Cómo Hans Bethe se topó con las teorías cuánticas perfectas

Quanta Magazine

Los cálculos cuánticos son estimaciones sofisticadas, pero en 1931 Hans Bethe intuyó con precisión cómo se comportaría una cadena de partículas, una intuición que tuvo enormes consecuencias.

Un artículo de Matt von Hippel. Historia original reimpresa con permiso de Quanta Magazine, una publicación editorialmente independiente respaldada por la Fundación Simons.

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Hans Bethe fue pionero en un método que, cuando las estrellas se alinean, permite a los físicos comprender perfectamente el comportamiento colectivo de cualquier número de partículas cuánticas. Ilustración: Señor Salme para Quanta Magazine

En 1928, los físicos cuánticos parecían estar a punto de desentrañar los secretos finales de la materia. El investigador alemán Walter Gordon había aplicado la emergente teoría de la mecánica cuántica al átomo de hidrógeno, el átomo más simple del universo, y había descubierto exactamente cómo se comportaba. Parecía seguro que el dominio de todos los átomos vendría detrás.

No fue así. Cuando las partículas cuánticas se influyen entre sí, sus posibilidades se entrelazan de tal manera que superan la capacidad de los físicos para predecir su futuro. En la búsqueda de respuestas precisas, el electrón solitario del átomo de hidrógeno marcó el inicio y el final del camino; incluso los dos electrones del átomo de helio condenaron al fracaso a planteamientos tan exactos como el de Gordon. Es una limitación con la que los físicos todavía lidian hoy. Casi todas las predicciones cuánticas son un poco aproximadas.

Sin embargo, tres años después del triunfo de Gordon, su compatriota Hans Bethe había encontrado una sorprendente manera de resolver este problema. El ansatz de Bethe, que en alemán significa “punto de partida”, resultó ser capaz de captar perfectamente el comportamiento de cualquier cantidad de partículas cuánticas, desde un solo electrón hasta los innumerables electrones de una capa de hielo. Sin embargo, este extraordinario poder tiene sus propias limitaciones, que llevaría décadas comprender.

El ansatz de Bethe ha cautivado a generaciones de investigadores. Richard Feynman, el legendario físico teórico, lo estaba estudiando cuando murió en la década de 1980. Hoy en día, son pocas las áreas de la física que no se han visto afectadas por la casi centenaria idea de Bethe.

“Su importancia ha seguido creciendo hasta el día de hoy”, explica Charlotte Kristjansen, profesora del Instituto Niels Bohr de Copenhague.

Imanes en una cadena

A principios de la década de 1930, Bethe intentaba utilizar la mecánica cuántica para comprender cómo se magnetiza el hierro. Pero un trozo de metal tiene muchas más partículas que un átomo de hidrógeno, por lo que no había forma de utilizar herramientas cuánticas estándar para comprender exactamente el imán. Necesitaba una forma de abordar un sistema cuántico mucho más complicado.

Bethe empleó un modelo simplificado de imán, conocido como cadena de espín: una única línea de átomos, cada uno apuntando hacia arriba o hacia abajo como su propio imán diminuto. Si todos los polos norte apuntaran hacia arriba, por ejemplo, la cadena se magnetizaría. Su reto era calcular la energía necesaria para hacer girar los átomos hasta esa posición. En principio, para ello era necesario llevar un registro de cada átomo, una tarea hercúlea que parecía necesitar aproximaciones, atajos que simplifican el cálculo pero introducen imprecisiones.

La cadena de espín se basó en el trabajo pionero de Felix Bloch de 1930. Bloch había dejado de lado los átomos individuales y sus numerosas interacciones y, en cambio, se centró en el movimiento colectivo que surgía de esas interacciones.

