Este texto de Juan Carlos López, editor jefe de Nature Medicine, apareció originalmente en el número 0 de la revista CIC Network (2006) y lo reproducimos en su integridad por su interés.
La educación científica es la capacidad de entender temas elementales de ciencia a un nivel suficiente para participar en el debate científico. Aunque intuitivamente todos aceptamos los beneficios de estar educado científicamente, cabe preguntar cuántos de nosotros realmente estamos lo suficientemente informados en cuestiones de ciencia. En este artículo discuto dos razones fundamentales por las que es crucial estar educado científicamente y argumento que el paso limitante para mejorar el nivel científico de la población no es necesariamente aumentar los recursos destinados a ello, sino la falta de profesores y científicos dispuestos a divulgar ciencia.
El nivel de la educación científica en países desarrollados es relativamente bajo
Muy pocos de nosotros rechazaríamos la idea de que es deseable estar educado científicamente. A pesar de ello, el porcentaje de la población que tiene un buen nivel educativo en ciencia es relativamente bajo. En octubre de 2005, la compañía de comunicaciones CBS realizó una encuesta en Estados Unidos en la que solamente el 15% de las personas afirmó creer que los humanos evolucionamos a través del proceso de selección natural. Y de acuerdo con un artículo del New York Times de agosto de 2005, menos de la tercera parte de los americanos sabe la función del DNA y el 20% piensa que el Sol gira alrededor de la Tierra. En Europa, la situación no es muy diferente. El informe Los Europeos, la ciencia y la tecnología, publicado en 2001 por la Comisión Europea ha mostrado que sólo poco más de la mitad de los encuestados sabe que la Tierra tarda un año en dar la vuelta al Sol y que los humanos no habitaron el planeta al mismo tiempo que los dinosaurios. El mismo informe indicó que los habitantes de Suecia, Holanda, Finlandia y Dinamarca obtuvieron los mejores resultados, mientras que los ciudadanos de Portugal, Irlanda, Grecia y España obtuvieron las notas más bajas.
En el caso de Estados Unidos, el relativamente bajo nivel educativo en materias científicas es paradójico si consideramos que la mayoría de los ciudadanos de ese país afirma estar interesado en ciencia. En 2001, una encuesta de la American Association for the Advancement of Science (la organización que publica la famosa revista Science) reveló que el 85% de padres americanos con hijos en edad escolar están muy o algo interesados en ciencia, y el 77% afirmó que saber ciencia es tan valioso como saber leer y escribir.
En España, la situación no parece ser tan buena. En 2004, una encuesta de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) mostró que la información deportiva despierta un interés especial en el 29,1% de los entrevistados, pero solamente el 6,9% dijo lo mismo de la información científica. Aunque, por el contrario, los entrevistados valoraron la actividad profesional de los científicos con un 4 en una escala del 1 al 5, sólo por debajo de los médicos (4.2).
De estas cifras surgen un par de preguntas estrechamente relacionadas. Primero, ¿por qué debe preocuparnos que la educación científica de la población mejore? En otras palabras, ¿qué implicaciones tiene para el ciudadano de a pie saber sobre ciencia? Segundo, ¿qué podemos hacer para que el nivel educativo en materias científicas mejore? ¿Quién es el responsable de propiciar esa mejoría?
Hay muchas respuestas válidas para la primera pregunta. Aquí quiero ocuparme de dos de ellas: el hecho de que la ciencia se ha vuelto parte integral de nuestra vida diaria y la necesidad de alimentar el interés científico en los jóvenes para garantizar la llegada de nuevas generaciones de científicos. Tras discutir brevemente estos dos puntos, trataré de responder a la segunda pregunta, argumentando que son los científicos quienes deben asumir más seriamente la responsabilidad de ser ellos quienes divulguen la ciencia.
La relevancia de la ciencia en nuestra vida cotidiana aumenta día a día
La ciencia ha adquirido un carácter ubicuo. En el mundo actual, no pasa un solo día en el que los medios de comunicación no publiquen detalladamente avances y preocupaciones científicas: la gripe aviar, el bioterrorismo, la clonación, las células madre, el desarrollo de nuevos fármacos y sus efectos secundarios. Estos y muchos otros temas sobre los que oímos cotidianamente no corresponden en absoluto a la tradicional imagen del científico en su torre de marfil, sino que tienen un carácter inmediato para casi todos nosotros —desarrollos en esas áreas tienen el potencial de afectarnos directa y rápidamente.
En biomedicina, el problema es aún más delicado. La llegada de Internet ha puesto en nuestras manos tanta información en materia de salud que no es inusual presentarnos en el consultorio del médico con un fichero pletórico de impresos sobre toda clase de condiciones que podrían explicar nuestros síntomas. O si ya tenemos un diagnóstico, nos presentaremos con toda la información al respecto que pudimos encontrar en el ciberespacio, sobre todo aquellas páginas que tienen los pronósticos más desafortunados.
