Future.
Greg, P. (1880). Across the Zodiac: The Story of a Wrecked Record.
Sobre la autora: Gisela Baños es divulgadora de ciencia, tecnología y ciencia ficción.