En una cadena de espín, ese movimiento son ondas como las que se ven en los estadios. Si se da la vuelta a un átomo, éste dará la vuelta a sus vecinos, que a su vez darán la vuelta a sus vecinos, y así sucesivamente. Estas ondas siguen siendo extremadamente complicadas: cuando dos ondas recorren el mismo tramo de partículas, cualquier partícula puede dar la vuelta a cualquier otra partícula, lo que da lugar a un caos. La teoría de Bloch prohibía este desorden. Supuso que cada átomo sólo podía dar la vuelta a su vecino inmediato. Luego supuso que, como consecuencia, las ondas resultantes siempre colisionarían suavemente, atravesándose unas a otras con una perturbación mínima. La suposición mantenía las cosas lo suficientemente ordenadas como para poder manejarlas.

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Hans Bethe, un físico famoso por su meticulosidad, se basó en el trabajo de Bloch para desarrollar una forma de capturar a la perfección el comportamiento de ciertos sistemas cuánticos complejos. Foto: Los Alamos National Laboratory.

Su intuición casi resolvió el problema, pero pasó por alto un detalle matemático clave. “Si hubiera sido menos perezoso con las arcotangentes o los logaritmos, llamaríamos a esto el ansatz de Bloch”, asevera Jean-Sébastien Caux, profesor de la Universidad de Ámsterdam.

Bethe se dio cuenta de que había una segunda posibilidad para que dos ondas pudieran coexistir: podían atraerse entre sí de forma que viajarían juntas. Con esto, Bethe captó todo lo que la cadena de espín podía hacer. Teniendo en cuenta estos dos movimientos colectivos (choques suaves y viajes en pares), pudo calcular la energía exacta para cada posible disposición de la cadena.

Bethe había dado con una teoría cuántica perfecta, que funcionaba para cualquier número de partículas. Sin embargo, nunca la utilizó para explicar los imanes del mundo real. Funcionaba para cadenas, pero no para bloques de átomos, como él había imaginado. En cambio, demostraría su valor de otras maneras.

Las raíces de la perfección cuántica

Cuando Hitler ascendió al poder en los años siguientes, Bethe huyó de Alemania y llegó a los Estados Unidos, donde trabajó como líder del Proyecto Manhattan. Después de la guerra, continuó estudiando física, pero nunca regresó a su ansatz.

Serían otros los que descubrirían hasta qué punto podía funcionar el ansatz de Bethe. Funcionó para cadenas de espín con defectos e incluso para cadenas de partículas que se influyen entre sí de forma no magnética. Sin embargo, curiosamente, siguió fallando con los bloques de átomos del mundo real que originalmente habían motivado a Bethe. No fue hasta la década de 1960, cuando los teóricos lo aplicaron a delgadas láminas de hielo (otro sistema de innumerables partículas cuánticas), que descubrieron por qué.

Los investigadores, al enfriar el hielo a temperaturas inauditas, descubrieron un misterio: si el hielo perdía todo su calor, esperaban que sus moléculas se asentaran formando un cristal perfecto y único. En cambio, encontraron un extraño desorden, como si las moléculas pudieran acabar en diferentes disposiciones que variaban sutilmente de un experimento a otro.

Los teóricos se dieron cuenta de que las capas congeladas también contenían ondas que viajaban a lo largo de una línea. Cada capa formaba efectivamente un cristal perfecto de moléculas de H2O repetidas. Pero cada molécula podía adoptar una de seis configuraciones diferentes, como un píxel que puede ser rojo, verde, azul, amarillo, naranja o violeta. Cada vez que los experimentadores enfriaban el hielo, obtenían una imagen multicolor diferente. Pero había un método en la locura. Los teóricos descompusieron la imagen, comenzando por la parte superior, tomándola línea por línea. Trataron cada cadena de píxeles como un fotograma de una película. Y cuando reprodujeron la película, vieron ondas. Un píxel verde podía ondular la línea hacia la derecha, para dar un ejemplo demasiado simplista. Y cuando estas ondas chocaban, lo hacían suavemente, manteniendo su forma, exactamente como en la cadena de espín de Bethe.

De modo que con el ansatz de Bethe, los físicos podían calcular con precisión las probabilidades de medir esos patrones en un experimento. Era otra teoría cuántica perfecta.