En Estados Unidos, las compañías farmacéuticas están autorizadas a anunciar sus productos directamente al consumidor, lo que ha conducido a una proliferación escandalosa de anuncios de medicamentos contra toda clase de indicaciones, desde reducir los niveles de colesterol hasta tratar la impotencia sexual. Más aún, las compañías de seguros, en su afán por reducir costos, están favoreciendo un mercado en el que los pacientes deben involucrarse más directamente en tomar sus propias decisiones terapéuticas.
Estos y otros ejemplos apuntan claramente a que la educación científica no puede ser vista como un lujo. Por el contrario, es imprescindible comprender a un nivel elemental conceptos científicos para tomar decisiones que afectan directamente a nuestros intereses personales. Si no tenemos un conocimiento básico de ciencia, ¿cómo podemos decidir si lo que leemos en Internet sobre nuestra salud es útil o producto de la charlatanería? ¿O cómo saber si una pandemia de influenza causada por la gripe aviar es o no inminente? ¿O cómo decidir si merece la pena almacenar células del cordón umbilical de nuestros hijos con miras a utilizarlas cuando la medicina regenerativa sea una realidad, o si nos interesa invertir en una compañía que ofrezca este servicio?
Más allá de nuestra esfera personal, entender ciencia es imprescindible para participar de manera inteligente en debates científicos que afectan a la sociedad en la que vivimos. En el caso de las células madre, por ejemplo, muchos de nosotros seguramente tenemos un punto de vista muy definido sobre los límites éticos que deben imponerse a la investigación con ellas.
Pero cabe preguntarse si este punto de vista está basado en nuestra comprensión científica de las células madre, de los diferentes tipos que existen, de las diferentes ideas que se han propuesto para su uso y de otras consideraciones científicas, o si simplemente ha sido el producto de una reacción intuitiva —legítima pero desinformada.
Del mismo modo, estar informado sobre ciencia nos permitirá participar en debates sobre la cantidad y el uso de recursos que es necesario destinar a proyectos de investigación. Este hecho es ejemplificado por lo sucedido en California en 2004, cuando los electores votaron sobre la llamada Proposición 71, con la cual se destinaban cuantiosos fondos estatales a la investigación con células madre, la cual estaba (y continúa en su mayor parte estando) paralizada en el resto de los Estados Unidos. En Japón, por su parte, la opinión pública ha influido a la política científica en casos como el estudio del síndrome metabólico. Dado que ésta y otras condiciones crónicas han sido percibidas por el público de aquel país como particularmente relevantes para su bienestar, el gobierno ha respondido mediante la implementación de programas de investigación a gran escala con objetivos y parámetros de evaluación muy precisos —investigación comisionada.
En España la ciencia no ha figurado todavía en las papeletas electorales, pero ésta no es razón para concluir que lo que piense el ciudadano medio no tiene trascendencia a nivel político. Si estamos bien informados científicamente, estaremos en una mejor posición para argumentar por qué creemos que es necesario destinar más o menos recursos a la investigación, y podremos opinar sobre las áreas que deben ser prioritarias para el gobierno.
La misma encuesta de la FECYT que cité anteriormente muestra que casi el 60% de los entrevistados piensa que deberían destinarse más recursos a la investigación científica, y más del 75% identifica a la medicina como un ámbito prioritario de inversión. La encuesta también mostró que el cáncer y el sida son las enfermedades hacia las que los ciudadanos desearían que los investigadores orientaran sus esfuerzos. Este resultado es fascinante si tomamos en cuenta que muchos científicos consideran al sida como una enfermedad manejable (como la diabetes). Y aunque la búsqueda de una vacuna que erradique la enfermedad sigue su curso, los problemas para controlar el sida en países donde es endémico son de naturaleza financiera, logística y cultural. ¿Estaban realmente bien informados los entrevistados cuando decidieron decantarse por el sida como una prioridad para España?
En resumen, saber sobre ciencia tiene implicaciones directas para nuestra salud y bienestar individuales, e implicaciones menos inmediatas para el desarrollo de nuestras sociedades. No debemos ignorar ni a unas ni a otras.
Promover el interés por la ciencia favorecerá el nacimiento de nuevas generaciones de científicos
Como señalé con anterioridad, el público en general parece estar interesado en ciencia y valora la labor científica. Lamentablemente, los datos que existen con respecto a la educación científica de jóvenes preuniversitarios son menos halagüeños. En Estados Unidos y en España parece que los profesores de ciencia no están haciendo lo suficiente para mejorar el nivel científico de sus estudiantes. El informe de 2003 del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, un programa de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, mostró que el resultado de los estudiantes americanos de 15 años en exámenes de ciencia obtuvo el puesto nº 22 entre 40 países, mientras que los estudiantes españoles ocuparon el nº 26.
Mientras tanto, la encuesta del FECYT encontró que para el 65,5% de los entrevistados, el nivel de la educación científica recibida en la etapa escolar fue bajo o muy bajo; solamente el 10,6% lo calificó de alto o muy alto. Igualmente, el Ministerio de Educación y Cultura en su publicación Las Cifras de la Educación en España, cuya última edición apareció en febrero de 2006, señala que el número de graduados en ciencia y tecnología en 2003 fue 12,6 por cada mil habitantes entre la población de 20 a 29 años. Esta cifra es similar a la media europea (13.1), pero claramente inferior al de países como Francia (22,2) o Gran Bretaña (21).
Tomando en cuenta estas cifras, no es difícil explicar que el número de científicos en España (2.195 por cada millón de habitantes en 2003, de acuerdo con datos de la UNESCO) sea sustancialmente inferior si lo comparamos con las cifras de Japón (5.287), Suecia (5.333) o Singapur (4.745). Desde luego, la falta de graduados no explica toda la disparidad; diferencias entre los países con respecto a su capacidad de crear nuevas plazas científicas es muy importante. Pero si partimos de una población joven con poco interés y conocimiento científico, será difícil cambiar el status quo al margen de un aumento en la inversión en ciencia. De hecho, como argumento a continuación, mejorar la educación científica de un país no depende exclusivamente de gastar más dinero.
Los científicos deben involucrarse en mayor medida en la divulgación de la ciencia
Cuando leemos cifras como las que acabo de presentar, es fácil concluir que el problema radica en el nivel de inversión pública. Hace falta gastar más dinero en educación, más dinero en iniciativas de divulgación, más dinero en ciencia. En el caso concreto de la educación, las cifras del Ministerio de Educación y Cultura indican que el gasto educacional en España (4,44% del PIB en 2002) es ligeramente inferior a la media de la Unión Europea (5,22%), y muestran una leve tendencia a la baja en los últimos 10 años (4,77% en 1992 y 4,54% en 1997).
Desde luego, no debemos ignorar lo que nos dice este indicador. Pero resulta interesante que las experiencias de otros países no concuerdan con la simple idea de que la magnitud de la inversión es el paso limitante para solucionar el problema. En Estados Unidos, el gasto público en las escuelas de ese país se ha duplicado en los últimos 30 años (tras ajustar por la inflación). Y por el contrario, el resultado de los estudiantes en exámenes científicos estandarizados no ha mejorado, y el número de graduados en ciencia ha bajado un 30%. Igualmente, la National Science Foundation ha intentado inyectar dinero al sistema educativo a través de una serie de programas a nivel estatal, pero el impacto ha sido limitado y pasajero.
Así, el dinero no es necesariamente la solución definitiva para el problema de la educación científica. Al mismo tiempo, los científicos parecen no estar haciendo lo suficiente por divulgar la ciencia. En 2001, una encuesta entre científicos americanos realizada por la organización Research!America encontró que el 42% no realizaba ninguna actividad de interacción con el público. Entre estos, el 76% dijo no tener tiempo, el 28% dijo no querer hacerlo, y el 17% dijo no importarle en absoluto. Evidentemente, las actitudes de los científicos podrían ser más positivas hacia la divulgación.
Esto no quiere decir que los investigadores deben dejar su laboratorio a cambio del salón de clases y las charlas divulgativas, sino que deberían involucrarse más con las iniciativas existentes para mejorar la educación científica (como, por ejemplo, las que en España coordina la FECYT) o crear nuevos espacios para la diseminación del conocimiento científico.
Desafortunadamente, en el clima actual en el que hay cada vez más competencia por los escasos recursos que hay para realizar investigación, muchos científicos podrían percibir su posible participación en programas de divulgación como una distracción indeseable. Por lo tanto, los organismos que financian la investigación científica —en el caso de España, el Ministerio de Educación y Ciencia, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y las diversas instituciones que hay en las comunidades autónomas— deberían reconocer el esfuerzo de aquellos científicos comprometidos con mejorar la calidad de la educación científica de la población en general, y evaluar su productividad no solamente en base a las publicaciones, sino también en función de su participación en programas educativos. A fin de cuentas, si a los científicos no les importa que la gente sepa sobre ciencia, entonces ¿a quién va a importarle?
Juan Carlos López estudió Investigación Biomédica Básica en la Universidad Nacional Autónoma de México y se doctoró en la Universidad de Columbia (Nueva York). Estancia postdoctoral en el Instituto Cajal (Madrid). En el año 2000 se convirtió en Editor de Nature Reviews Neuroscience en Londres. En 2004 regresa a Nueva York como Editor Jefe de Nature Medicine.
Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network
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Recién leo este maravilloso artículo sobre la importancia de la educación científica ..Me permito utilizarlo considerando la autoría para hacer reflexionar a mis estudiantes en una sesión de clase de ciencia. Muchas gracias
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