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Felix Bloch worked out much of the physics that would ultimately become known as the Bethe ansatz. Foto: Dominio público

Esta suavidad y esta geometría eran la base del poder del ansatz de Bethe, como argumentó el físico australiano Rodney Baxter a principios de los años 1970. Muchos sistemas conservan el momento y la energía, incluso durante colisiones violentas. Pero en las capas de hielo, la suavidad de las colisiones preservaba muchas más cantidades. El momento y la energía eran solo las primeras de una lista interminable de leyes de conservación, cada una basada en la anterior. Basándose en estas leyes, Baxter explicó qué problemas podía resolver el ansatz de Bethe. Si un sistema contenía ondas que chocaban suavemente en alguna cadena, ya sea momento a momento o línea a línea, la multitud de leyes de conservación lo domaría.

En estos casos, “se tiene una historia completa de la A a la Z. Se empieza desde lo microscópico y se deriva absolutamente todo”, explica Caux.

El último enigma de Feynman

Con esta comprensión más profunda, los físicos continuaron utilizando el ansatz de Bethe de nuevas maneras. Después de su muerte, una fotografía de la pizarra de Feynman capturó las palabras: “Lo que no puedo crear, no lo entiendo”, junto con una lista rotulada “para aprender”, que comienza con el ansatz de Bethe.

En sus últimos meses, Feynman había hablado de un “ambicioso sueño” de utilizar el ansatz de Bethe para comprender las colisiones entre partículas de alta energía, que los físicos predecían mediante aproximaciones complicadas. Señaló que dos protones a menudo pasan a toda velocidad uno al lado del otro como si fueran coches en carriles opuestos de una autopista. En lugar de hacer contacto directo, intercambian partículas de vida corta. Este intercambio los acerca o los aleja, pero no afecta significativamente a su alta velocidad. Los cambios importantes se producen momento a momento a lo largo de una línea, como en una cadena de espín.

El cáncer se llevó a Feynman antes de que pudiera desarrollar la idea. Pero otros acabaron uniendo las piezas del rompecabezas. Cuando Ludvig Faddeev, físico ruso y maestro del ansatz de Bethe, dio una charla en la Universidad de Stony Brook en 1994, escribió en la pizarra una fórmula extraída de uno de sus artículos anteriores. En ella se describía un sistema concreto cuyo comportamiento podía calcularse utilizando el ansatz de Bethe. Gregory Korchemsky, un físico de partículas que se encontraba entre el público, la reconoció inmediatamente de otro contexto. Los premios Nobel David Gross y Frank Wilczek habían utilizado la misma fórmula en la década de 1970 para describir las partículas energéticas que “abrían” un protón.

Trabajando juntos, Faddeev y Korchemsky descubrieron que, efectivamente, el ansatz de Bethe se aplicaba a las colisiones de partículas de alta energía, haciendo realidad el sueño de Feynman. Lo que Gross y Wilczek habían aproximado, ellos lo calcularon con exactitud. El ansatz de Bethe ha encontrado más usos desde entonces, como en modelos de juguete perfectos de la gravedad cuántica.

En un mundo de muchas partículas, los efectos de todo sobre todo lo demás a menudo superan a los teóricos. Sin embargo, la suposición de Bethe proporcionó a los físicos una forma de comprender por completo ciertos sistemas cuánticos. Durante el siglo siguiente, los físicos destilaron su idea en una receta que, cuando las estrellas se alinean, les permite predecir con precisión lo que de otro modo sería incognoscible. Y se han maravillado de cómo esas estrellas a veces se alinean, lo que permite predicciones perfectas sobre el hielo, los protones, los agujeros negros y más.

Los métodos de ansatz Bethe Ansatz aparecen en muchos lugares, comenta Pedro Vieira, profesor del Instituto Perimeter de Física Teórica en Waterloo, Canadá. “Parece que la naturaleza aprecia las cosas bellas”.


El artículo original, How Hans Bethe Stumbled Upon Perfect Quantum Theories, se publicó el 12 de febrero de 2025 en Quanta Magazine.

Traducido por César Tomé López

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